(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 2)
Era una tarde fresca en que, tras una mañana por momentos sofocante, por momentos torrencialmente húmeda, finalmente no había llovido; el tipo de tarde que induce a la gente a hablar afablemente del efecto bienhechor de la lluvia, cuyo mérito principal acaso fuese, a sus ojos, el reconocimiento del arte de la moderación. Era, además, una tarde que invitaba a la actividad física luego de la convaleciente languidez de la primera parte del día. Instintivamente, Elaine se había puesto el traje de montar y había hecho llegar sus órdenes a la cuadra —oasis bendito que aún olía agradablemente a caballo y a heno y a limpieza en un mundo que apestaba a petróleo, y su yegua la llevaba ahora a buen paso por una sucesión de largos senderos campestres. Tenía cita a cierta hora de la tarde para un garden-party, pero avanzaba con determinación en la dirección opuesta. En primer lugar, ni Comus ni Courtenay irían a la fiesta, circunstancia que parecía eliminar cualquier razón válida para que la invitasen a la misma; en segundo lugar, habría allí, reunidos, un centenar de seres humanos, y las reuniones humanas no eran en ese momento su necesidad más acuciante.
Desde el último encuentro con sus dos pretendientes, bajo los cedros de su jardín, Elaine había llegado a la conclusión de que era muy feliz o cruelmente infeliz, aunque no podía establecer con precisión cuál de las dos cosas. Le parecía tener a sus pies todo lo que más quería en el mundo, y en sus momentos de más intensa reflexión no podía decidir, cosa que la atormentaba, si realmente quería estirar la mano para tomarlo. Todo se parecía tanto a una escena de Las Mil y una Noches o a una historia de la pagana Hélade, que una joven educada según los metódicos principios de la Cristiandad Victoriana no podía menos que sentirse confusa y desconcertada. Su tribunal de apelaciones estaba en sesión permanente desde hacía algunos días, pero no dictaba sentencia, al menos ninguna que ella pudiera acatar. Y el paseo solitario en su yegua de paso ágil y ligero, que la llevaba, por senderos perfumados y umbríos, hacia tierras inexploradas, parecía ser precisamente todo lo que quería por el momento. De manera delicada y discreta, la yegua dio indicios de su carácter asustadizo, aunque no se trataba del estúpido nerviosismo alerta que se manifiesta en una irritante tendencia a recular ante cada conspicua aparición de un objeto a la vera del camino, sino del estremecimiento nervioso de un animal imaginativo que se traduce meramente en un vivo sacudón de la cabeza y en un salto hacia adelante más rápido aún. Elaine podía haber parafraseado del modo siguiente la actitud mental del inmortal Peter Bell:
Un cesto bajo un árbol
Es para mí un tigre amarillo,
Si no es algo más.*
Es para mí un tigre amarillo,
Si no es algo más.*
Los episodios más realmente alarmantes de la ruta, como el bocinazo y el bullicio de un automóvil que pasaba o el fuerte y vibrante zumbido de una trilladora al borde del camino, eran recibidos con indiferencia. Al doblar en una esquina en que un estrecho sendero bordeado de arboledas desembocaba en un camino más amplio al pie de una colina, Elaine pudo ver, viniendo hacia ella a una distancia no muy grande, una hilera de carromatos amarillos, tirados en su mayor parte por caballos pintos o cebrunos. El aspecto un tanto bohemio de los carruajes los señalaba como pertenecientes a un circo itinerante, engalanado con el rico colorinche primitivo que el gusto de la infancia habría privilegiado antes que la instrucción le revelase el valor artístico de la insipidez. Era un encuentro imprevisto y claramente inoportuno. La yegua había dado inicio ya a un séxtuple escrutinio con narices, ojos y orejas primorosamente erguidas; una oreja hacía pequeños y presurosos movimientos hacia atrás para oír lo que Elaine estaba diciendo acerca de lo eminentemente bonita y respetable que era la caravana que se acercaba, pero incluso Elaine sentía que sería incapaz de explicar satisfactoriamente los elefantes y camellos que ciertamente formarían parte de la procesión. Dar la vuelta parecería más bien cobarde, y la yegua podría asustarse con la maniobra y desbocarse; un portón entreabierto en la entrada de una granja proporcionó una conveniente salida a la dificultad. Al pasar por él pudo ver, de pie en el camino que conducía a la casa, a un hombre que se adelantó para abrirle el portón.
—Gracias. Me aparté de mi camino sólo para evitar un circo —explicó Elaine—; mi yegua tolera los motores y los vehículos de tracción, pero debe de haber camellos y... ¡vaya! —se interrumpió, reconociendo en el hombre a un viejo conocido suyo—, oí decir que usted se había mudado a una granja en algún lugar del campo. Qué sorpresa encontrarlo de este modo.
En los días no muy lejanos de su primera adolescencia, Tom Keriway había sido un hombre al que todos consideraban con cierta envidia y gran respeto; por cierto, el atractivo de su errante carrera hubiera inflamado la imaginación de muchos jóvenes ingleses, suscitando un melancólico deseo de imitarlo. Parecía la materialización adulta de los juegos infantiles en las noches de invierno, y de los sueños que alimentaban los libros de aventuras favoritos. Habiendo establecido su cuartel general —casi su hogar— en Viena, su deseo lo había llevado a deambular por tierras del Oriente Cercano y del Medio Oriente, tan ociosa y exhaustivamente como almas más domésticas podrían explorar París. Había vagabundeado por ferias equinas húngaras, había cazado animales ariscos y astutos en las laderas de los montes balcánicos, se había dejado caer, a la manera de un guijarro, en las estancadas aguas humanas de cierto monasterio búlgaro, se había abierto paso por entre el extraño mosaico racial de Salónica, había escuchado con regocijada cortesía las opiniones superficiales y ultramodernas de un gárrulo editor o abogado en cierta retirada ciudad rusa, o había aprendido la sabiduría de los labios de un casual compañero de taberna, una de las partículas del atareado hormiguero de hombres y mercancías que circula infatigablemente a orillas del Mar Negro. Y, sin importar cuán largos o vastos fuesen sus vagabundeos, siempre se las ingeniaba para estar presente, a intervalos regulares, en bailes, cenas y veladas teatrales, en el alegre Haupstadt de los Habsburgo, para frecuentar sus cafés y sus bodegas favoritos, para hojear sus periódicos predilectos, para saludar a viejos conocidos o a amigos que iban de embajadores a zapateros remendones en la escala social. Rara vez hablaba de sus viajes, pero podría decirse que sus viajes hablaban de él; producía una impresión que un diplomático alemán resumió una vez en esta frase: "un hombre olfateado por los lobos". Y, entonces, dos cosas ocurrieron, que no estaban previstas en su ruta; una severa enfermedad le arrebató la mitad de la vida y toda la energía de que disponía, y una fuerte pérdida de dinero lo puso casi a las puertas de la indigencia. Con algo, quizás, del impulso que empuja a un animal enfermo a alejarse de la manada, Tom Keriway dejó los sitios que frecuentaba, y en los que había conocido tanta felicidad, y se retiró al refugio de una granja apartada; más que nunca se transformó para Elaine en una personalidad "de oídas". Y ahora el encuentro casual con la caravana la había empujado a las puertas de su retiro.
—¡Qué rinconcito tan encantador tiene usted! —exclamó Elaine con cortesía instintiva, y luego miró inquisitivamente en torno y descubrió que había dicho la verdad; era realmente encantador.
La granja tenía ese aspecto intensamente inglés que rara vez se ve fuera de Normandía. Sobre la escena entera de parvas de heno, jardín, cobertizos, abrevaderos y huerto, flotaba ese aire que parece pertenecer con pleno derecho a las granjas fuera de lo común, un aire de ensoñación de ojos abiertos que sugiere que allí hombres y animales se han despertado tan temprano que el resto del mundo no los ha atrapado y nunca los atrapará.
Elaine desmontó y Keriway condujo la yegua hasta un pequeño potrero junto al enorme granero gris. Al otro extremo del sendero pudieron ver cómo pasaba la caravana del circo, una hilera de pesados carromatos y animales que avanzaban a grandes pasos, que parecía unir los vastos silencios del desierto con los ruidos e imágenes y olores, las llamaradas de nafta y los carteles publicitarios y las pisoteadas cáscaras de naranja de una interminable sucesión de ciudades.
—Hará mejor en esperar a que la caravana se aleje antes de volver a ponerse en camino —dijo Keriway—; el olor de los animales puede hacer que la yegua se ponga inquieta.
Luego llamó a un muchacho, que se afanaba con una azada entre unos matorrales desafiantemente prósperos, para que le fuera a buscar a la señora un vaso de leche y una tajada de pan con pasas.
—No recuerdo haber visto nunca algo tan absolutamente encantador y apacible —dijo Elaine, apoyándose en un asiento que un peral había amablemente diseñado en la curva fantástica de su tronco.
—Encantador, por cierto —dijo Keriway—, pero demasiado lleno de la tensión de su propia y pequeña lucha por la vida como para ser apacible. Desde que vivo aquí he aprendido, tal como siempre lo sospeché, que una granja aislada en su mundo propio es uno de los estudios más maravillosos de acontecimientos y tragedias entretejidos que uno pueda imaginar. Es como las viejas crónicas de la Europa Medieval en los días en que reinaba una especie de ordenada anarquía entre señores feudales y soberanos, y burgraves, y abades mitrados, y príncipes obispos, barones salteadores y gremios de mercaderes, y Electores y todas esas cosas, todos lidiando y batallando y complotando unos contra otros, e interfiriendo mutuamente según cierto vago código de reglas aplicadas sin mucho rigor. Aquí uno ve todo eso reproducido ante sus propios ojos, como la página mohosa de un incunable que cobrase vida. Considere una pequeña sección de este mundo, la vida de las aves. Aves de corral, aburridas incubadoras, registros de cuántas onzas de comida comen y del equivalente en peniques de los huevos que ponen, nada de eso le da una idea de la asombrosa vida de estas aves; sus rencores y rivalidades, sus prerrogativas cuidadosamente defendidas, sus despiadadas tiranías y persecuciones, su coraje y sus calculadas bravatas o su cobardía perseverantemente disimulada, todo eso podría ser un capítulo humano en los anales de la antigua Renania o de la Italia medieval. Y, además, fuera de sus propios altercados y odios, los enemigos inflexibles que surgen del bosque y se dirigen hacia ellas; el halcón que se precipita sobre el gallinero como un soldado de caballería que cruza la frontera, consciente de que una perdigonada puede hacerlo pedazos en cualquier momento. Y el armiño, un reptante trozo de piel parda de unas pocas pulgadas de largo, que avanza resuelta e inquebrantablemente en busca de sangre. Y el maestro de todos, diplomado por el hambre: el zorro rojo, que tal vez haya pasado media tarde esperando su oportunidad, mientras las aves se daban su baño de tierra bajo el seto, y en el preciso instante en que volvían al patio a comer una se detuvo un momento para sacudir las plumas por última vez y encontró la muerte que saltó sobre ella. Sabe usted —continuó, mientras Elaine compartía trozos de pan con pasas con su yegua—, no creo que ninguna tragedia de la literatura de las que conozco me haya impresionado tanto como la primera de la que tengo memoria, y que me conté lentamente a mí mismo con palabras escuetas: el zorro malo cazó a la gallina colorada. Había en aquello algo tan dramáticamente completo: la maldad del zorro, sumada a todas las tradicionales mañas de su raza, parecía aumentar el horror del destino de la gallina; y en la palabra "cazó" había una tal sugestión de magistral malignidad... Uno podía sentir que toda la población del campo en armas no hubiera sido capaz de arrebatarle aquella gallina al zorro malo. Me creían un alumno lento y tonto porque no aprendía mi lección, pero yo me pasaba todo el tiempo sentado, imaginándome la gallina colorada que sacudía inútilmente las alas, chillando en una protesta aterrada; o quizás, si el zorro la había asido del cuello, con el pico abierto de par en par y muda y con los ojos desorbitados, mientras abandonaba la granja para siempre. He visto en mis tiempos derramamientos de sangre y aplastamientos y derrotas abyectas aquí y allá, pero la gallina colorada se ha grabado en mi mente como el modelo mismo de la tragedia desvalida.
Permaneció un momento en silencio, como si reflexionase en el drama de palabras escuetas que tanto había impresionado su imaginación infantil. "Cuénteme algo de lo que vio en sus tiempos," fue el pedido que casi salió de los labios de Elaine, pero rápidamente se contuvo y lo reemplazó por otro:
—Hábleme de la granja, por favor.
Y entonces él le habló de todo un mundo, o más bien de varios mundos entremezclados, aislados en aquella soñolienta hondonada entre los cerros, del conocimiento de animales y bosques y del trabajo de la granja, que llegaba a veces al límite de la brujería —asunto sobre el cual pasó rápidamente, no con la aguda ansiedad de los que nada saben sino apartando la mirada como los que temen ver demasiado. Le habló de las cosas que dormían y de las que merodeaban al caer la tarde, de extraños gatos cazadores, de los cerdos en la porqueriza y del ganado en el establo, del personal mismo de la granja, tan extraño y remoto en su comportamiento, en sus ideas y temores y necesidades y tragedias, como las bestias y las aves que cuidaba. A Elaine le parecía como si una mohosa colección de antiguos libros infantiles hubiesen sido bajados de algún desván lleno de telarañas y hubieran cobrado vida. Sentada allí, en el potrerito lleno de altas malezas y pastos exuberantes, a la sombra del viejo cobertizo gris deteriorado por la intemperie, mientras oía esa crónica de cosas maravillosas, a medias fantástica, a medias muy real, apenas podía creer que a pocas millas de distancia hubiese un garden-party en pleno apogeo, con vestidos elegantes y conversaciones elegantes, refrescos de moda y música de moda, y una febril corriente subterránea de esfuerzos y desaires sociales. ¿Era que (se preguntó) Viena y las Montañas Balcánicas y el Mar Negro le parecían igualmente distantes e inverosímiles al hombre que estaba sentado a su lado, que había descubierto o inventado aquel maravilloso mundo de hadas? ¿Es por un auténtico y piadoso acuerdo del destino y de la vida como las cosas del presente expulsan el regusto de las cosas pasadas? Había allí alguien que en el hueco de la mano había tenido muchas cosas de valor incalculable y las había perdido, y se sentía feliz y pleno y satisfecho con el pequeño rincón del mundo al borde del camino en el que se había refugiado. Y Elaine, que tenía tantas cosas deseables en el hueco de la mano, no podía resolverse a ser ni siquiera moderadamente feliz. Ni siquiera sabía si debía bajar de su pedestal a ese héroe de su niñez, o colocarlo en uno más alto; más bien se sentía inclinada a censurar que a aprobar la idea de que la mala salud y el infortunio pudiesen someter y domesticar tan completamente un espíritu antaño atrevido y errante.
La yegua dejaba ver delicados signos de impaciencia; el potrero, con sus insectos molestos y su pasto de mala calidad, no había desalojado de su imaginación la imagen de su propia cuadra provista de buen pienso. Elaine sacudió de su traje las últimas migajas de pan y montó ágilmente. Mientras avanzaba por el sendero, alejándose de la casa, acompañada por Keriway que la escoltó hasta el portón, volvió la vista hacia lo que le había parecido, poco antes, sólo una vieja y pintoresca granja, un lugar de colmenas y geranios y cobertizos con techos de dos aguas; ahora todo eso se presentaba a sus ojos como una ciudad mágica, con una corriente subterránea de realidad bajo la magia.
—Es usted una persona digna de envidia —le dijo a Keriway—; ha creado un mundo de hadas y vive en él.
—¿Envidia?
Keriway disparó la pregunta con amargura repentina. Ella bajó los ojos y vio la melancólica desdicha que había aparecido en su cara.
—Una vez —le dijo—, en un diario alemán, leí un cuento sobre una cigüeña mansa y tullida que vivía en el parque de cierta pequeña ciudad. He olvidado qué ocurría en el cuento, pero había en él una línea que siempre recordaré: "era coja, por eso era mansa".
Había creado un mundo de hadas, pero indudablemente no vivía en él.
Traducción de Carlos Cámara
* Parodia de estos versos de Wordsworth: A primerose by a river's brim/A yellow primerose was to him,/And it was nothing more.
Saki (seudónimo de Hector Hugh Munro)
(Burma, 1870 – Francia, 1916)
Refinado, mordaz, cruel, inquietante, paradójico, homosexual, deliciosamente inglés (en fin, escocés...), Saki es un maestro indiscutido del cuento corto. Hermano espiritual (y montaraz) de Oscar Wilde y precursor de Evelyn Waugh, escribió en apenas 46 años de vida muchos clásicos del género, para escarnio eterno de sus tías y deleite de innumerables lectores. Quienes hayan leído Sredni Vashtar, The Open Window, Tobermory, Laura, Gabriel Ernesto, Cross Currents, The Peace of Mowsle Barton, (por nombrar unos pocos), indudablemente nunca los olvidarán. Pero Saki es también el autor de una magnífica novela, The Unbearable Bassington (El insoportable Bassington), en la que se respira la atmósfera inigualable de sus cuentos. El texto que publicamos figura en ella como capítulo VIII.
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