(originalmente publicados como Cuentos paralelos en ARR N° 3)
LA MANO
Se había adormecido reclinado sobre su joven esposa y ella soportaba con orgullo el peso de esa cabeza de hombre, rubia y arrebolada, de ojos cerrados. Él había deslizado su brazo enorme bajo el torso ligero, bajo la cintura adolescente, y su fuerte mano descansaba abierta sobre las sábanas junto al codo derecho de la joven. Ella sonrió al ver aquella mano de hombre que aparecía allí, solitaria y alejada de su dueño. Luego dejó errar la mirada por la habitación en penumbras. Una lámpara velada dejaba caer sobre el lecho su luz carmesí.
"Demasiado feliz como para dormir", pensó.
Demasiado conmovida, también, y sorprendida de a ratos por la situación nueva en que se hallaba. Sólo hacía quince días que llevaba la vida escandalosa de las recién casadas, que saborean la dicha de vivir con un desconocido del cual se enamoraron. Conocer a un hermoso muchacho rubio, viudo reciente, experto aficionado al tenis y al remo, casarse con él un mes después: su aventura conyugal no tenía casi nada que envidiarle a un rapto sentimental. Todavía, mientras permanecía despierta al lado de su marido, como esta noche, solía cerrar los ojos largamente y luego abrirlos para disfrutar, sorprendida, con el color azul de los cortinajes novísimos en lugar de aquel rosa suave que, en su habitación de soltera, dejaba pasar la luz del nuevo día.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo dormido que descansaba junto a ella, y ella, con la encantadora autoridad de los seres débiles, cerró aún más el brazo izquierdo alrededor del cuello de su marido. Él no se despertó
"¡Qué largas tiene las pestañas!”, pensó.
Y, también para sus adentros, elogió la boca, graciosa y fuerte, la tez de ladrillo rosa, y hasta la frente, ni ancha ni noble, pero todavía libre de arrugas.
La mano derecha de su marido, junto a ella, se estremeció a su vez, y ella sintió, bajo el arco de su cintura, el viviente brazo derecho sobre el que descansaba.
"Soy pesada… Querría levantarme y apagar la luz. Pero duerme tan bien…"
El brazo se torció una vez más, débilmente, y ella ahuecó la espalda para hacerse más ligera.
"Es como si estuviese acostada sobre un animal", pensó.
Dio vuelta la cabeza sobre la almohada y miró la mano que descansaba a su lado.
"¡Qué grande es! Es cierto que yo apenas le llego al hombro."
La luz, deslizándose en los bordes de una corola de cristal azulino, chocaba contra esa mano y hacía visibles los más pequeños relieves de la piel, exageraba los poderosos nudos de las falanges y las venas hinchadas por la compresión del brazo. En la base de los dedos, un vello rojizo se curvaba como espigas bajo el viento; y las uñas chatas, cuyas estrías no habían sido borradas por la lima, brillaban bajo una capa de barniz rosado.
"Le diré que no se ponga barniz en las uñas", pensó la joven. "El barniz, el carmín, no le van a una mano… a una mano… tan…"
Un eléctrico sacudón atravesó la mano y dispensó a la joven de encontrar un adjetivo. El pulgar, horriblemente largo, en forma de espátula, se puso rígido y se alineó estrechamente junto al índice. De tal manera que la mano tomó, de pronto, una expresión simiesca y crapulosa.
—¡Oh! —dijo en voz baja la joven esposa, como si se encontrase delante de algo vergonzoso.
La bocina de un automóvil que pasaba hirió el silencio con un clamor tan agudo que pareció ser algo luminoso. El durmiente no se despertó, pero la mano ofendida se incorporó, se crispó en forma de cangrejo y se puso a esperar, lista para el combate. El sonido desgarrador se fue apagando y la mano, distendiéndose poco a poco, dejó caer sus pinzas, se transformó en un blando animal, doblado de través, agitado por débiles espasmos semejantes a los de una agonía. La uña chata y cruel del pulgar demasiado largo brillaba. Una desviación del meñique, que la joven nunca había notado, se hizo visible, y la mano tendida mostró, como un vientre rojizo, su palma carnosa.
—¡Y yo besé esa mano!… ¡Qué horror! Entonces, ¿nunca la había mirado?
La mano, turbada por un mal sueño, pareció responder a aquel sobresalto, a aquel asco. Juntó todas sus fuerzas, se abrió por entero, extendió sus tendones, sus nudos y su vello rojizo como un bárbaro ornamento de guerra. Luego, replegándose lentamente, agarró la sábana, hundió en ella sus dedos curvos y apretó, apretó con el metódico placer de un estrangulador…
—¡Ah! —gritó la joven.
La mano desapareció; el brazo enorme, liberado de su carga, se transformó al instante en cinturón protector, muralla tibia contra todos los terrores nocturnos. Pero a la mañana siguiente, a la hora de la bandeja sobre la cama, del chocolate espumoso y del pan tostado, ella volvió a ver aquella mano, pelirroja y colorada, y el abominable pulgar curvado sobre el mango del cuchillo.
—¿Quieres esta tostada, querida? La estoy preparando para ti.
La joven se estremeció y sintió que se le erizaba la piel en la parte alta de los brazos y a lo largo de la espalda.
—¡Oh!, no… no…
De inmediato ocultó su miedo, se doblegó a sí misma con valentía; y, dando comienzo a su vida de duplicidad, de resignación, de diplomacia vil y delicada, se inclinó y, humildemente, besó la mano monstruosa.
Traducción de Miguel Ángel Frontán
EL ENCAJE ROTO
Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Arce si recibía a Bernardo por esposo, soltó un "no" claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las convivencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de Órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivinaba el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso —detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen...
Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida Figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curio-sos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes..., el obispo formula una interrogación, a la cual responde un "no" seco como un disparo, rotundo como una bala. Y —siempre con la imaginación— notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: "¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice "no"? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!..."
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el "sí" no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta ei momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran estos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorable-mente.
A los tres años —cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita—, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.
—Fue la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las "pequeñeces" más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; sólo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter, algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que adoptara apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera para la cual... es un imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza —los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho —una maravilla—, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuinjuria... No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible.. Aquel "no" brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia..., ¡para que lo oyesen todos!
—¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?
—Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...
Colette
Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) transformó en uno de los principales nombres de la literatura francesa, o de la literatura simplemente, el apellido paterno. La joven provinciana recién llegada a París, obligada a escribir por su primer marido, llegó a ser uno de esos escritores que, como dijo de ella Truman Capote, recibieron el inestimable e imprevisible don del estilo. Actriz itinerante, luego de un divorcio que la obligó a ganarse duramente la vida, mimo de gran talento, periodista, vendedora de productos de belleza, novelista refinada y popular, avezada cuentista (el lector juzgará leyendo nuestra traducción de La mano), ensayista aguda, la maravillosa Colette, soberanamente indiferente a los avatares políticos y a las emociones patrióticas, se nos presenta hoy, sin embargo, como una de las más perfectas encarnaciones del escritor y de la sociedad franceses. Admirada por Proust, por Claudel, por Gide, disfrutó, al mismo tiempo, del amor casi reverencial de su pueblo, y aún del "petit peuple", para quien era simplemente, inolvidablemente, Madame Colette.
Emilia Pardo Bazán
La Biblia, el Quijote y la Ilíada fueron los entretenimientos de la infancia de Pardo Bazán; una infancia tan fascinada por la literatura que ya a los nueve años escribió sus primeros versos. Su familia, todos los inviernos, dejaba La Coruña por Madrid, donde la pequeña condesa estudió en un colegio francés la lengua y la literatura galas. En aquellas aulas matritenses aprendió a amar a Racine y a La Fontaine. En 1868 se casó con José Quiroga, de quien se separaría luego de que éste le exigiera renunciar a la literatura a raíz del escándalo producido por la publicación de su ensayo La cuestión palpitante. El joven matrimonio vivió en Francia y viajó por Europa. Así fue como doña Emilia se familiarizó con la literatura francesa, Hugo y el naturalismo, que tanta influencia tendría en su propia obra, y aprendió el inglés y el alemán. Luego de su separación, una larga relación amorosa la unió por más de veinte años a Benito Pérez Galdós. La tribuna, su tercera novela, publicada en 1882, es considerada como la primera novela naturalista española. De 1886 data la que generalmente es reconocida como su obra maestra, Los pazos de Ulloa. E. Pardo Bazán murió en Madrid, a los setenta años, en 1921.
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