sábado, 24 de abril de 2010

MADEMOISELLE STÉPHANIE

Georges Clemenceau
(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 6)

En los tiempos de mi más tierna infancia, el reinado sobre mi pueblo pertenecía, sin lugar a dudas, a Mademoiselle Stéphanie. Esa soberanía, como se adivinará, era puramente moral, ya que Léopold Lacour no había introducido aún en la ley la humanidad integral llamada a completar la tiranía masculina con el despotismo femenino.
Pese a eso, Mademoiselle Stéphanie era reina gracias a su autoridad personal. No por su belleza, ya que era gibosa, deforme, desgarbada, amarilla como un membrillo bajo la pequeña cofia de seda negra con bordes de puntilla blanca. No por su bondad, ya que era demasiado fastuosa como para dedicar su tiempo a ocuparse de los pobres de otra manera que no fuese por intermedio del señor cura. Tampoco por la vastedad de sus conocimientos, ya que no sabía leer. Para decirlo en pocas palabras: reinaba, simplemente, gracias al poder del dinero. Y, sin embargo, distaba mucho de ser la más rica del pueblo. Simplemente, gastaba sin contar, y si eso le granjeaba el desprecio discreto de las viejas familias burguesas que se enorgullecen de acumular, también le ganaba la estima del vulgo que quiere que lo deslumbren.
Mi pueblo, sin embargo, no es uno de esos terruños perdidos que se maravillan con cualquier cosa. Si vienen ustedes a visitar los peñascos, les mostraré cierta encina al pie de la cual dos chuanes fueron fusilados durante las guerras..., al menos de acuerdo con la leyenda. Y mientras se encuentran ustedes en lo alto, les haré ver, entre las retamas y las encinas, las casas blancas de Réaumur, donde nació el famoso fabricante de termómetros que no inventó la escala centígrada. No es fácil impresionar fácilmente a gente que tiene semejantes recuerdos.
Eso no es todo. Es bueno que sepan, además, que en ese rincón de la Vendée un hálito poético pasa no se sabe cómo por los caminos profundos bordeados de altos montes. Podrán leer en el cementerio —letras de oro en el mármol negro— el poema que compuso el médico local para la muerte de su hija, y, al pasar junto a la fuente, tendrán la dicha de descifrar en ella la siguiente inscripción:

                                Brotaba del soberbio Helicón Hipocrena.
                                Yo soy fuente también, aunque aquella no sea, 
                                Mi actual belleza debo al alcalde, Bruneau,
                                Quien quiso hacerme útil y me reconstruyó.

¡Que haga otro tanto quien pueda! Y, sin embargo, hay algo aún mejor. Era casi de mi pueblo el vicepresidente del Círculo de Labradores que, en 1848, mucho antes que Marx, Lassalle, Jules Guesde y Thivrier, encaró de lleno la cuestión social y la resolvió con estos versos sencillos :
 
                                ...los unos a los otros tenemos que ayudarnos.
                                Que uno labre la tierra y el otro la posea.

¿Qué piensa tu socialismo agrario, oh Jaurès, de este hallazgo?
Valgan estas breves explicaciones para dar mayor realce al maravilloso poderío que hizo que Mademoiselle Stéphanie reinase sobre todo un pueblo. El caso es tanto más notable cuanto que nada parecía designar en principio a la rústica soberana para tan alto destino. Era evidente que había nacido solterona, torcida, desde el primer día, como un caracol. Además era pobre, muy pobre, aunque perteneciese a la pequeña burguesía de la región, ya en el límite de la plebe campesina cuya cofia siempre conservó.
Vivía, solitaria, en una casita llena de musgo y de siemprevivas, en la esquina de la plaza de la iglesia. Se pasaba el día, clavada en la silla por su horrible cojera, mirando por la ventana cómo vivía ese mundo que le estaba vedado. ¡Cuántas veces, al pasar por un pueblo, he visto esas blancas cabezas arrugadas asomándose por entre las cortinas, llenas de curiosidad por la vida lejana! Los pies junto al brasero, delante de la mesita en que se amontonan hilo, agujas, tijeras, ovillos de lana, la anciana que cose, borda o remienda interroga con la mirada los movimientos de afuera, piensa en la carreta que pasa, en el rebaño que ya tendría que haber pasado, en un transeúnte inesperado. Estrecho horizonte, suficiente para quien siente cómo la jaula terrestre se va estrechando hasta los límites cercanos de la tumba. Pero esa mujer acaso fue joven: habrá vivido épocas de alegría y de sufrimiento. Para Mademoiselle Stéphanie, nada.
Allí vivía desde siempre, inmóvil, aceptando el destino, sin desear tener piernas sólidas más de lo que hubiese deseado tener alas, ni buena ni mala, por incapacidad de hacer nada, entretenida con los escándalos cotidianos y sin murmurar nunca del prójimo como no fuese para distraerse. Los domingos, sin que nadie supiese cómo, se arrastraba hasta la iglesia en que poseía su asiento. Después del oficio se sucedían las visitas. Todo un clan de solteronas.
El Imperio, con sus grandes matanzas, hizo mucho por la virginidad burguesa, que, según se dice, abre de par en par las puertas del Cielo. Mi pueblo, por aquellos tiempos, estaba atestado de vírgenes sin uso. Me aseguran que, desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Estaba Mademoiselle Roy, quien me enseñó el arte de escribir con buena letra después de ser la austera iniciadora de dos generaciones precedentes. Estaba Mademoiselle Soulet, quien paseaba por los caminos una cara rojiza batida por los alerones de una cofia en forma de rueda. Estaban, sobretodo, las señoras Bruneau, las primas del reconstructor de la fuente que no es Hipocrena: Henriette, embebida de biliosa piedad; Julie, rebosante de devoción sanguínea. Una, triste y muda, pronunciando por aquí y por allá, con su voz nasal, alguna frase agria; la otra dándole rienda suelta a las intemperancias de su buen humor.
Todo esa gente, que, ignorándolo todo de la vida, tenía ideas muy estrictas sobre todas las cosas, se mantenía estrechamente unida por los prejuicios comunes en que residía a sus ojos todo el valor de la existencia. A falta de amarse profundamente, toda esa gente se estimaba de manera superficial. Es un bien que no debe desdeñarse. Todos los gestos, las inflexiones de voz de la amabilidad campechana, de la bondad afectuosa, se encontraban allí a plena luz, rematados en la sombra con gestos de dureza que aún recuerdo. En ciertos días establecidos de antemano se reunían para jugar a la lotería, en la que yo me sentía dichoso de ocupar un lugar, sobre todo por las galletas cuya receta lamento tanto que se haya perdido. El grupo se completaba con otra solterona; una campesina sordomuda que se ganaba la vida cosiendo y que gastaba su magro sueldo en hacer ofrendas a todos los santos del paraíso, delante de cuyas imágenes elevaba sus plegarias gesticulando y con ladridos inconscientes que me daban miedo.
Así vivía Mademoiselle Stéphanie, sin añorar nada, sin esperar nada: dichosa, creo yo. Y entonces, precisamente, le ocurrió algo que no se esperaba. Recibió una herencia: cien mil francos que un tío bisabuelo le dejó para burlarse de sus herederos, los que, según pensaba, lo habían cuidado demasiado bien como para hacerlo de manera desinteresada.
¡Qué acontecimiento en aquel pueblo! Durante todo un año las lenguas no tuvieron descanso. Mademoiselle Stéphanie fue la única en resistir el golpe sin pestañear. Durante dos meses permaneció encaramada en su silla, siempre atenta a cuanto ocurría en la plaza de la iglesia, pero echando sobre el mundo miradas de revancha que inquietaban a sus visitas.
El cura, desde el primer día, había acudido, súbitamente enamorado de la lotería. Justamente se encontraba en negociaciones con Roma por un lote de reliquias, para las cuales ya se había edificado una capilla suplementaria. Por desgracia, no se había logrado obtener más que dos brazos de santo con un pie en la punta: una miseria. Ofreciendo el dinero necesario se podía llegar a conseguir el cráneo y, quizás, las costillas. ¡Qué gloria! Ocurrirían milagros, seguramente. Pero hacía falta dinero. ¿Dónde encontrarlo? Mademoiselle Stéphanie, mientras escuchaba sin decir una palabra, sembraba su cartón de garbanzos que servían como fichas, y gritaba "cartón lleno" una y otra vez. Un golpe de suerte  nunca viene solo.
Sin embargo, Mademoiselle Stéphnaie abandonó de pronto su modesto alojamiento. En ocho días los viejos muros cayeron bajo los picos y pronto se alzó una magnífica casa nueva, con una escalinata —adornada con un pasamanos de hierro llegado, según se rumoreó, de París— que daba a la plaza. La locura del reino daba comienzo. Había en esa mujer ignorada algo de Napoleón, sin los excesos de Sarah Bernhardt. Sordamente rabiosa debido a su inacción, quería ahora deslumbrar, dominar. Y deslumbró; y dominó. Su universo, felizmente más pequeño que el del Corso, le resultó suficiente. Primera ventaja con respecto al hombre de Austerlitz: darse cuenta de que el imperio de Carlomagno y la plaza del pueblo, vistos desde la vía láctea, tienen exactamente la misma importancia. Por fin, gracias a un favor del hado, ella evitó Santa Elena y, como desconocía el abecedario, no nos dejó ningún libro de memorias.
La destrucción de unas cuantas casuchas le dejó a la nueva casa espacio para un jardín bastante amplio, en el que los alcauciles, las dalias, los claveles de China y los repollos mezclaban lo útil con lo agradable. Un hermoso gallinero pintado de verde mostraba en letras doradas la siguiente inscripción: "Pájaros del cielo, bendecid al Señor". Ni las gallinas ni la propietaria hubieran podido leer la piadosa recomendación. Sin embargo, con la bendición divina, las gallinas engordaban y se reproducían, asociadas a la humanidad en el acto de adoración hasta el día en que el apetito del adorador más fuerte llevaba las de ganar.
En su jardín, Mademoiselle Stéphanie, apoyándose en una muleta, tomó la costumbre de caminar dando saltitos y, llena ahora de coraje, se aventuró a salir de su casa. ¡Oh, sorpresa! Los que antaño se burlaban de ella ya no se reían. Incluso muchos hallaban que su cojera no carecía de encanto. Es cierto que una cruz de diamantes, cuya aparición trastornó el pueblo, se balanceaba sobre su pecho. Milagro de la piedad empedrada.
Nos estaban reservadas otras sorpresas. En lugar de recibir a las visitas en su dormitorio, como todo el mundo, y de mantener la sala cerrada para preservar la frescura de las flores artificiales, que constituyen, debajo de la campana de vidrio, el adorno de la penumbra, Mademoiselle Stéphanie se instaló en una gran sala llena de luz, de cara a la iglesia, y dominaba con altanería la plaza y las modestas casas de los alrededores.
Y, adivinen ustedes, ¿qué se vio en esa sala? Un faisán dorado, embalsamado, colocado sobre un extraño mueble, una especie de gran caja de caoba de la que salía una manivela. Ahora bien, sepan que ese mueble era ni más ni menos que un organito. Mademoiselle Stéphanie había revelado ser música y, sin necesidad de profesor, se instalaba delante de su máquina y, con todas las ventanas abiertas, inundaba el pueblo de armonía. Era una alegría verla con su aparato musical, muy seria, sin una sonrisa, mientras la mano temblorosa le daba a la manivela, con un bamboleo de todo su cuerpo informe, mientras miraba cómo saltaba el faisán que bailaba con los movimientos del aparato.
Un coche, tirado por dos caballitos bretones, llevó al colmo la estupefacción pública. Campanitas colgadas por todas partes y chasquidos de los latigazos que el cochero tenía orden de dar mientras atravesaban el pueblo. El emperador, en su gran París, hacía, en comparación, mucho menos ruido con la artillería de los Inválidos. Cada uno hace el ruido que puede.
La cumbre suprema de todo esto fue la donación de vitrales a la iglesia, con un panel especial en el que figuraba la imagen de la donadora. Ya no contrahecha y feamente torcida, sino derecha a más no poder y rosada de juventud debajo de su pequeña cofia blanca. Había que oírla decir, al señalar la imagen: "Ya ve usted, soy yo misma."
A partir de ese momento no tuvo más oposición, y se ganó, sin vueltas, el favor de "la opinión pública".
Y luego, casi en seguida, con una muestra de filosofía poco común, Mademoiselle Stéphanie, juzgando que su ambición estaba satisfecha, se murió. Su iglesia le hizo funerales espléndidos.
Desgraciadamente, el inventario reveló que en diez años había devorado toda la herencia y que, encima, debía unos cien mil francos. Pero a nosotros, ¿qué puede importarnos? El Señor tenía su vitral, y, a pesar de la factura sin pagar, quiero creer que habrá querido, allá en lo alto, aprovechar las dotes de Mademoiselle Stéphanie, poniéndola al servicio de los órganos celestiales que rigen la armonía de las cosas.

Traducción de Miguel Ángel Frontán

El autor


El nombre de Georges Clemenceau (1841-1929) resume buena parte de la historia de la República Francesa. Republicano radical, pero opuesto tanto al socialismo como a la política de expansión colonial de la izquierda llevada a cabo en nombre de la civilización, defensor del capitán Dreyfus desde las páginas de su diario Aurore, durante la "Gran Guerra" Clemenceau se transformó en la encarnación del nacionalismo francés y pasó a ser para siempre el "Viejo Victoria", como lo apodó el pueblo con cariño. Este polemista de talento, temible orador, notable anticlerical, dejó a su muerte un libro de recuerdos de su infancia en la muy católica Vendée que puede hacer lamentar que su nombre sólo subsista entre las grandes figuras de la República y no entre los escritores de Francia.

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