miércoles, 27 de octubre de 2010

YOU MENG Y EL CABALLO DEL REY

Sima Qian
(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 5)

You Meng fue antaño músico en el reino de Tchu. Medía casi dos metros, tenía un gran sentido del humor y poseía una lengua acerada; pero sus ideas resplandecían, sobre todo, en aquello que callaba.
El rey Zhuang tenía un caballo al que quería muchísimo. Su montura era de brocado, su caballeriza estaba junto a la sala principal del palacio, dormía en un lecho recubierto con mantas preciosas y se lo alimentaba únicamente con bayas de azufaifo. La consecuencia fue que se puso tan gordo y pesado que terminó muriéndose. El rey quiso, entonces, que sus principales vasallos se vistiesen de luto y que su caballo fuese enterrado en dos féretros, de acuerdo con los ritos reservados para los grandes funcionarios. Los consejeros del rey no estaban de acuerdo y pensaban que tal cosa no era algo decente. Fue entonces cuando el rey dio la orden siguiente: “Quienquiera que se atreva a hacer críticas en lo que respecta a mi caballo, será condenado a muerte.”
You Meng se enteró de la orden del rey y se presentó en palacio llorando a gritos y con los ojos y las manos levantados al cielo. El rey, sorprendido, le preguntó qué le ocurría.
Ese caballo era el favorito de Su Majestad respondió You Meng. El reino de Tchu es un grande y extenso país capaz de satisfacer todos los deseos de Su Majestad. Enterrar a ese caballo con los honores debidos a un alto funcionario no es nada. Yo solicito que se lo entierre como a un príncipe.
¿Qué dices? preguntó el rey.
Solicito que tenga un féretro interior de jade continuó You Mengy uno exterior de madera de catalpa con adornos de cedro y alcanforero; que Su Majestad ordene que los soldados caven la tumba y que hasta los viejos y los enfermos transporten la tierra; que los embajadores de los reinos de Qi y de Zhao encabecen el cortejo fúnebre y que los de Han y de Wei vayan detrás del féretro; que Su Majestad ordene que le sean sacrificados búfalos en su templo y que se le adjudiquen, para mantener su culto, los réditos de un feudo de diez mil hogares. Cuando los príncipes feudales se enteren del decreto, sabrán así que Su Majestad desprecia a los hombres y honra a los caballos.
¿Tan grande es mi culpa? dijo el rey. ¿Qué tendría que hacer?
Que Su Majestad respondió You Mengle otorgue el entierro propio de los animales: que una gran marmita sea su féretro interior, que un horno sea su féretro exterior, que Su Majestad ordene que se lo condimente con jengibre y azufaifa y que descanse sobre un lecho de hojas de magnolia; que se le haga una ofrenda de arroz; que se lo envuelva en un sudario de fuego y que, al fin, se lo entierre en el vientre de los hombres.
Entonces el rey confió el cadáver del caballo al cocinero y no se habló más.

Traducción del francés de Miguel Ángel Frontán

El autor
Sima Qian (145-86 A. C), maestro de la prosa clásica, es el célebre autor de la primera historia general de la civilización china, las Memorias Históricas, escritas hacia el año 140 antes de Cristo, con las que se convirtió en algo así como el Heródoto genial y el Plutarco encantador de la dinastía Han. En sus Memorias Sima Qian creó, sin saberlo, un nuevo género literario. Al final de sus crónicas tuvo la idea de agregar pequeñas biografías noveladas de los protagonistas; pero no se trataba sólo de emperadores y de poetas: asesinos, bufones, oscuros funcionarios tienen allí su lugar. El nuevo género, no sin paralelo con las paralelas vidas de nuestro Plutarco, o con, conoció en las manos de los escritores un inmenso éxito a lo largo de veinte siglos de literatura china. En Occidente, las Brief Lives de John Aubrey y, más tarde, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, los Excéntricos victorianos de Edith Sitwell y los cuentos del Borges de Historia universal de la infamia perpetúan la tradición.

domingo, 17 de octubre de 2010

EL ASNO Y EL LORO / EL MONO Y EL LORO

Italo Svevo / Alphonse Allais
A Rascal Rat Nº 7 - Minicuentos paralelos.


EL ASNO Y EL LORO

Había en un molino, además del asno que hacía girar la rueda, un loro que sabía decir pobrecito y el nombre del amo y muchas otras cosas. Se enfermaron los dos y vino el médico.

—¡Es por mí! —dijo el loro—. Me cuidan porque tengo plumas hermosas.

—¡Pero no! —respondió el asno—. Al médico lo llamaron por mí, porque soy yo el que hago girar la rueda.

—¡Pero yo sé decir pobrecito!

—Pero yo hago girar la rueda.

—Pero yo lo saludo al amo cuando pasa.

—Pero yo hago girar la rueda.

El médico curó al asno y dejó morir al loro.

Así está hecho el mundo, y es de maravillarse que el gris de la piel del asno no recubra toda la tierra y no desaparezcan del todo las encantadoras plumas coloreadas.

Traducción de Carlos Cámara


EL MONO Y EL LORO

Hablando de loros, ¿conocen la fábula persa "El mono y el loro", ficción tan ingeniosa y a la vez tan fértil en enseñanzas de todo tipo?

No la conocen, me dicen; hubiera apostado a que era así.

Desgraciadamente, para contarla bien haría falta la pluma del viejo La Fontaine o la del joven Franc-Nohain, y yo no tengo a mi disposición ninguno de esos dos utensilios.

Conformémonos entonces, por esta vez, con una excelente prosa a lo Fléchier, si puedo expresarme así:

Había una vez, en el mismo palacio, un mono y un loro.

Y había todo el tiempo, entre esos dos animales, eternas discusiones sobre sus méritos personales.

—Yo —decía el mono— hago muecas como el hombre. Como el hombre, gesticulo. Mis patas de atrás son piernas y pies, las de adelante brazos terminados en manos. De un poco lejos se me tomaría por un hombre, un hombre pequeño, pero un hombre.

—Yo —decía el loro— nunca he tenido la tonta pretensión de hacerme pasar por un hombre, pero del hombre poseo el más bello atributo, ¡la palabra! Puedo recitar versos hermosos y cantar músicas inefables.

—Yo puedo hacer pantomimas —replicaba el mono.

— ¿Pantomimas? —decía el loro, riendo con sorna y encogiéndose de hombros—. ¡La pantomima, arte inferior, último recurso de comicastros afónicos!

—¡Arte inferior! —se indignaba el mono—. ¿Entonces usted no ha leído la última crónica de Mendès sobre la pantomima?

— ¡No! —replicaba el loro en tono seco.

En una palabra, el mono era partidario del Gesto, y el loro del Verbo.

¿Cuál de estos era superior y se encontraba más cerca de la humanidad: el Gesto o el Verbo? That was the question.

¡Un día la disputa tomó proporciones desmesuradas y nuestros dos animales estuvieron muy cerca de irse a las… patas!

Felizmente, el escándalo se evitó gracias a una aguda ocurrencia de nuestro mono, que se quedó con la última palabra:

—¡Usted hace muecas, yo hablo! —repetía el loro por milésima vez.

—Hablas, hablas —se impacientó el mono—. Pues bien, ¿y qué otra cosa hago yo, especie de idiota, desde hace una hora que estamos aquí discutiendo tontamente?

Con lo que el loro tuvo que cerrar el pico.

Traducción de Carlos Cámara


Los autores

Italo Svevo

La importancia de Italo Svevo (Trieste, 1861 - Motta di Livenza, 1928) en la literatura contemporánea se debe, sobre todo, a su novela La coscienza di Zeno (1923), obra capital que apoyándose, con desconfianza, en las doctrinas freudianas, analiza minuciosamente las experiencias vitales del protagonista; obra que, por lo demás, probablemente no habría escrito ni publicado nunca de no haber sido por la admiración y el aliento de James Joyce, su profesor de inglés, que lo sacó del desánimo en que lo había sumido la tibia recepción que habían merecido sus dos novelas anteriores, Una vita (1892) y Senilità (1896). Pero además de las obras por las que es mundialmente conocido, Svevo escribió cuentos, en su mayor parte inconclusos, en que aborda con sutileza, originalidad y delicado humor sus obsesiones características: la frustración, la soledad, las aspiraciones vanas, la impotencia, la vejez.





Alphonse Allais

Nacido en Honfleur en 1854, muerto en París en 1905, Alphonse Allais creaba, según Jules Renard, "como Dios, de la nada", en una improvisación siempre eficaz y con fantasía inagotable; salvo que, a diferencia de la "Otra", la creación de Allais, desconocedora de angustias y tragedias, es una pura fiesta del ingenio. Patafísico avant la lettre sin desfallecimientos, prodigó en su obra prolífica los juegos y construcciones verbales que, mucho más tarde, darían celebridad a escritores como Queneau y Perec. Fabricaciones absurdas, como su cuadro "Estupor de jóvenes reclutas al ver por primera vez tu azul, oh Mediterráneo" (un simple rectángulo azul), anuncian, en el tono que sin duda más conviene a "hallazgos" de este tipo, el humorístico, producciones del arte contemporáneo como el famoso bleu de Klein. Su obra consta de cientos de cuentos, artículos, poemas, invenciones y pensamientos estrafalarios, así como de algunas obras de teatro. La presente "fábula" pertenece en su libro Pour cause de fin de bail.





sábado, 9 de octubre de 2010

EL PRÍNCIPE Y LA MANZANA

Wenceslao Fernández Flórez
A Rascal Rat Nº 7 - Cuento escondido

El príncipe Alejo Kortikoff era increíblemente rico e increíblemente poderoso. Cuando se vio amenazado por la revolución huyó llevándose un solo brillante, de todas sus riquezas; un brillante del tamaño de una ciruela claudia: el mayor de Europa, vinculado con la familia de los Kortikoff desde los tiempos de Pedro el Grande. Su Valor era tan exorbitante, que ningún joyero lo pudo comprar. Se lo ofrecieron al rey de Inglaterra, y al rey de Inglaterra le gustó mucho, pero lo devolvió diciendo:
—Si adquiriese esta piedra, no me quedaría ni el dinero preciso para encargarme un chaquet.
Los joyeros aconsejaron entonces la fragmentación del brillante, pero el altivo aristócrata se resistió a aniquilar la joya que había sido el orgullo de su estirpe. Prefirió guardarla en un banco en espera de tiempos propicios.
Lanzado a la miseria, el príncipe Kortikoff siguió el camino de casi todos los grandes señores rusos y obtuvo una plaza de camarero en un restaurante de lujo de Paris. Llevaba el frac con tanta distinción y servía tan exquisitamente, que las mesas de su turno estaban siempre ocupadas. Comenzó a padecer de los pies, pero ganaba bastante para no considerarse muy desgraciado. De pronto, su carácter cambió; se hizo más hosco y taciturno, contestaba con monosílabos y una idea fija conservaba constantemente fruncido su entrecejo. Una noche el opulento norteamericano Frederic Scott, asiduo parroquiano del príncipe, le dio, como acostumbraba, al pagar la cuenta, una copiosa propina.

—Querría pedirle a usted un favor —dijo Kortikoff, entonces —. Más que este dinero que me ofrece, apreciaría que utilizase usted el tenedor y el cuchillo para mondar las manzanas.
El señor Scott se puso que encarnado, porque era verdad que mondaba la fruta como una zafia doméstica puede mondar una patata. Contesto sinceramente:
—No puedo, Alejo Semenovitch. Lo he intentado mil veces, y otras tantas vi salir la manzana del plato, con más o menos rapidez. Monto a caballo como un cow-boy, juego al tenis, abro las latas de conserva cuyas llaves se han extraviado, hago yo mismo el lazo de mi corbata y puedo reparar cualquier avería en una instalación eléctrica. Pero me es imposible mondar una manzana con el auxilio del tenedor. Me falta habilidad y sé que no lograré conseguirlo nunca.
—Tome usted otro postre —aconsejó el príncipe.

—Necesito una manzana después de cada comida, para digerir sin demasiados tormentos.
Al día siguiente, Kortikoff se negó a acudir al llamamiento del yanqui. El dueño del restaurante tuvo una conferencia con el príncipe.

—¿Por qué no quiere usted a servir al señor Scott? El señor Scott es un gentleman.
—No lo dudo.

—Es un buen cliente de la casa.
—Sin duda.

—Le aprecia a usted.
—Acaso. Pero el señor Scott no sabe mondar las manzanas. Sufro mucho. He creído que podría habituarme a verle proceder así, pero no lo he logrado. Lejos de eso, cada día me martiriza más.

—Alejo Semenovitch —dijo el patrono —, es necesario que usted atienda al señor Frederic Scott.
El ilustre camarero no arguyó nada. Salió, pero en vez de dirigirse a su puesto, siguió el pasillo que conducía a un cuarto pulcro y pequeño sobre cuya puerta campeaba en una planchita de esmalte una sola palabra suficientemente significativa: la correcta palabra Dames. Sentada ante aquella puerta, vestida de negro, con un mandil y un cofia blanca, gorda y digna, dispuesta siempre a ofrecer una breve toalla del montón que tenía a su alcance, estaba la princesa Ana Petrowna, ganándose la vida, tan admirable y solemne que, por el placer de verse servidas por ella, muchas de las señoras que acudían al restaurante no vacilaban en hacerse sospechosas de padecer poliuria. Fue la única persona de quien se despidió el príncipe al abandonar su cargo.
—Adiós, Ana Petrowna —dijo, sencillamente—. He decidido marcharme.
Besó la mano de la egregia empleada y cinco minutos después se paseaba, triste, pero altivo, por el bulevar de los Italianos.




El autor
Wenceslao Fernández Flórez (1885 - 1964) fue un escritor,  periodista y humorista español (por su nacionalidad y la lengua en que escribió) y gallego (por su temperamento y el amor por el terruño reflejado en sus libros). Su obra se caracteriza por un humor elegante y escéptico que fácilmente se abre a lo fantástico. Espíritu crítico, conservador incómodo, antes de la Guerra Civil tuvo que huir de la España republicana, amenazado de muerte por haberle negado su simpatía al Frente Popular y, sin duda, por haber osado expresar sin ternezas su visión de la izquierda ("El marxismo, religión de presidiarios, de fracasados, de envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de gente de cubil..."); el franquismo, más tarde, lo acogió y aun lo honró, aunque no sin desconfianza, debido a las críticas acerbas con que en más de una ocasión fustigó al régimen y a los ataques que, desde una óptica liberal, dirigió en su momento al clero, los militares y la justicia. El príncipe y la manzana pertenece a su novela El ladrón de glándulas, de 1929, que, con muy pocos cambios, bien hubiera podido ser un relato de Adolfo Bioy Casares.

domingo, 3 de octubre de 2010

EL PUÑAL ENCANTADO / EL PUÑAL

Alexandra David-Néel / Jorge Luis Borges
A Rascal Rat Nº 7 - Cuentos paralelos.

EL PUÑAL ENCANTADO

Según los tibetanos, no sólo los animales son susceptibles de estar “poseídos”; los objetos insensibles también pueden estarlo.

Más adelante veremos los procedimientos gracias a los cuales los magos creen que pueden hacer que su voluntad entre en los objetos. Por otra parte, se dice que ciertos objetos que fueron usados en los ritos de magia no deben ser conservados en casa de laicos o de monjes no iniciados, por temor a que los seres peligrosos que fueron subyugados con ellos se venguen en el actual propietario si éste ignora la manera de defenderse.

Le debo a esa creencia popular la posesión de algunas piezas interesantes. Muchas veces, quienes habían heredado ese tipo de objetos me rogaron que los librase de ellos.

Un día la suerte me tocó de manera lo bastante singular para merecer que lo cuente. Durante un viaje me encontré con una pequeña caravana de lamas y, charlando con ellos, como es común en esos caminos donde escasean los viajeros, me enteré de que llevaban con ellos un purba, es decir, un puñal mágico, que había sido causa de varias calamidades.

Ese utensilio ritual había pertenecido a un lama que había sido el jefe de todos ellos y que había muerto hacía poco. El puñal comenzó sus fechorías cuando todavía estaba en el monasterio: de tres religiosos que lo tocaron, dos murieron y el tercero se quebró una pierna al montar a caballo. El asta de una de las grandes banderas de bendición plantadas en el patio del monasterio se rompió por entonces, lo que constituía un muy mal presagio. Aterrados, pero sin animarse a destruir el purba por miedo a mayores desgracias, los monjes lo encerraron en un armario, en el cual se empezaron entonces a oír ruidos. Al final, se decidieron a colocar el objeto nefasto en una pequeña gruta aislada, consagrada a una divinidad, pero los pastores de esa región, que viven en tiendas de campaña, amenazaron con una oposición activa. Traían a cuento la historia de un purba que —nadie sabía dónde ni cuándo— se había puesto solo en movimiento en el aire, hiriendo y matando a cantidad de personas y animales.
Los desdichados poseedores del puñal mágico, cuidadosamente encerrado en una caja y envuelto en papeles escritos con conjuros, parecían extraordinariamente afligidos. Sus rostros angustiados me eran obstáculo para cualquier mofa. Además, yo me sentía llena de curiosidad por ver el arma embrujada.
—Permítanme ver el purba —les dije—. Quizás encuentre alguna manera de ayudarlos.
Los monjes no se atrevían a sacarlo de la caja, pero al fin, luego de una larga conversación, me permitieron que lo sacase yo misma. Era una pieza muy antigua e interesante; sólo los monasterios más importantes tienen purbas de ese tipo. El deseo de poseerlo comenzaba a despertar en mí; quería tenerlo, pese a que los lamas por nada del mundo lo hubieran vendido. Tenía que reflexionar y encontrar una idea.
—Acampen ustedes con nosotros esta noche —les dije a los viajeros—, y déjenme el purba, a ver si se me ocurre algo.
Mis palabras no constituían ninguna promesa pero la perspectiva de una buena cena y de un momento de charla con mis sirvientes, para distraerse de sus preocupaciones, terminaron por decidirlos.
Cuando cayó la noche me alejé de las tiendas, llevando ostensiblemente conmigo el puñal, cuya presencia fuera de la caja y sin que yo estuviese presente hubiera aterrorizado a los crédulos tibetanos.
Cuando pensé que estaba lo suficientemente lejos, clavé en la tierra el instrumento que era causa de tanto desasosiego y me senté encima de una manta, pensando qué podría decirles a los lamas para persuadirlos de que me lo cediesen.
Allí estaba desde hacía algunas horas, cuando me pareció ver dibujarse la forma de un lama cerca del lugar donde había clavado el puñal mágico. Lo vi avanzar e inclinarse cuidadosamente; una mano salió lentamente de debajo del manto en el que el personaje, que me parecía borroso en las tinieblas, estaba envuelto, y se alargó para apoderarse del purba. De un salto, me puse de pie y, más rápida que un ladrón, lo agarré la primera.
Bueno, no era yo la única tentada por el puñal. Entre los que querían deshacerse de él había alguien menos ingenuo que sus compañeros, que conocía su valor y quería venderlo a escondidas. Debía pensar que yo me había dormido. Seguramente, habrá pensado, no me daría cuenta de nada. Al día siguiente, la desaparición del puñal hubiese sido atribuida a algún tipo de intervención oculta, y una anécdota nueva habría nacido. Realmente era una lástima que un plan tan bien concebido no tuviese éxito. Pero yo aferraba el arma mágica con tanta fuerza en mi mano crispada que los nervios, excitados por el suceso y estimulados por la presión de la carne sobre las asperezas del mango de cobre repujado, me daban la impresión de que se movía un poco por sí misma... ¿Y el ladrón? ... A mi alrededor, la llanura tenebrosa estaba desierta. El bribón, pensé, habrá huido mientras yo me agachaba para arrancar el puñal del suelo.
Fui corriendo hasta las tiendas. Era muy simple, el que no estuviese allí o llegase detrás mío, ese tenía que ser el pillo. Me encontré con que todos estaban despiertos, recitando textos religiosos para protegerse contra los poderes malévolos. Le dije a Yongden, mi compañero, que viniese a mi tienda.
—¿Cuál de ellos salió del campo? —le pregunté.
—Ninguno —me respondió—. Están todos casi muertos de miedo. Hasta me tuve que enfadar porque, para hacer ciertas necesidades, no se atreven a alejarse lo suficiente...
Yo había sido, entonces, víctima de un espejismo, pero eso mismo podía llegar a serme útil...
—Oigan —les dije a todos— lo que acaba de ocurrirme...
Con toda franqueza les hice el relato del espejismo que había tenido y de las dudas sobre su probidad que eso había hecho brotar en mí.
—Es nuestro gran lama, sin lugar a dudas, es él —dijeron todos—. Quería retomar su puñal y quizás la habría matado si hubiese podido apoderarse de él. Ah, señora, usted es una verdadera iniciada, aunque para algunos sólo sea una extranjera. Nuestro padre y jefe espiritual era un mago poderoso y sin embargo no pudo recuperar su purba. Quédese con él, puede conservarlo ahora, ya no le hará daño a nadie.
Hablaban todos juntos, con excitación, al mismo tiempo aterrados porque el lama mago, mucho más temible desde que pertenecía al otro mundo, había pasado tan cerca de ellos, y dichosos porque se habían librado del puñal encantado.
Yo estaba feliz como ellos, pero por otra razón: el purba era mío por fin. Sin embargo, por honestidad no quise aprovecharme de su turbación para arrebatárselo.
—Piénsenlo —les dije—, quizás fue una sombra la causa de mi engaño... Quizás me adormecí sentada y todo fue un sueño.
Ni siquiera quisieron escuchar esa explicación. El lama había venido, yo lo había visto, él no había podido recuperar el purba, por lo cual yo era, gracias a mi poder superior, la propietaria legítima del puñal... Confieso que me dejé convencer fácilmente.

Traducción de Miguel Ángel Frontán


EL PUÑAL
A Margarita Bunge
En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.



Los autores

Alexandra David-Néel

Es dificil presentar en pocas palabras a la escritora talentosa e incansable viajera que fue Alexandra David-Néel (1868-1969). En su juventud fue cantante de ópera, anarquista, iniciada en la masonería, ferviente estudiosa de las lenguas orientales. Es en 1890 cuando la joven mujer, gracias a una pequeña herencia, va a recorrer durante un año casi toda la India. Desde entonces, fascinada por la filosofía budista, Alexandra tendrá un único objetivo: penetrar en el Tíbet. En 1911, la viajera impenitente deja a su marido en el muelle de Marsella con la promesa de volver dieciocho meses más tarde. Alexandra permanecerá en Asia hasta 1925, perfeccionando el sánscrito y el tibetano, recorriendo a pie grandes extensiones del Asia Central, viviendo como religiosa ermitaña a 3.900 kilómetros de altura; pasará clandestinamente un año y medio en Lhassa. En 1928 se establece en Digne, Provenza, único lugar de Francia que tiene algo del aire transparente del Tíbet. Los viajes cada vez más arriesgados y los libros fascinantes se suceden. A los cien años, la vieja dama andariega hizo renovar su pasaporte : aún quería volver al Tíbet.





Jorge Luis Borges

Estrictamente hablando, el texto de Borges, incluido en su libro El otro, el mismo, es un poema, y no un cuento; pero es sabido que, tratándose de Borges, las fronteras entre los géneros literarios son particularmente difusas.

En el tema del arma animada por las intenciones homicidas del artesano que la forjó o del hombre que la empuña, es posible ir más lejos; lo hizo H. A. Murena, en el notable cuento La sierra, de su libro El coronel de caballería y otros cuentos.