martes, 30 de marzo de 2010

EL ZORRO

Colette
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 5)

El hombre que saca a pasear a su zorro por el bosque de Boulogne es, seguramente, un hombre bueno. Le parece que lo hace por el zorrito, que fue, quizás, su compañero de trincheras, y al que domesticó en medio del ruido atroz de los bombardeos. El hombre del zorro, al que su prisionero sigue caninamente en la punta de una cadena, ignora que al aire libre, en un paisaje que puede hacerle recordar el bosque natal, el zorro no es más que un ser extraviado y lleno de desesperación, un animal enceguecido por la luz olvidada, embriagado con los olores, dispuesto a saltar, a atacar o a huir —pero con el cuello atrapado en un collar... Salvo por estos detalles, el dulce zorrito quiere a su amo, y lo sigue arrastrando sus flancos bajos y su hermosa cola color de pan ligeramente quemado. Sonríe de buena gana —un zorro siempre sonríe. Tiene unos hermosos ojos aterciopelados —como todos los zorros—, y no veo qué más pueda decirse de él.

El otro hombre bueno, el hombre de las gallinas, salía hacia las once y media del metro de Auteuil. Llevaba, colgada a la espalda, una bolsa de tela oscura, bastante parecida a la bolsa con viandas de los obreros ferroviarios; y con paso rápido se adentraba en las arboledas de Auteuil. La primera vez que lo vi, había puesto su misteriosa bolsa en un banco y esperaba a que yo me alejase con mis perras. Lo tranquilicé y sacudió suavemente la bolsa, de la que cayeron, lustrosos, con la cresta roja y el plumaje color de otoño, un gallo y una gallina que, sin perder un minuto, picotearon y rastrillaron el musgo fresco y el humus salvaje. No hice preguntas inútiles, y el hombre de las gallinas me explicó con pocas palabras:

—Los saco a mediodía, cada vez que puedo. Está bien, ¿no es cierto? Animales que viven en un departamento...

Contesté con un cumplido sobre la belleza del gallo, la vivacidad de la gallina; añadí que también conocía a la niña que lleva a su gran tortuga a “jugar” al bosque en las primeras horas de la tarde, y al hombre del zorro...

—A ése no lo conozco —dijo el hombre de las gallinas.

Pero el azar debía poner frente a frente al dueño del zorro y al de las gallinas, en uno de esos senderos que busca el talante solitario de los paseantes a los que guían el temor de los guardias y la fantasía de un perro, de un zorro o de una gallina. Al principio, el hombre del zorro no se dejó ver. Sentado en la espesura del bosque, sostenía paternalmente a su zorro por el medio del cuerpo serpentino, y se enternecía al sentirlo crispado por la atención. La risa nerviosa del zorro dejaba al descubierto los finos caninos, que se habían vuelto algo amarillos por la ociosidad y la comida blanda. Y sus blancos bigotes, aplastados contra las mejillas, parecían pintados.

A unos pasos de allí, el gallo y la gallina, ahítos de grano, tomaban su baño de sol y arena. El gallo se alisaba las plumas de las alas con el hierro del pico; y la gallina, inflada como un huevo, con las patas y el cuello invisibles, se empolvaba con un polvo amarillo como polen. Un grito leve y discordante del gallo la despertó. Sacudió las plumas y fue, con paso incierto, a preguntarle al esposo:

—¿Qué dijiste?

Éste debió de advertirle con una seña, puesto que ella no dijo nada y ambos se pusieron tan cerca como pudieron de la bolsa —la bolsa, prisión sin trampa...

Mientras tanto, el hombre de las gallinas, sorprendido por esas actitudes, trataba de tranquilizar a sus animales diciendo “¡Pío, pío!” y empleando otras onomatopeyas familiares.

Algunos días más tarde, al hombre del zorro, que, creyendo actuar correctamente, le daba a su pequeña fiera ese placer de Tántalo, le pareció honesto revelar su presencia y la de su zorro.

—¡Ah, qué curioso tener un animal así! —dijo el hombre de las gallinas.

—Y, además, tan inteligente —insistió el hombre del zorro—. Y ni pizca de maldad. Usted podría darle su gallina que él no sabría qué hacer con ella.

Pero el zorrito temblaba, con un temblor imperceptible y apasionado bajo el pelo, mientras el gallo y la gallina, calmados por el sonido de voces amigas, cortos, por otra parte, de entendederas, picoteaban y conversaban bajo la mirada aterciopelada del zorro.

Los dos amantes de los animales se hicieron amigos, como se entabla amistad en el bosque o en una ciudad termal. Las personas se encuentran, conversan, se cuentan su historia preferida, vuelcan en el oído desconocido dos o tres confidencias que los amigos íntimos ignoran; y luego se separan a la altura del tranvía 16 —ninguno ha dicho el nombre de la calle en que vive ni el número de la casa...

Un zorrito, incluso domesticado, no puede frecuentar a las gallinas sin padecer graves desórdenes. Éste enflaqueció, soñó en voz alta, de noche, en su lengua de chillidos. Y su amo, mirando el hocico fino y enfebrecido del zorro que se apartaba del platito de leche, vio venir hacia él, desde el fondo de un bosquecillo de Auteuil, un feo pensamiento, apenas nítido, pálido en su forma cambiante, pero ya torvo... Ese día conversó muy amigablemente con su amigo, el hombre de las gallinas, y, distraídamente, le aflojó un poco la cadena al zorro, que dio un paso —¿llamaré paso a ese deslizarse sin mostrar la punta de las patas y sin doblar ni una brizna de hierba?— hacia la gallina.

—¡Cuidado! —dijo el hombre de las gallinas.

—¡Oh! —dijo el hombre del zorro—, jamás la tocaría.

—Ya lo sé —dijo el hombre de las gallinas.

El zorro no dijo nada. Un tirón de la cadena lo hizo retroceder; se sentó juiciosamente y sus ojos chispeantes no expresaron nada.

Al día siguiente, los dos amigos intercambiaron sus opiniones sobre la pesca.

—Si no fuera tan caro —dijo el hombre de las gallinas—, sacaría un permiso para el Lago superior. Pero es caro. El lucio termina saliendo más caro que en el Mercado Central.

—Pero vale la pena —replicó el hombre del zorro—. ¡Si supiera todo lo que un tipo sacó la otra mañana del Lago menor! Veintiocho lucios y una trucha más ancha que esta mano.

—¡Qué le parece!

—Tanto más cuanto que, modestia aparte, yo no soy nada manco. Me tendría que ver tirar la línea... No sabe la mano que tengo... Así, mire...

Se levantó, soltó la cadena del zorro e hizo con el brazo un molinete magistral. Algo rojizo y frenético surcó la hierba, en dirección a la gallina amarilla, pero la pierna del hombre de las gallinas se disparó y, de un golpe seco, rompió el impulso y no se oyó más que un pequeño ladrido ahogado. El zorro volvió a los pies de su amo y se echó.

—Un poco más y... —dijo el hombre de las gallinas.

—No sabe lo sorprendido que estoy —dijo el hombre del zorro—. Mocito, ¿le vas a pedir disculpas en seguida al señor? ¿Qué es eso...?

El hombre de las gallinas miró a su amigo a los ojos y leyó en ellos su secreto, su malvado pensamiento informe y pálido... Tosió, ahogado por una sangre brusca y encolerizada, y estuvo a punto de saltarle encima al hombre del zorro, que se decía en ese mismo instante: “Lo mato a golpes, a él y a su gallinero...” Ambos hicieron el mismo esfuerzo para volver a entrar en la vida ordinaria, bajaron la cabeza y se separaron el uno del otro, para siempre, con su prudencia de hombres honestos que acaban de estar a un pelo de transformarse en asesinos.

Traducción de Miguel Ángel Frontán


La autora
Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) transformó en uno de los principales nombres de la literatura francesa, o de la literatura simplemente, el apellido paterno. La joven provinciana recién llegada a París, a quien su primer marido obligó a escribir, llegó a ser uno de esos escritores que, como dijo de ella Truman Capote, han recibido el inestimable e imprevisible don del estilo. Actriz itinerante, luego de un divorcio que la obligó a ganarse duramente la vida, mimo de gran talento, periodista, vendedora de productos de belleza, novelista refinada y popular, avezada cuentista, ensayista aguda, la maravillosa Colette, soberanamente indiferente a los avatares políticos y a las emociones patrióticas, se nos presenta hoy, sin embargo, como una de las más perfectas encarnaciones del escritor y de la sociedad franceses. Admirada por Proust, por Claudel, por Gide, disfrutó, al mismo tiempo, del amor casi reverencial de su pueblo, y aún del "petit peuple", para quien era simplemente, inolvidablemente, Madame Colette. El zorro pertenece a su libro La mujer escondida.

jueves, 25 de marzo de 2010

NAROTA O LA ILUMINACIÓN POR EL CAMINO DIRECTO



Alexandra David-Néel
(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 4)

 
Narota nació en el siglo X, en Cachemira. Hijo de brahmines, era extremadamente culto, y se lo consideraba experto en magia. Mientras se desempeñaba como capellán de un rajá fue ofendido por éste; Narota tomó entonces la decisión de vengarse por medios ocultos.
Así fue como se encerró en un lugar aislado e hizo un círculo mágico con la intención de obtener la muerte del príncipe. Mientras procedía a realizar los conjuros necesarios, una Dakini se le apareció y le preguntó si se creía capaz de enviar el alma del futuro difunto a una esfera feliz, o bien de volverla a hacer entrar en el cuerpo del rajá para resucitarlo. El mago tuvo que confesar que su ciencia no iba tan lejos. Entonces el hada le hizo severos reproches. Le mostró cómo no se debía destruir lo que se es incapaz de reconstituir; y le declaró que la consecuencia de su acción inconsiderada y llena de odio sería que Narota renacería en alguno de los muchos purgatorios. Aterrado, éste le preguntó de qué manera podría evitar un destino tan horroroso. La Dakini le aconsejó que fuese en busca del sabio Tilopa y le rogase que lo iniciara en la doctrina del Camino Directo, que puede destruir la consecuencia de los actos, fueran éstos los que fueren, y que asegura la obtención del Nirvana en una sola vida. Si lograba comprender el sentido de esa enseñanza y asimilar su fruto, escaparía a un nuevo renacimiento y, por ende, a los tormentos del purgatorio.
Narota abandonó su círculo mágico y se dio prisa en tomar el camino de Bengala, donde vivía Tilopa.
Tilopa gozaba de una gran reputación cuando Narota salió en su búsqueda. Luego de su iniciación se había vuelto un asceta del tipo Avadhuta, aquellos de los que se dice que “no aman nada, no detestan nada, no sienten vergüenza de nada, no se glorifican de nada; y están desasidos de todo, habiendo roto los lazos con la familia, la sociedad y la religión”. Narota, por el contrario, era un hindú ortodoxo, imbuido del sentimiento de su superioridad, en tanto que hombre culto y de la casta de los brahmines. La reunión de esos dos hombres de carácter tan diferente iba a dar lugar a lo que nos parece una divertida comedia, pero que debió ser para Narota un drama sobrecogedor.
El primer encuentro con aquél que debía ser su guía espiritual tuvo lugar en el patio de un monasterio budista. Tilopa, casi desnudo, sentado en el suelo, estaba comiendo pescado frito y, de tanto en tanto, colocaba las espinas a su lado. Deseando no manchar su pureza de casta, Narota se disponía a dar una vuelta para pasar lejos, cuando un monje que salía de la cocina increpó a aquel hombre y le reprochó que, con un almuerzo que les había costado la vida a esos peces, mostrase su falta de piedad para con los seres vivientes entre los muros mismos de un monasterio budista. Dicho lo cual, le ordenó que se fuese de inmediato. Tilopa ni siquiera le respondió. Hizo un gesto, pronunció un mantra, y las espinas, recubriéndose de carne, volvieron a ser peces que se elevaron y luego se desvanecieron en el aire. De aquel cruel almuerzo no quedaba traza alguna; y Tilopa se alejó.
La sorpresa paralizó a Narota, pero de pronto, con la rapidez de un relámpago, una idea cruzó por su mente. Ese singular taumaturgo debía de ser el Tilopa al que estaba buscando. Sin perder un segundo, hizo averiguaciones y, como lo que le dijeron confirmaba su propia intuición, se esforzó en dar alcance al asceta, pero le fue imposible hallarlo.
Comenzó entonces para Narota una serie de viajes, cuyo número y aventuras sus biógrafos se encargaron, ciertamente, de aumentar, pero cuyo fondo es, probablemente, auténtico. Ciudad tras ciudad, el candidato a discípulo persigue al huidizo Tilopa. En cuanto Narota oye decir que aquél se encuentra en tal lugar, corre hasta allí; pero invariablemente, a su llegada, Tilopa ya se ha ido. Luego vienen encuentros que a Narota le parecen casuales pero que son provocados por el asceta, que multiplica las apariciones ilusorias.
Cierto día, Narota llama a la puerta de una casa al borde del camino para pedir un poco de comida; un hombre abre y le ofrece un vaso de vino, que él rechaza. En seguida el espejismo se disipa, la casa desaparece, Narota se queda solo en medio del camino y oye la voz irónica de un Tilopa invisible que se burla: “Yo estaba aquí”.
Un poco más lejos, un campesino solicita su ayuda para despellejar un animal muerto. Es una tarea penosa, propia solamente de los parias intocables, que con su contacto, e incluso con su mera cercanía, mancha al hindú de las castas puras. El brahmín Narota se escapa, irritado y lleno de repugnancia; y el invisible Tilopa se burla: “Yo estaba aquí”.
Otro día ve a un hombre que arrastra por los cabellos a una mujer que llora y que grita pidiendo ayuda. El hombre brutal le dice al viajero: “Es mi mujer y quiero matarla. Ayúdame o sigue tu camino”. Pero Narota, indignado, ataca a golpes al miserable, lo deja medio muerto, libera a la víctima y... se encuentra solo una vez más, mientras la misma voz se mofa de él: “Yo estaba aquí”.
La continuación de tales aventuras se desarrolla de manera análoga.
Por muy brujo que fuese, nunca se le habría ocurrido a Narota que tales fantasmasgorías fuesen posibles. Siente que se vuelve loco; sin embargo, su deseo de dar alcance a Tilopa y de ser aceptado como discípulo suyo no hace sino aumentar. Vaga al azar por la región, llamando al mago en voz alta, y, como ya sabe que éste es capaz de revestir cualquier forma, se prosterna a los pies del primero que encuentra.
Una tarde, Narota llega a un cementerio; los restos de una hoguera arden en un rincón, cada tanto la llama brota aún de las brasas dejando ver restos humanos ennegrecidos y achicharrados. Distingue vagamente una forma acostada en el suelo. Mira... Una risa burlona le responde. Narota comprende, cae de rodillas, aferra los pies del maestro y los coloca sobre su frente. Esta vez, Tilopa no desaparece.
Durante años, el antiguo capellán sigue a su maestro sin que éste quiera enseñarle nada; sin embargo, Tilopa pone a prueba su obediencia y su confianza, haciéndolo pasar por toda una serie de pruebas...
De acuerdo con la costumbre de los ascetas de la India, Narota había salido a mendigar algo para comer. Volvió con una escudilla de arroz y un poco de guisado, que ofreció a su maestro. La regla indica que el discípulo no debe comer nada antes de que su gurú esté satisfecho. Tilopa comió todo y declaró que la comida estaba tan sabrosa que con gusto comería otra porción. Narota tomó la escudilla y volvió a la hospitalaria casa donde le habían ofrecido el plato que tanto le había gustado a su maestro. Encontró la puerta cerrada. El devoto discípulo no se dejó descorazonar por tan ínfimo detalle: echó la puerta abajo y encontró en la cocina, todavía bien caliente, la comida que quería Tilopa. Mientras llenaba su escudilla, volvieron los dueños de casa y le dieron una buena paliza.
Cubierto de heridas, Narota se arrastró para volver con su maestro y éste no mostró por él piedad alguna.
—¡En qué triste situación te has metido por mi culpa! le dijo, simplemente, con irónica calma. ¿No te arrepientes de haberte hecho discípulo mío?
Con las pocas fuerzas que le quedaban, Narota afirmó que, lejos de lamentar haber seguido a un gurú como Tilopa, le parecía que, aunque fuese el de su propia vida, el precio a pagar por ser su discípulo no podría ser nunca demasiado alto, .
Otra vez, al pasar junto a una alcantarilla destapada, Tilopa les dijo a los discípulos que lo acompañaban: “¿Quién de vosotros beberá de esta agua, si así se lo ordeno?”
Hay que entender que no se trataba simplemente de vencer un asco natural, sino de adquirir una impureza ritual, cosa extremadamente grave para un hindú de las castas puras, porque esto lleva consigo la exclusión de su casta y hace de él un paria. Sin embargo, mientras los demás dudaban, Narota el brahmín se abalanzó y tragó el líquido inmundo.
Más bárbara fue la prueba siguiente:
El maestro y el discípulo vivían en ese momento en una choza al borde del bosque. Un día, al volver del pueblo, Narota vio que, durante su ausencia, Tilopa había tallado una buena cantidad de largas púas de bambú, y que las estaba endureciendo al fuego. Asombrado, le preguntó qué pensaba hacer con ellas.
El mago sonrió de un modo particular.
—¿Podrías le preguntó soportar un dolor si yo te lo infligiese?
Narota respondió que le pertenecía por entero, y que podía hacer con él lo que quisiera.
— Muy bien respondió Tilopa, extiende tu mano.
Narota obedeció y Tilopa le hundió una púa debajo de cada una de sus uñas, luego de lo cual le infligió el mismo tormento en los dedos de los pies.
Después encerró a Narota en la choza, le ordenó que esperase su regreso y se fue tranquilamente.
Varios días transcurrieron antes de que el feroz gurú estuviese de vuelta. Encontró a su discípulo acuclillado en la choza y con las púas todavía enterradas en la carne.
—¿En qué pensaste mientras estabas solo? le preguntó Tilopa. ¿No consideras, acaso, que soy un maestro inhumano y que lo mejor para ti sería abandonarme?
—Pensé respondió Narota en la vida atroz que será mi vida en el purgatorio si no logro, gracias a ti, alcanzar la iluminación de la doctrima del Camino Directo y escapar así a una nueva reencarnación.
Citaré una prueba más; una prueba de tipo jocoso para cualquiera que no sea el protagonista.
Tilopa, mientras se paseaba con algunos de sus discípulos, se encontró con un cortejo nupcial que conducía a la recién casada a su nuevo hogar. El asceta les preguntó a quienes lo rodeaban: “¿Quién de entre vosotros iría a buscar y a traerme a esa mujer? La quiero para mí”. Esta vez, antes incluso de que Tilopa hubiese terminado de hablar, Narota ya estaba corriendo hacia la procesión. Las personas que la formaban, al reconocer a un brahmín, lo dejaron acercarse, pensando que se proponía darle su bedición a la recién casada, cosa de buen augurio. Pero cuando vieron que se apoderaba de ella y que pretendía llevársela por la fuerza, todo cuanto tenían al alcance de la mano, los palos del palanquín, los candelabros, los cofres con los regalos para la joven esposa, todo les sirvió de arma, y el demasiado fervoroso discípulo fue apaleado hasta perder el conocimiento.
Cuando recuperó la conciencia, no le fue nada fácil darle alcance a Tilopa, quien lo recibió con la pregunta que le hacía después de cada prueba: “¿No te arrepientes...?” Y, como de costumbre, Narota aseguró que mil muertes le parecerían poco para adquirir el privilegio de ser su discípulo.
Más tarde, Narota se arrojó de un techo, atravesó una hoguera y llevó a cabo otras diversas hazañas, que más de una vez pusieron su vida en peligro.
Narota terminó recibiendo la recompensa de sus muchos sufrimientos, pero no en la forma de una iniciación y de una enseñanza regulares.
Si debemos dar fe a la tradición, Tilopa parece haber empleado en esa ocasión un método extraño, un poco parecido al que usaban algunos maestros chinos de la secta Ts’an.
Está fuera de duda que, a pesar de que nada le hubiese sido enseñado de manera directa durante su tan poco tranquilo noviciado, Narota había comprendido muchas de las teorías que profesaba su maestro. Sea como fuere, la manera en que le llegó la iluminación se nos cuenta de la siguiente manera:
Narota estaba sentado al aire libre, al lado de una fogata, en compañía de su gurú, cuando éste, sin pronunciar una sola palabra, se descalzó y, con una de sus sandalias, le dio un violento golpe en el rostro. Narota "vio las estrellas" y, al mismo tiempo, el sentido profundo del Camino Directo iluminó su mente.

Traducción de Miguel Ángel Frontán


La autora
Es dificil presentar en pocas palabras a la escritora talentosa e incansable viajera que fue Alexandra David-Néel (1868-1969). En su juventud fue cantante de ópera, anarquista, iniciada en la masonería, ferviente estudiosa de las lenguas orientales. Es en 1890 cuando la joven mujer, gracias a una pequeña herencia, va a recorrer durante un año casi toda la India. Desde entonces, fascinada por la filosofía budista, Alexandra tendrá un  único objetivo: penetrar en el Tíbet. En 1911, la viajera impenitente deja a su marido en el muelle de Marsella con la promesa de volver dieciocho meses más tarde. Alexandra permanecerá en Asia hasta 1925, perfeccionando el sánscrito y el tibetano, recorriendo a pie grandes extensiones del Asia Central, viviendo como religiosa ermitaña a 3.900 kilómetros de altura; pasará clandestinamente un año y medio en Lhassa. En 1928 se establece en Digne, Provenza, único lugar de Francia que tiene algo del aire transparente del Tíbet. Los viajes cada vez más arriesgados y los libros fascinantes se suceden. A los cien años, la vieja dama andariega hace renovar su pasaporte : aún quería volver al Tíbet.
El texto que presentamos aquí pertenece a su libro Magos y místicos del Tibet; una lacónica versión del mismo, con el título de "La persecución del maestro", figura en la Antología de la literatura fantástica de Bioy Casares, Borges y Silvina Ocampo.