sábado, 9 de octubre de 2010

EL PRÍNCIPE Y LA MANZANA

Wenceslao Fernández Flórez
A Rascal Rat Nº 7 - Cuento escondido

El príncipe Alejo Kortikoff era increíblemente rico e increíblemente poderoso. Cuando se vio amenazado por la revolución huyó llevándose un solo brillante, de todas sus riquezas; un brillante del tamaño de una ciruela claudia: el mayor de Europa, vinculado con la familia de los Kortikoff desde los tiempos de Pedro el Grande. Su Valor era tan exorbitante, que ningún joyero lo pudo comprar. Se lo ofrecieron al rey de Inglaterra, y al rey de Inglaterra le gustó mucho, pero lo devolvió diciendo:
—Si adquiriese esta piedra, no me quedaría ni el dinero preciso para encargarme un chaquet.
Los joyeros aconsejaron entonces la fragmentación del brillante, pero el altivo aristócrata se resistió a aniquilar la joya que había sido el orgullo de su estirpe. Prefirió guardarla en un banco en espera de tiempos propicios.
Lanzado a la miseria, el príncipe Kortikoff siguió el camino de casi todos los grandes señores rusos y obtuvo una plaza de camarero en un restaurante de lujo de Paris. Llevaba el frac con tanta distinción y servía tan exquisitamente, que las mesas de su turno estaban siempre ocupadas. Comenzó a padecer de los pies, pero ganaba bastante para no considerarse muy desgraciado. De pronto, su carácter cambió; se hizo más hosco y taciturno, contestaba con monosílabos y una idea fija conservaba constantemente fruncido su entrecejo. Una noche el opulento norteamericano Frederic Scott, asiduo parroquiano del príncipe, le dio, como acostumbraba, al pagar la cuenta, una copiosa propina.

—Querría pedirle a usted un favor —dijo Kortikoff, entonces —. Más que este dinero que me ofrece, apreciaría que utilizase usted el tenedor y el cuchillo para mondar las manzanas.
El señor Scott se puso que encarnado, porque era verdad que mondaba la fruta como una zafia doméstica puede mondar una patata. Contesto sinceramente:
—No puedo, Alejo Semenovitch. Lo he intentado mil veces, y otras tantas vi salir la manzana del plato, con más o menos rapidez. Monto a caballo como un cow-boy, juego al tenis, abro las latas de conserva cuyas llaves se han extraviado, hago yo mismo el lazo de mi corbata y puedo reparar cualquier avería en una instalación eléctrica. Pero me es imposible mondar una manzana con el auxilio del tenedor. Me falta habilidad y sé que no lograré conseguirlo nunca.
—Tome usted otro postre —aconsejó el príncipe.

—Necesito una manzana después de cada comida, para digerir sin demasiados tormentos.
Al día siguiente, Kortikoff se negó a acudir al llamamiento del yanqui. El dueño del restaurante tuvo una conferencia con el príncipe.

—¿Por qué no quiere usted a servir al señor Scott? El señor Scott es un gentleman.
—No lo dudo.

—Es un buen cliente de la casa.
—Sin duda.

—Le aprecia a usted.
—Acaso. Pero el señor Scott no sabe mondar las manzanas. Sufro mucho. He creído que podría habituarme a verle proceder así, pero no lo he logrado. Lejos de eso, cada día me martiriza más.

—Alejo Semenovitch —dijo el patrono —, es necesario que usted atienda al señor Frederic Scott.
El ilustre camarero no arguyó nada. Salió, pero en vez de dirigirse a su puesto, siguió el pasillo que conducía a un cuarto pulcro y pequeño sobre cuya puerta campeaba en una planchita de esmalte una sola palabra suficientemente significativa: la correcta palabra Dames. Sentada ante aquella puerta, vestida de negro, con un mandil y un cofia blanca, gorda y digna, dispuesta siempre a ofrecer una breve toalla del montón que tenía a su alcance, estaba la princesa Ana Petrowna, ganándose la vida, tan admirable y solemne que, por el placer de verse servidas por ella, muchas de las señoras que acudían al restaurante no vacilaban en hacerse sospechosas de padecer poliuria. Fue la única persona de quien se despidió el príncipe al abandonar su cargo.
—Adiós, Ana Petrowna —dijo, sencillamente—. He decidido marcharme.
Besó la mano de la egregia empleada y cinco minutos después se paseaba, triste, pero altivo, por el bulevar de los Italianos.




El autor
Wenceslao Fernández Flórez (1885 - 1964) fue un escritor,  periodista y humorista español (por su nacionalidad y la lengua en que escribió) y gallego (por su temperamento y el amor por el terruño reflejado en sus libros). Su obra se caracteriza por un humor elegante y escéptico que fácilmente se abre a lo fantástico. Espíritu crítico, conservador incómodo, antes de la Guerra Civil tuvo que huir de la España republicana, amenazado de muerte por haberle negado su simpatía al Frente Popular y, sin duda, por haber osado expresar sin ternezas su visión de la izquierda ("El marxismo, religión de presidiarios, de fracasados, de envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de gente de cubil..."); el franquismo, más tarde, lo acogió y aun lo honró, aunque no sin desconfianza, debido a las críticas acerbas con que en más de una ocasión fustigó al régimen y a los ataques que, desde una óptica liberal, dirigió en su momento al clero, los militares y la justicia. El príncipe y la manzana pertenece a su novela El ladrón de glándulas, de 1929, que, con muy pocos cambios, bien hubiera podido ser un relato de Adolfo Bioy Casares.

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