Charles Nodier
(originalmente publicado como Cuento largo en ARR N° 3)
Todos ustedes saben
quién fue el buen Teodoro, sobre cuya tumba vengo a arrojar flores, rogándole
al cielo que la tierra le sea leve.
Estos
dos jirones de frase, que todos ustedes también conocen, declaran
suficientemente que mi intención es dedicarle algunas páginas de nota
necrológica o de oración fúnebre.
Desde
hacía veinte años, Teodoro se había retirado del mundo a fin de trabajar o de
no hacer nada: con cuál de estos dos propósitos, era un gran secreto. En algo
pensaba, pero nadie sabía en qué pensaba. Pasaba la vida en medio de libros y
ocupado solamente con libros, lo que había hecho que algunos pensasen que
estaba componiendo uno que haría que todos los demás fuesen inútiles; pero,
evidentemente, se equivocaban. Teodoro había sabido aprovechar suficientemente
sus estudios como para ignorar que tal libro ya fue escrito hace trescientos
años. Es el decimotercer capítulo del Libro Primero de Rabelais.
Teodoro
ya no hablaba, ya no reía, ya no se entretenía, ya no comía, ya no iba al baile
ni al teatro. Las mujeres que había amado en su juventud ya no atraían sus
miradas, o cuando mucho no les miraba más que los pies; y si un elegante par de
zapatos de colores brillantes atraía su atención: —¡Ay! —decía, arrancando de
su pecho un profundo gemido—, ¡cuánto
cuero fino desperdiciado!
En
otros tiempos había seguido la moda: las memorias de aquella época nos
dicen que fue el primero en anudar la
corbata del lado izquierdo, a pesar de la autoridad de Garat, que la anudaba
del lado derecho, y menospreciando al vulgo, que se obstina aún hoy en anudarla
al medio.
Tedoro
ya no se ocupaba de la moda. Durante veinte años sólo en un una ocasión se
peleó con su sastre: —Señor —le dijo un día—, éste es el último traje que
recibo de usted, si vuelven a olvidarse de cortarme los bolsillos in quarto.
La
política, cuyas ridículas oportunidades han hecho la fortuna de tantos
imbéciles, no logró nunca distraerlo más que un momento de sus meditaciones.
Desde que las locas excursiones de Napoleón en el norte hicieron subir el
precio del cuero de Rusia, la política lo ponía de mal humor. Sin embargo,
había aprobado la intervención francesa contra las revoluciones de España. —Es
una buena ocasión —dijo—, para hacer venir novelas de caballería y cancioneros
de la península. Pero el ejército francés pensó en todo menos en eso, lo que le
molestó profundamente. Cuando alguien decía Trocadero,
respondía con ironía Romancero,
actitud que terminó haciéndolo pasar por liberal.
La
memorable campaña de Monsieur de Bourmont en las costas de África lo llenó de
júbilo. —Gracias sean dadas al cielo —dijo frotándose las manos—, podremos
pagar barato los tafiletes de Levante; actitud que lo hizo pasar por carlista.
El verano último fue visto paseándose en una calle populosa mientras examinaba
un libro. Ciudadanos honestos, que salían titubeando de un cabaret, se le
acercaron a rogarle, poniéndole el cuchillo en la garganta, que gritase ¡Vivan los polacos! en nombre de la
libertad de expresión. —Estoy totalmente de acuerdo —respondió Teodoro, cuyo
pensamiento era un eterno grito a favor del género humano—, pero, ¿podrías
decirme el porqué? —Porque le declaramos la guerra a Holanda, que oprime a los
polacos con el pretexto de que no quieren a los jesuitas —replicó el amigo de
las Luces, que era un experimentado geógrafo e intrépido conocedor de la
lógica. —Que Dios nos perdone —murmuró nuestro amigo, juntando tristemente las
manos—. Entonces, ¿tendremos que resignarnos al pretendido papel de Holanda de
Monsieur de Montgolfier?
El
hombre eminentemente civilizado le quebró una pierna de un golpe de bastón.
Tres
meses Teodoro guardó cama, ocupado en la confrontación de diversos catálogos de
libros. Predispuesto, como siempre, a las emociones extremas, esa lectura le
inflamó la sangre.
Aun
durante su convalecencia, sus noches eran terriblemente agitadas. Su mujer lo
despertó una vez en medio de las angustias de la pesadilla. —Llegas justo a
tiempo —le dijo besándola— para impedirme morir de espanto y de dolor. Estaba
rodeado de monstruos que no me hubiesen dado tregua.
—Pero
¿qué monstruos, querido mío, puedes temer, tú que nunca hiciste mal a nadie?
—Era,
recuerdo, la sombra de Purgold, cuyas funestas tijeras mordían pulgada y media
en los márgenes de mis Aldo Manuzios cosidos a mano, mientras que la de Heudier
hundía implacablemente en un ácido devorador el más hermoso volumen de mis
primeras ediciones y lo retiraba completamente blanco; pero tengo buenas
razones para pensar que ambos, por lo menos, están en el purgatorio.
Su
mujer creyó que estaba hablando en griego, ya que Teodoro sabía un poco de
griego, tanto, que tres estantes de su biblioteca estaban repletos de libros en
griego cuyas hojas no habían sido cortadas. Por lo tanto, no los abría nunca,
contentándose con mostrarlos, a sus conocidos más íntimos, de frente y de
perfil, pero indicando nombre del impresor y lugar y fecha de impresión con
imperturbable aplomo. Las almas simples llegaban a la conclusión de que era
brujo. Yo no lo creo.
Como
desmejoraba a ojos vistas, se llamó al médico, que era, por casualidad, hombre
de ingenio y algo filósofo. Si ustedes son capaces sabrán de quién estoy
hablando. El doctor reconoció que la congestión cerebral era inminente e hizo
un lindo informe sobre esta enfermedad en el Journal des sciences medicales, en el que es designada con el
nombre de monomanía de los tafiletes,
o como tifus de los bibliómanos; pero
no se habló de ella en la Academia de Ciencias, ya que se halló en competición con
el cholera morbus.
Se
le aconsejó que hiciese un poco de ejercicio, y, como esa idea le resultó
agradable, al día siguiente, bien temprano, se puso en camino. Yo me sentía demasiado intranquilo como para
dejar que se me alejase más de un paso. Nos dirigimos del lado de los muelles,
lo cual me alegró porque imaginé que la vista del agua le haría bien; pero no
apartó la mirada de los parapetos, que se encontraban tan carentes de puestos
como si esa misma mañana hubiesen sido visitados por los defensores de la
prensa que echaron al agua en febrero la biblioteca del Arzobispado. En el
Muelle de las Flores tuvimos más
suerte. Había allí profusión de libros, pero ¡qué libros! Todos esos libros que
fueron elogiados durante un mes por los diarios y que salen, sin excepción, de
la oficina de redacción o de la reserva del librero, para caer en el cajón de a
cincuenta céntimos. Filósofos, historiadores, poetas, novelistas, autores de
todo género y formato, para quienes los más pomposos anuncios no son sino los
infranqueables limbos de la inmortalidad, y que pasan, desdeñados, de las
estanterías de los depósitos a los bordes de piedra del Sena, profundo Leteo
desde el que contemplan, mientras los corroe la humedad, el final indudable de
su presuntuoso vuelo. Allí me puse a hojear las páginas satinadas de mis in-octavo, en medio de cinco o seis
amigos.
Teodoro
suspiró, pero no fue por haber visto las obras de mi mente expuestas a la
lluvia, de la que muy mal las protege la oficiosa lona impermeable.
—¿Dónde
está —dijo—, la época de los libreros de viejo al aire libre? Sin embargo, aquí
fue donde mi ilustre amigo Barbier reunió tantos tesoros que pudo hacer una
bibliografía especial con miles de artículos. Aquí fue donde, durante horas, alargaban
sus doctos y fructuosos paseos el sabio Monmerqué, camino al Palacio de
Justicia, y el sabio Labouderie, cuando salía de la capital. Aquí fue donde el
venerable Boulard se hacía cada día con un metro de rarezas, medido con el
largo de su bastón, para el que sus seis casas repletas de volúmenes no tenían
lugar reservado. ¡Ay, cuántas veces deseó, en tal ocasión, el modesto angulus de Horacio o la elástica cápsula
de ese pabellón de hadas que podría haber cobijado, en caso de necesidad, a los
ejércitos de Jerjes, y que podía llevarse a la cintura tan cómodamente como la
funda de los cuchillos del abuelo de Juanito! Pero ahora, ¡ay, dolor!, no se
ven aquí más que las ineptas migajas de esta literatura moderna que no se
transformará nunca en literatura antigua, cuya vida se evapora en veinticuatro
horas, como la de las moscas del río Hypanís; literatura, en efecto, bien
digna de la tinta de carbón y del papel
hecho con trapos que le entregan, no sin lamentarlo, algunos tipógrafos
avergonzados, casi tan estúpidos como sus libros. ¡Y es profanar el nombre de libros
el dárselo a estos harapos manchados de negro que, abandonando la canasta del
trapero, no cambiaron casi de destino! ¡Los muelles del Sena ya no son más que
la morgue de las celebridades contemporáneas!
Suspiró
una vez más y yo también suspiré, aunque no fue por la misma razón.
Yo
tenía prisa por llevármelo, ya que su exaltación, que crecía a cada instante,
parecía amenazarlo con una crisis mortal. Seguramente era aquel un día nefasto,
puesto que todo se juntaba para agriar su melancolía.
—He
aquí —dijo al paso—, la pomposa fachada de Ladvocat, el Galiot du Pré de las
bastardeadas letras del siglo diecinueve, librero industrioso y liberal, que
habría merecido nacer en una época mejor, pero cuya deplorable actividad ha multiplicado
cruelmente los nuevos libros con perjuicio eterno de los viejos; hacedor por
siempre imperdonable de la papelería de algodón, de la ortografía ignorante, de
la viñeta manierista, tutor fatal de la prosa académica y de la poesía de
moda. ¡Como si hubiesen existido la
poesía en Francia después de Ronsard y la prosa después de Montaigne! Ese
palacio de bibliópolis es el caballo que ha llevado consigo a todos los que se
apoderaron de la estatua de Palas que protegía la ciudad de Troya; la caja de
Pandora que le dio entrada a todos los males de la tierra. Aún aprecio a ese caníbal
y haré un capítulo en su libro, pero nunca volveré a verlo.
—He
aquí —continuó—, el negocio de verdes paredes del digno Crozet, el más
agradable de nuestros jóvenes libreros, el hombre de París que mejor distingue
una encuadernación hecha por el mayor de los Derome de una hecha por el menor
de la familia, y la última esperanza de la última generación de aficionados, si
sabe ésta aún elevarse por encima de nuestra barbarie; pero hoy no podré gozar
de su conversación, gracias a la cual aprendo siempre algo. Se halla en
Inglaterra, donde, por el legítimo derecho a la represalia, les disputa a
nuestros ávidos invasores de Soho Square y de Fleet Street los restos preciosos
de los monumentos de nuestra bella lengua, olvidados desde hace dos siglos en
la ingrata tierra que los vio nacer. ¡Macte animo, generoso puer!…
—He
aquí —dijo aún, volviendo sobre sus pasos—, el Puente de las Artes, cuyo inútil
balcón no recibirá jamás en su ridículo parapeto de sólo algunos centímetros de
ancho, el noble peso del infolio tres veces secular que halagó los ojos de diez
generaciones con sus tapas recubiertas con cuero de marrana y sus cierres de
bronce; pasaje, en verdad, profundamente problemático, que conduce del Louvre
al Instituto por un camino que no es el de ciencia. No sé si me equivoco, pero
la invención de esta especie de puente debe de haber sido para el erudito la
flagrante revelación de la decadencia de las buenas letras.
—He
aquí —siguió diciendo Teodoro al cruzar la plaza del Louvre—, el blanco cartel
de otro librero activo e ingenioso; me hizo latir, durante mucho tiempo, el
corazón, pero ya no puedo divisarlo sin una penosa emoción desde que a Techener
se le ocurrió la idea de reimprimir con caracteres de Tastu, en un papel
deslumbrante y bajo lindas tapas de cartón, las góticas maravillas de Jehan
Mareschal de Lyon y de Jehan de Chaney de Aviñón, inhallables fruslerías que él
multiplicó con deliciosas copias. El papel de una blancura de nieve, amigo mío,
me horroriza, y no hay cosa que no me resulte preferible a no ser cuando, bajo
el golpe que recibe de la mano del obrero de imprenta, se transforma en el
deplorable emblema de los ensueños y las tonterías de este siglo de hierro.
Teodoro
suspiraba cada vez más y empeoraba a ojos vista.
Así
fue como llegamos, en la Rue des Bons-Enfants, al rico bazar literario de las
ventas públicas de Silvestre, local honrado por los sabios, en el que se han
sucedido en un cuarto siglo más curiosidades inapreciables que las que nunca
guardó la biblioteca de los Ptolomeos, que quizás no fue quemada por Omar, por
más que lo digan nuestros chiflados historiadores. Nunca había visto tantos
espléndidos volúmenes juntos.
—Desgraciados
los que se desprenden de ellos —le dije a Teodoro.
—Están
muertos —dijo—, o el desprenderse de ellos los matará.
Pero
la sala estaba vacía. Sólo se veía al infatigable señor Thour, haciendo
facsímiles con paciente exactitud, sobre tarjetas cuidadosamente
preparadas, de los títulos de las obras
que la víspera habían escapado a su investigación cotidiana. ¡Hombre feliz
entre todos los hombres, que posee en sus cajas, por orden de materia, la
imagen fiel del frontispicio de todos los libros conocidos! Para él, será en
vano que todos las producciones de la imprenta perezcan en la primera y próxima
revolución que los progresos de la
perfectibilidad nos aseguran. Podrá legarle al futuro el catálogo completo de
la biblioteca universal. Ciertamente había en él un admirable tacto de
presciencia en prever desde tan lejos el momento en que deberá establecerse el
inventario de la civilización. Algunos años más y de ésta no se volverá a
hablar.
—Que
Dios me perdone, querido Teodoro —dijo el correcto señor Silvestre—, se ha
equivocado usted de fecha. Fue ayer el último día de examen para los expertos.
Todos los libros que usted ve están vendidos y esperan a que se los lleven.
Teodoro
trastrabilló y se puso pálido. Su frente tomó el color de un tafilete amarillo
un poco gastado. El golpe que se abatió sobre él retumbó en el fondo de mi
pecho.
—Eso
sí que está bueno —dijo con aire abrumado—. Reconozco mi habitual mala suerte
en esta horrible noticia. Pero entonces, ¿a quién pertenecen esas perlas, esos
diamantes, esas fantásticas riquezas, de los que la biblioteca de De Thou y de
los Grolier se hubieran enorgullecido?
—Como
siempre, señor —respondió el señor Silvestre—. Esos excelentes clásicos en
edición original, esos viejos y perfectos ejemplares autografiados por célebres
eruditos, esas interesantísimas rarezas filológicas de las que la Academia y la
Universidad no han oído hablar, le correspondían de pleno derecho a sir Richard
Herber. Es la parte del león inglés, al que nosotros le cedemos de buena gana
el griego y el latín que ya no sabemos. Esas hermosas colecciones de historia
natural, esas obras maestras de método y de iconografía, pertenecen el Príncipe
de…, cuyos gustos estudiosos ennoblecen aún más, gracias a su empleo, una noble
e inmensa fortuna. Esos misterios de la Edad Media, esas moralidades, fénix
cuyo sosías no existe en ninguna parte, esos curiosos ensayos dramáticos de
nuestros ancestros, irán a engrosar la biblioteca modelo del señor de Soleine.
Esos libros humorísticos, tan esbeltos, tan elegantes, tan bonitos, tan bien
conservados, componen el lote de su
amable e inteligente amigo, el señor Aimé-Martin. No tengo necesidad de decirle
a usted a quién pertenecen esos tafiletes frescos y brillantes, con anchas
viñetas, triple filete y fastuosos ornamentos dorados. Es el Shakespeare de la
pequeña propiedad, el Corneille del melodrama, el hábil y tan a menudo elocuente
intérprete de las pasiones y de las virtudes del pueblo que, tras no haberlos
apreciado, por la mañana, a su justo valor, por la tarde los compró a precio de
oro, no sin murmurar entre dientes como un jabalí herido de muerte, y no sin
volver hacia sus competidores los trágicos ojos ensombrecidos por negras cejas.
Teodoro ya no lo escuchaba. Acababa de echar
mano a un volumen de pasable apariencia que se había apresurado a medir con su
elzeviriómetro, es decir, la regla dividida casi al infinito con la cual
establecía, ¡ay!, el precio y el mérito intrínseco de sus libros. Diez veces lo
acercó al libro maldito, diez veces verificó el abrumador cálculo, susurró unas
pocas palabras que no pude entender, nuevamente su tez cambió de color y se derrumbó
entre mis brazos. Mucho me costó hacerlo subir al primer coche de alquiler que
apareció.
Mis
esfuerzos para arrancarle el secreto de aquel súbito dolor fueron por largo
tiempo inútiles. No hablaba. Mis
palabras no llegaban hasta él. Es el
tifus, pensé, el paroxismo del tifus.
Mientras
lo abrazaba, yo continuaba con mis preguntas. Pareció ceder a un impulso
expansivo.
—En
mí puede usted ver —me dijo—, al más desgraciado de los hombres. El volumen
aquél es el Virgilio de 1676, de gran formato, del cual yo pensaba posser el
ejemplar más grande, y aquél sobrepasa al mío en la tercera parte de un
renglón. Mentes enemigas o mal dispuestas podrían encontrar que lo sobrepasa,
incluso, en la mitad de un renglón. ¡La tercera parte de un renglón, Dios
santo!
Quedé
como fulminado por el rayo. Comprendí que el delirio se apoderaba de él.
—¡La
tercera parte de un renglón! —repitió, mientras amenazaba al cielo con un puño
furioso, como si fuese Ayax o Capaneo. Mi cuerpo entero temblaba.
Poco
a poco fue cayendo en la más honda de las pesadumbres. El pobre hombre sólo
vivía ya para sufrir. Solamente repetía, de vez en cuando, mordiéndose las
manos: —¡La tercera parte de un renglón! Y yo, en voz baja, decía de nuevo: ¡Al diablo los libros y
el tifus!
—Tranquilícese,
amigo mío —le susurraba tiernamente al oído cada vez que la crisis volvía
producirse—. ¡Poca cosa es la tercera parte de un renglón si se la compara con
los más delicados asuntos de este mundo!
—¡Poca
cosa —exclamó—, la tercera parte de un renglón del Virgilio de 1676! Es la
tercera parte de un renglón la que aumentó en cien luises el precio del Homero
de Nerli vendido por el señor de Cotte. ¡La tercera parte de un renglón! ¡Ay!
¿Le parecería a usted que no es nada, acaso, la tercera parte de un estilete que
se le hundiese en el pecho?
Su
rostro se desfiguró por entero, los brazos se le pusieron rígidos, un calambre
le atenazó las piernas con uñas de hierro. El tifus, visiblemente, se apoderaba
de sus miembros. Y por nada del mundo hubiera yo querido alargar en la tercera
parte de un renglón el corto camino que aún nos separaba de su casa.
Al
fin, llegamos.
—¡La
tercera parte de un renglón! —le dijo al portero.
—¡La
tercera parte de un renglón! —le dijo a la cocinera, que vino a abrirnos.
—¡La
tercera parte de un renglón! —le dijo a su mujer, mojándola con su llanto.
—Mi
cotorrita se voló —dijo la pequeña, que lloraba como su padre.
—¿Y
por qué dejaban siempre la jaula abierta? —respondió Teodoro. —¡La tercera
parte de un renglón!
—El
pueblo se levanta en el Mediodía de Francia y en la Rue du Cadran —dijo la
vieja tía que leía el diario de la tarde.
—¿Por
qué diablos se inmiscuye el pueblo? —respondió Teodoro—. ¡La tercera parte de
un renglón!
—Su
quinta en la Beauce ha sido incendiada —le dijo el doméstico mientras lo
ayudaba a acostarse.
—Y
habrá que reconstruirla —respondió Teodoro—. Siempre y cuando valga la pena. ¡La
tercera parte de un renglón!
—¿Usted
piensa que la cosa es seria? —me dijo la nodriza.
—¿Pero
no ha leído usted, hija mía, el Diario de
las Ciencias Médicas? ¿Qué espera para ir a buscar un sacerdote?
Felizmente,
en el mismo instante, entraba el cura, que venía a hablar, de acuerdo con su
costumbre, de mil insignificancias bibliográficas y literarias de las que su
breviario no lo había hecho distraer jamás por entero; pero, habiéndole tomado
el pulso a Teodoro, ya no pensó más en nada de ello.
—¡Ay,
hijo mío! —le dijo—, la vida del hombre es sólo pasar; y el mundo mismo no está
edificado sobre eternos cimientos. Tendrá que terminar, como todo lo que un día
empezó.
—A
propósito —respondió Teodoro—, ¿leyó usted el Tratado sobre su origen y su antigüedad ?
—Lo
qué yo sé lo aprendí en el Génesis —respondió el venerable pastor—; pero he
oído decir que un sofista del siglo pasado, llamado Monsieur de Mirabeau,
compuso un libro sobre el tema.
—Sub judice lis est —lo interrumpió con
brusquedad Teodoro—. En mis Estromatas
he probado que las dos primeras partes del mundo son de ese triste pedante de
Mirabeau y que la tercera pertenece al abate Le Mascrier.
—Pero
¡Dios santo! —replicó la tía subiéndose los lentes—, ¿quién hizo, entonces,
América?
—No
es de eso de lo que se trata —continuó el abate—. ¿Crees en la Trinidad?
—¿Cómo
podría no creer en el famoso volumen De
Trinitate de Miguel Servet? —dijo Teodoro incorporándose en el lecho—,
puesto que yo he visto ceder, ipsissimis
oculis, por la modesta suma de doscientos quince francos, en la librería
del señor de Mac Carthy, un ejemplar por el que éste había pagado setecientas
libras en la venta de La Vallière.
—Nada
tiene que ver una cosa con la otra —dijo el apóstol un poco desconcertado—. Te
pregunto, hijo mío, si crees en la divinidad de Jesucristo.
—Bueno,
bueno —dijo Teodoro—, todo es cuestión de entenderse. Yo sostendré, solo y contra
todos, que el Toldos-jeschu[1],
del que Voltaire, ese bufón ignorante, sacó tantas fábulas estúpidas dignas de
las Mil y una noches, no es más que
una malvada inepcia rabínica, indigna de figurar en la biblioteca de un
erudito.
—¡Alabado
sea Dios! —suspiró el digno eclesiástico.
—A
menos que, un día, se termine por encontrar —continuó Teodoro—, el ejemplar in charta maxima del que se habla, si mi
memoria es buena, en las heteróclitas y confusas páginas de David Clément[2].
Esta vez el cura se lamentó en voz alta, se
levantó consternado de la silla y se inclinó sobre Teodoro para hacerle
comprender claramente, sin ambages ni equívocos, que padecía en el más funesto
grado el tifus de los bibliómanos del que se habla en el Diario de las Ciencias Médicas, y que de nada ya tenía que ocuparse fuera de su
eterna salvación.
A
lo largo de su vida, Teodoro no se había refugiado nunca en esa impertinente
negación de los incrédulos que es la ciencia de los tontos; pero el buen hombre
había llevado demasiado lejos, en su trato con los libros, el vano estudio de
la letra, como para poder ocuparse del espíritu. En plena salud, cualquier
doctrina le hubiese provocado fiebre, y
cualquier dogma, el tétanos. En el terreno de la moral teológica no hubiera
sido capaz de hacerle frente ni a un sansimoniano.
Se
dio vuelta hacia la pared.
Tanto
fue el tiempo que pasó sin hablar que lo hubiéramos creído muerto, si, al
aproximarme a él, no lo hubiese oído murmurar con voz queda : —¡La tercera
parte de un renglón! ¡Dios de justicia y de bondad! Pero ¿dónde podrás Tú
devolverme esa tercera parte; y en qué medida Tu omnipotencia podría reparar el
error garrafal de ese encuadernador?
Un
minuto después llegó uno de sus amigos bibliófilos. Le dijeron que Teodoro
había entrado en agonía, que deliraba hasta tal punto que creía que era el
abate Le Mascrier quien había hecho la tercera parte del mundo, y que desde
hacía un cuarto de hora había perdido el habla.
—Quiero
constatarlo por mí mismo —replicó el amante de los libros—. ¿Cuál es el error
de paginación gracias al cual reconocemos la verdadera edición del César elzeviriano de 1635? —le preguntó
a Teodoro.
—153
por 149.
—Muy
bien. Y ¿en lo que respecta al Terencio
del mismo año?
—108
por 104.
—¡Caramba
—dije—, los Elzevires tuvieron muy mala suerte aquel año con las cifras! ¡Qué
suerte que no hayan elegido justo ese año para imprimir la tabla de logaritmos!
—¡Maravilloso!
—exclamó sorprendido el amigo de Teodoro—. Si le hubiera prestado oídos a estas
personas, te hubiese creído a dos pasos de la muerte.
—¡En
la tercera parte de un renglón! —respondió Teodoro, cuya voz se iba apagando
poco a poco.
—Conozco
tu desventura, pero no es nada al lado de la mía. Imagínate que hace ocho días,
en una de esas ventas grises y anónimas de las cuales apenas si uno se entera
gracias al cartel pegado en la puerta, me he perdido un Boccaccio de 1527, tan
magnífico como el tuyo, con la encuadernación hecha en vitela de Venecia, las
aes puntiagudas, testigos casi en cada página y todos los folios originales.
Todas
las facultades de Teodoro se concentraban en un único pensamiento:
—¿Estás
bien seguro, al menos, de que las aes eran puntiagudas?
—Como
la punta de hierro que arma la alabarda de un lancero.
—Entonces,
sin dudarlo, ¡era la mismísima vintisettine
edición!
—La
mismísima. Ese día teníamos una linda cena, mujeres encantadoras, ostras verdes, personas de ingenio, vino de
champaña. Yo llegué a la subasta tres minutos después de la adjudicación.
—¡Señor
mío —gritó Teodoro—, cuando se trata de la vintisettine
no hay cena que valga!
Ese
último esfuerzo terminó con el resto de vida que palpitaba aún en él, y que el
calor de esta conversación había sostenido como el fuelle que sopla sobre una
brasa agonizante. Sin embargo, sus labios balbucearon una vez más: —¡La tercera
parte de un renglón!, pero fueron éstas sus últimas palabras.
Una
vez perdida toda esperanza, habíamos arrastrado el lecho hasta la biblioteca,
de la cual le bajábamos uno por uno los volúmenes que parecía llamar con la
mirada, manteniendo largo tiempo delante de sus ojos aquellos que más lo
pudiesen halagar.
Murió
a medianoche, entre un Du Seuil y un Padeloup, las manos amorosamente enlazadas
sobre un Thouvenin.
Al día siguiente
seguimos el cortejo fúnebre, a la cabeza de un sinnúmero de desconsolados
propietarios de tafileterías; y sobre la tumba hicimos sellar una lápida con la
siguiente inscripción, que el mismo Teodoro había compuesto, parodiando el
epitafio de Franklin:
YACE
AQUI
EN SU
ENCUADERNACION DE MADERA
UN
EJEMPLAR IN FOLIO
DE LA
MEJOR EDICION DEL HOMBRE
ESCRITO
EN UNA LENGUA DE LA EDAD DE ORO
QUE EL
MUNDO YA NO ENTIENDE
ES HOY
UN LIBRO ARRUINADO
MANCHADO
Y DESHOJADO
CON
IMPERFECTO FRONTISPICIO
ROIDO
POR LOS GUSANOS
Y
ATACADO DE PODREDUMBRE
NO
OSAMOS ESPERAR PARA EL
LOS INUTILES
Y TARDIOS HONORES
DE LA
REIMPRESION
NOTAS:
[1] El señor Wagenseil nos ha dado la traducción latina de un libro de los
judíos intitulado Toldos Jeschu, en
el que se nos cuenta que cuando Jeschu estaba en Bethléem de Judea, lugar en
que había nacido, se puso a gritar muy fuerte: «¿Quiénes son esos hombres
malvados que sostienen que soy bastardo y de origen impuro? Ellos son los
bastardos y hombres muy impuros. ¿No fue una madre virgen la que me engendró? Y yo entré en ella por la coronilla.» Dictionnaire
filosophique – Généalogie.
[2] Nota del traductor: se trata de los nueve volúmenes de la Bibliothèque curieuse historique et
critique, ou catalogue de livres difficiles à trouver par David Clément, Göttingen,
Hannover, J.G.Scmidt, publicados entre 1750 y 1760.
El autor
Novelista,
cuentista, dramaturgo, memorialista de la Revolución Francesa y del Imperio,
historiógrafo del viejo París, lexicógrafo, entomólogo, Charles Nodier ofrece
el perfecto ejemplo del hombre de letras europeo del siglo XIX.
Nacido
en 1780, fue en su juventud un ferviente antibonapartista y conoció por ello la
prisión y la clandestinidad. La Restauración Borbónica lo nombró director de la
Biblioteca del Arsenal. En ese magnífico lugar, aún hoy intacto, Nodier vivió
hasta su muerte en 1844. Fue allí donde animó uno de los más célebres salones
literarios de la época mientras, pacientemente, continuaba elaborando una obra
que sorprende por la vastedad de su inspiración y la inmensa variedad de sus
temas.
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