jueves, 23 de febrero de 2012

LA MISMA MUJER

Federigo Tozzi
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 3)


Cuando los dos amigos volvieron a verse al cabo de tres años, casi tuvieron vergüenza de sí mismos: aunque siempre se habían escrito, era como una reconciliación tímida, que les molestaba.
Y Rafael, para sondear la amistad de Félix, le preguntó:
—¿Qué has hecho durante todo este tiempo?
Félix, con una hostilidad involuntaria, respondió:
—Lo sabes.
Y entonces desearon volver a mezclar todos sus sentimientos. La época de la separación se acortaba cada vez más, rápidamente. Pero no se decían nada. Se sentían bien juntos, y punto.
—Mira: ¡llueve!
Miraron juntos la lluvia, casi con los mismos ojos; y luego Félix dijo, como para hacer una comparación irónica:
—¿Recuerdas cuando nos mojábamos durante horas?
Y ambos desearon que lloviese; porque necesitaban saber que no se separarían demasiado pronto. Félix había estado a punto de casarse. Rafael lo sabía y pensaba en eso con un estremecimiento de curiosidad.  Pero Félix no quería hablar de ese tema;  porque aún amaba. Y Rafael, en cambio, sufría porque Félix no quería hablar. Por fin, preguntó:
—¿Por qué no te casaste?
Félix le apretó la mano y le dijo:
—Algún día lo sabrás.
El otro lo miró.
—¿Quieres saberlo en seguida? Contigo no puedo hablar con calma.
—Pero, ¿realmente la has querido?
Félix podía decir la verdad, pero sintió que tenía que responder que no. Tenía que hablarle de esa mujer obedeciendo, no a la verdad, sino a lo que en ese momento  le diese placer. Y le parecía, por esto, que era más bueno con su amigo.
—Yo —dijo Rafael— seguí llevando la vida que alguna vez tú también llevaste conmigo.
Y también él mintió, porque le desagradaba contar la verdad. Ambos debían disimular. Ahora, la amistad que había entre ellos les molestaba realmente: era como una sorpresa de su conciencia. Sentían que, de haber permanecido siempre juntos, habrían vivido de otro modo. Pero el pasado les pareció igualmente dulce y tan íntimo. La lluvia seguía, cada vez más fuerte; como si hubiese tenido prisa en destruir todos los recuerdos que formaban sus sentimientos. Rafael trató de cambiar de conversación:
—¿Es hermosa la ciudad en que estás ahora?
Pero Félix pensaba demasiado en su amor, y por eso no respondió. Ya no lograba olvidarlo; y se irguió, palideciendo. Rafael dijo:
—¡Yo también sufro!
—¡Cómo nos ocurre lo mismo! Sé que tú también has amado.
—Pero traté de vencerme a mí mismo.
—¿Y por qué no me contaste nunca nada?
—Porque me hablabas de ti mismo, y no quería decirte que yo también era como tú.
—¿Exactamente como yo?
Se echaron a reír. Luego Rafael dijo:
—Es mejor hablar de otra cosa.
—No podemos.
El café donde estaban se llenaba de gente, que entraba para resguardarse de la lluvia. Los dos grandes espejos que adornaban las paredes reflejaban la gente y las mesas; como si también ellos hubieran vuelto a hacer algo; lo que siempre debían hacer. Como eran los espejos de un café, parecían tener la función de atender sin tardanza a la gente. Algunos jóvenes entraron en la sala de billar, y poco después se oyeron los golpes de las bolas. En una mesa, cubierta con un pequeño tapiz verde, se jugaba a las cartas; en otra, fumando, otros parroquianos hojeaban los diarios. A lo largo de las paredes pintadas de blanco había bancos cubiertos de terciopelo rojo.  Había en el café una cierta alegría un poco apagada.
Félix dijo, con una alegría algo nerviosa:
—Si yo me hubiese casado, no habría vuelto a Roma.
El amigo respondió, como ante una bravuconada:
—Habría venido yo a buscarte.
Félix replicó con una pregunta, como hablando quién sabe de qué países lejanos:
—¿Hasta Bolonia?
Entonces le tomaron gusto a la conversación, aunque con cierto recelo:
—Por supuesto: a veces habría tenido modo de venir. Pero ¿quién es, entonces, esa mujer con la que te querías casar? ¿Una princesa?
De golpe, entonces, sintieron que la voz cambiaba:
—Tú también la has conocido.
El amigo, instintivamente, se vengó:
—Tú también has conocido a la mía.
Se rieron los dos, aunque con cierto miedo. En ese momento era seguro que se dirían el nombre. Sentían que estaba mal; pero Félix no se retuvo:
—Se llama Inés.
Rafael tuvo un sacudón de rabia; y dijo en voz baja:
—¿Era Inés?
—Ella misma.
Rafael quería reírse y no podía. Siguió vengándose, en cambio, casi balbuceando:
—¿Y no te dijo nunca que yo estaba enamorado de ella, antes de venir a Bolonia?
Pero Félix era más indulgente.
—Nunca.
Luego se pasó una mano por los ojos, y dijo:
—Ahora me parece una alucinación.
Rafael callaba, exasperado y doliente.
—Tendríamos que ir a verla juntos. Sé que está en Roma.
—Vamos ya mismo a buscarla.
—Pero antes, contémonos todo.
Era como si se ayudasen a volver a verla juntos; era como si la amasen juntos, sin pensar en quitársela el uno al otro.
Félix se sentía culpable; y permanecieron un momento sin poder hablarse y ni siquiera mirarse. Creían, incluso, que debían romper su amistad; y cada uno pensaba en Inés según como le había parecido. Pero ninguno de los dos se imaginaba que Inés hubiese ido de uno al otro sólo por el capricho de hacerse amar por dos amigos tan sinceros entre ellos. Ella ya había calculado que no sería ni de uno ni del otro.
Pero también ella, más que por coquetería, había querido hacer este experimento con una cierta seriedad; casi con el deseo de complacerlos a ambos, justamente, porque se querían. Cuando comprendía que el sentimiento verdaderamente la comprometía, encontraba el modo de alejarse; y todo, para ella, se quedaba en una especie de amistad un poco sensual; sin que quisiese darse cuenta de que los dos jóvenes se habían dejado atrapar por un sentimiento mucho más profundo y de otra naturaleza. Por último, se había arrepentido; y deseaba no volver a verlos. Era rubia y delgada; y hermosa, cuando sonreía.
Ahora, allí, en ese café, a donde la gente entraba empapada por la lluvia, ellos competían, silenciosamente, en defenderla y en odiarla al mismo tiempo. Rafael dijo:
—¿Logras entender por qué ha actuado así con los dos?
—No lo sé; pero no me hables de eso.
Félix se sentía, de pronto, lleno de celos. Y cuando llegaba a convencerse de que ella no lo había amado más que a Rafael, sufría. Iría a buscarla, pero solo; para hacerse amar y para arrebatársela al amigo. Pero habría querido arrebatársela incluso del recuerdo; y eso no era posible.
También Rafael tenía el mismo derecho; por lo que se sentía furioso y ridículo. Hubiera deseado que sólo se tratase de un sueño morboso. Rafael sentía su amor propio todo trastornado; se consideraba el más traicionado, y por eso era el que más odiaba a Inés. Aun si, contra su voluntad, le gustaba pensar que él la había amado antes que Félix.
Mirando a la gente de las otras mesas, creyeron que se estaban burlando de ellos. Se detuvieron, por esto, a mirar las bocas que sonreían, los gestos y los movimientos.
Pero Félix preguntó:
—¿Qué culpa tenemos entre nosotros?
Rafael habría querido responderle mal; pero sentía que no podía; y, a pesar suyo, tuvo que ser bueno también él. Y respondió:
—Ninguna.
—¿Por qué, entonces, no nos hablamos más?
—Creo que hemos pensado las mismas cosas.
No lograban, sin embargo, mirarse a los ojos, porque estaban furiosos; y bastaba con que callasen un poco para que su resentimiento volviese a dominarlos. Ambos se sentían a merced de la misma cosa malvada y desagradable. Querían expulsarla, rápido; y no era posible.
—¿Volverás a hablarle alguna vez?
Rafael fue presa de un gran deseo de ser sincero, que lo agitaba todo.
—Nunca.
—Yo tampoco.
Y, mirándose a los ojos, comprendieron que ambos se sentían afligidos hasta lo más profundo, que ambos querían sacarse del alma esa culpa involuntaria. Entonces Rafael dijo:
—Vamos juntos a mi casa, y quememos todo lo que conservamos de ella: cartas, flores, fotografías, los libros que nos regaló… ¿Quieres?
Félix no quería haberla amado en vano. Pero consintió.
Pagaron y salieron; bajo el mismo paraguas. Primero Félix pasó por el hotel en que tenía las maletas; y recogió todo lo que tenía de Inés.
Le temblaban las manos, pero se esforzaba por reír.
En casa de Rafael pusieron todo junto; sobre una mesita. Félix trataba de no mirar más; y lo dejaba hacer al otro. Pero ya tampoco el otro tenía fuerzas; y las lágrimas le humedecían los ojos. Hubiera querido que fuese Félix el que echase todo aquello en la chimenea; que ardía como si esperase para hacer más grande la llama.
—Tomemos lo que está encima de la mesita con nuestras manos juntas.
Félix obedeció; pero, al contacto de las manos de Rafael, apartó las suyas; con aversión. El otro se dio cuenta, y trató de darse prisa. Las cartas y los libros comenzaron a flamear, tras haber hecho un humo denso que salía de la estufa.
—¿También las fotografías?
—También.
Las vieron entre las llamas, como si hubiesen ido a refugiarse entre las páginas aún intactas. Luego, después de tensarse por el calor, se doblaron; se volvieron irreconocibles; se quemaron, casi sin llamas. Los libros, con las páginas comidas por el fuego, se aplastaban cada vez más, abriéndose e incinerándose.
No habían apartado los ojos de la chimenea; se sentían demasiado cerca el uno del otro.
Y cuando se miraron a la cara, sus miradas estaban llenas de odio violento.
Félix, entonces, se puso el sombrero y salió; porque ambos se avergonzaban de no tener la fuerza de matar.


© Traducción de Carlos Cámara

El autor

Federigo Tozzi es un importante autor italiano muy poco conocido en español. Tuvo una infancia infeliz, signada por la temprana la pérdida de la madre y por la incomprensión del padre. Fue expulsado por mala conducta de su primera escuela secundaria y de la escuela de Bellas Artes a la que asistió después. Cursó más tarde en distintos institutos técnicos, sin obtener título alguno. Comenzó a escribir hacia 1906, pero los textos de esa época sólo fueron publicados después de su muerte. Se dedicó al periodismo en Roma a partir de 1914, actividad que le produjo aún más desilusión. Su carrera literaria sólo comenzó realmente luego de su matrimonio, en 1908. Las diversas vicisitudes de su vida, que alimentan su obra, infunden a ésta última una visión pesimista del mundo, que Tozzi expresa en una lengua despojada y violenta. Sus principales novelas son: Con los ojos cerrados (1919), La granja (1920), Tres cruces (1920). Animales, de 1915, es una cruza de diario y de bestiario. Los volúmenes La imagen y otros cuentos y Nuevos cuentos reúnen todos sus relatos cortos.

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