Italo Svevo
(originalmente publicado como Cuento largo en ARR N° 2)
(originalmente publicado como Cuento largo en ARR N° 2)
Se casaba una sobrina de mi
mujer, a la edad en que las muchachas dejan de ser tales para convertirse en
solteronas. La pobrecita se había negado hasta poco antes a la vida, pero luego
las presiones de toda la familia la indujeron a volver a ella, renunciando a su
deseo de pureza y religión, y aceptó hablar con un joven que la familia le eligió
por considerarlo un buen partido. Poco después, de pronto, adiós religión,
adiós sueños de soledad virtuosa, y la fecha de la boda se fijó incluso para
antes de lo que los novios hubieran deseado. Y ahora estábamos todos cenando en
vísperas de la boda.
Yo,
como viejo licencioso que soy, me reía. ¿Qué había hecho el joven para hacerla
cambiar tan pronto de opinión? Probablemente la había tomado entre los brazos
para hacerle sentir el placer de vivir y, más que convencerla, la había
seducido. Por eso era necesario desearle tanta felicidad. Todos, al casarnos,
necesitamos que nos deseen felicidad, pero esa muchacha más que todos. Qué
desastre si un día debiera lamentarse de haberse dejado llevar por ese camino
que, por instinto, había aborrecido. Y yo también levanté varias veces mi copa
para desearle felicidad, con fórmulas qué hasta supe confeccionar para ese caso
especial: "Estén contentos durante uno o dos años, luego los otros largos
años los soportarán más fácilmente, de puro agradecimiento por haber
disfrutado. De la alegría sólo nos queda la nostalgia, y eso también es un
dolor, pero un dolor que cubre el fundamental, el verdadero dolor de la
vida."
La
novia no parecía sentir necesidad de tantos parabienes. Me parecía más bien que
tenía la cara completamente cristalizada en una expresión de confiado abandono.
Era, sin embargo, la misma expresión que ya había tenido cuando proclamaba su
voluntad de retirarse a un claustro. También esta vez hacía un voto, el voto de
ser feliz toda la vida. Hay algunos, en este mundo, que siempre hacen votos.
¿Cumpliría ella ese voto mejor que el precedente?
Todos
los demás, en torno a la mesa, estaban alegres con gran naturalidad, como
siempre lo están los espectadores. A mí la naturalidad me faltaba del todo.
También para mí era una noche memorable. Mi mujer había logrado que el doctor
Paoli me permitiese esa noche comer y beber como todos los demás. Una libertad
que hacía más preciosa la advertencia de que en seguida me sería quitada. Y yo
me comporté exactamente como esos jovenzuelos a los que se les entregan por
primera vez las llaves de la casa. Comía y bebía, no porque tuviese sed o hambre,
sino ávido de libertad. Cada bocado, cada trago, debía afirmar mi
independencia. Abría la boca más de lo que era necesario para recibir en ella
cada bocado, y el vino pasaba de la botella al vaso hasta desbordar, y yo no lo
soltaba ni por un instante. Sentía deseos frenéticos de moverme, y allí,
clavado en la silla, tuve la sensación de correr y saltar como un perro
liberado de la cadena.
Mi
mujer se las arregló para humillarme contándole a su vecina de asiento el
régimen al que habitualmente estaba sometido, mientras mi hija Ema, de quince
años, la escuchaba y se daba importancia completando las indicaciones de la
madre. ¿Querían recordarme la cadena incluso en ese momento en que me la habían
quitado? Describieron cada detalle de mi tortura: cómo pesaban la poca carne
que tenía autorizada a mediodía, privándola de todo sabor, y cómo por la noche
no había nada que pesar, porque la cena estaba compuesta de un pancito con un
poquito de jamón y un vaso de leche caliente sin azúcar que me daba náuseas. Y
yo, mientras hablaban, hacía la crítica de la ciencia del doctor y de su
efecto. De hecho, si mi organismo estaba tan desgastado, ¿cómo podía admitirse
que esa noche, porque nos había salido bien la jugarreta de hacer que se casase
la que, por propia elección, no lo habría hecho, lograse soportar de improviso
tanto elemento indigesto y perjudicial? Y, mientras bebía, me preparaba para la
rebelión del día siguiente. ¡Sería para alquilar balcones!
Los
demás se abocaban al champagne, pero
yo, después de tomar varias copas para responder a los múltiples brindis, había
vuelto al vino de mesa, un vino de Istria seco y sincero que un amigo de la
casa había enviado para la ocasión. Yo adoraba ese vino como se aman los recuerdos,
y no desconfiaba de él ni me sorprendía que, además de darme alegría y olvido,
hiciese aumentar la ira en mi ánimo.
¿Cómo
podía no encolerizarme? Me habían hecho pasar un período de vida
desgraciadísimo. Espantado y empobrecido, había dejado morir en mí todo
instinto generoso para dar paso a pastillas, gotas y polvillos. Basta de
socialismo. ¿Qué podía importarme si la tierra, contrariamente a las más
esclarecidas opiniones científicas, continuaba siendo objeto de propiedad
privada? ¿Si a tantos, en consecuencia, no se les concedía el pan cotidiano y
esa parte de libertad que debería adornar cada día del hombre? ¿Tenía yo acaso
el uno o la otra?
Esa
noche feliz traté de reconstruirme por entero. Cuando mi sobrino Juan, un
hombre gigantesco que pesa más de cien kilos, se puso a contar con su voz
estentórea ciertas anécdotas acerca de su propia bribonería y de la ingenuidad
de los demás en los negocios, volví a encontrar en mi corazón el antiguo
altruismo.
—¿Qué
harás tú —le grité— cuando la lucha entre los hombres ya no sea lucha por el
dinero?
Por
un instante Juan permaneció atontado ante mi frase densa, que venía de
improviso a trastornar su mundo. Me miró fijo, con los ojos agrandados por los
lentes. Buscaba en mi cara explicaciones para orientarse. Luego, mientras todos
lo miraban esperando poder reírse con una de sus respuestas de materialista
ignorante e inteligente, de espíritu ingenioso y malicioso que sorprende
siempre a pesar de haber sido usado aun antes de Sancho Panza, ganó tiempo
diciendo que el vino les alteraba a todos la visión del presente y a mí, en
cambio, me confundía el futuro. Eso ya era algo, pero en seguida creyó haber encontrado
algo mejor y gritó: —¡Cuando ya nadie luche por el dinero lo tendré todo yo sin
lucha, todo, todo!
Hubo
muchas risas, especialmente a causa de un gesto repetido de sus brazotes, que
extendió primero en toda su longitud y luego contrajo cerrando los puños para
hacer creer que había aferrado el dinero que debía fluir hacia él de todas
partes.
La
discusión siguió y nadie se daba cuenta de que yo, cuando no hablaba, bebía. Y
bebía mucho y decía poco, dedicado como estaba a estudiarme por dentro, para
ver si finalmente mi interior se llenaba de benevolencia y de altruismo. Ese
interior ardía levemente. Pero era un ardor que luego se difundiría en una
agradable tibieza, en el sentimiento de juventud que procura el vino,
desgraciadamente sólo por breve tiempo.
Y
mientras esperaba esto, le grité a Juan:
—¡Si
recoges el dinero que los demás rechazarán, te meterán en la cárcel!
Pero
Juan gritó en seguida:
—¡Y
yo sobornaré a los carceleros y haré encerrar a los que no tengan dinero para
sobornarlos!
—¡Pero
el dinero ya no servirá para sobornar a nadie!
—Y
entonces, ¿por qué no dejármelo?
Me
puse desmesuradamente furioso:
—Te
atraparemos —aullé—. No mereces otra cosa. La cuerda al cuello y pesas en las
piernas.
Me
detuve, estupefacto. Me parecía que no había dicho exactamente lo que pensaba.
¿Es así como yo estaba hecho? No, ciertamente no. Reflexioné: ¿cómo volver a mi
afecto por todos los seres vivientes, entre los cuales debía estar también el
mismo Juan? Le sonreí de golpe, haciendo un esfuerzo enorme por corregirme y
disculparlo y quererlo. Pero él me lo impidió, porque no le prestó la menor
atención a mi sonrisa benévola y dijo, como resignándose a constatar una
monstruosidad:
—Ahí
lo tienen, todos los socialistas terminan, en la práctica, recurriendo al
oficio del verdugo.
Me
había vencido, pero lo odié. Pervertía mi vida entera, incluso la que había
anticipado la intervención del médico y que yo añoraba como algo luminoso. Me
había vencido porque reveló la misma duda que, ya antes de sus palabras, yo
mismo había tenido con tanta angustia.
Y
en seguida me cayó encima otro castigo. —Qué bien se lo ve —dijo mi hermana mirándome
con complacencia, y fue una frase infeliz, porque mi mujer, apenas la oyó,
entrevió la posibilidad de que ese bienestar excesivo que me coloreaba el
rostro degenerase en enfermedad. Se espantó como si en ese momento alguien la
hubiera advertido de un peligro inminente y me asaltó con violencia: —Basta,
basta —exclamó—, fuera ese vaso. Solicitó la ayuda de mi vecino de mesa, un tal
Olmos, que era uno de los hombres más altos de la ciudad, flaco, reseco y sano,
pero con lentes enormes como Juan. —Sea bueno, sáquele el vaso de la mano. Y
viendo que Olmos vacilaba, se conmovió, se afligió: —Señor Olmos, sea bueno,
sáquele el vaso.
Quise
reírme, es decir que adiviné que en ese caso una persona educada debía reírse,
pero me resultó imposible. Había preparado la rebelión para el día siguiente y
no era culpa mía si estallaba de pronto. Esos reproches en público eran
verdaderamente ultrajantes. Olmos, al que yo, mi mujer y toda esa gente que
estaba dándole de comer y de beber no le importaba un comino, empeoró mi
situación haciéndola ridícula. Miraba por encima de sus lentes el vaso que yo
aferraba, le acercaba las manos como si estuviera a punto de arrebatármelo y
terminaba retirándolas con un gesto vivo, como si hubiera tenido miedo de mí,
que estaba mirándolo. A mis espaldas todos se reían; Juan lo hacía con una
cierta risa suya, a gritos, que le quitaba el aliento.
Mi
hija Ema creyó que su madre necesitaba auxilio. Con un acento que me pareció
exageradamente suplicante, dijo: —Papá querido, no bebas más.
Y
fue sobre esa inocente sobre quien se volcó mi ira. Le dije una palabra dura y
amenazante, dictada por el resentimiento del viejo y del padre. De
inmediato se le llenaron los ojos de lágrimas y su madre ya no se ocupó más de
mí, para dedicarse por entero a consolarla.
Mi
hijo Octavio, que en ese entonces tenía tres años, corrió en ese momento
preciso hasta la madre. No se había dado cuenta de nada, ni del dolor de la
hermana ni de la disputa que la había causado. Quería pedir permiso para ir a
la tarde siguiente al cine con unos amiguitos suyos que acababan de
proponérselo. Pero mi mujer no lo escuchaba, totalmente absorta en su tarea de
consoladora de Ema.
Quise
elevarme con un acto de autoridad y grité mi permiso: —Sí, por supuesto, irás
al cine. Te lo prometo yo y punto. Octavio, sin escuchar nada más, volvió a
donde estaban sus camaradas después de decirme: —Gracias, papá. Lástima, esa
fogosidad suya. Si se hubiera quedado con nosotros, me habría dado alivio con
su alegría, fruto de mi acto de autoridad.
En
torno a la mesa el buen humor quedó destruido por unos instantes y yo me sentí
en falta incluso con la novia, para la cual ese buen humor debía ser presagio y
promesa de felicidad. Y en cambio ella era la única que entendía mi dolor, o
así me pareció. Me miraba de una manera verdaderamente maternal, dispuesta a
disculparme y a halagarme. Esa muchacha siempre había tenido ese aspecto de
estar segura de su propio juicio.
Eso
aumentó el rencor que sentía por mi mujer, cuya expresión nos humillaba de tal
modo. Nos hacía inferiores a todos, incluso a los más mezquinos que estábamos
sentados a esa mesa. Allá, en el fondo, hasta los niños de mi cuñada habían
dejado de parlotear y comentaban lo ocurrido estirando las cabecitas.
Aferré
el vaso, dudando entre vaciarlo o arrojarlo contra la pared o, quizás, contra
la ventana que tenía enfrente. Ése era el acto más enérgico, porque afirmaba mi
independencia: me pareció el mejor vino que hubiera tomado esa noche. Prolongué
el acto sirviéndome del otro vino, del que también bebí un poco. Pero la
alegría no quería venir y toda la vida, incluso demasiado intensa, que ahora
animaba mi organismo, era rencor. Me vino una idea curiosa: mi rebelión no
bastaba para aclararlo todo. ¿No podría proponerle también a la novia que se
rebelase conmigo? Por suerte en ese preciso instante le sonrió con dulzura al
hombre que estaba a su lado, confiado. Y yo pensé: —Todavía no sabe y está
convencida de saber.
Recuerdo
también que Juan dijo: —Pero déjenlo beber; el vino es la leche de los viejos. Lo
miré arrugando la cara para simular una sonrisa, pero igual me dio rabia. Sabía
que sólo lo movía el buen humor y que quería complacerme, como a un chico
revoltoso que perturba una reunión de adultos.
Después
bebí poco y sólo si me miraban, y no volví a abrir la boca. Todo el mundo a mi
alrededor gritaba alegremente y eso me fastidiaba. No prestaba atención, pero
era difícil no oír. Había estallado una discusión entre Olmos y Juan y todos se
divertían contemplando el enfrentamiento entre el hombre gordo y el hombre
flaco. No sé de qué podía tratarse la discusión, pero les oí decir tanto a uno
como a otro palabras bastante agresivas. Vi a Olmos que, de pie y estirándose
hacia Juan, llevaba los lentes casi hasta el centro de la mesa, muy cerca de su
adversario, que había tendido sus ciento veinte kilos, cómodamente, en un
sillón de respaldo alto que le habían ofrecido en broma al final de la cena y
lo miraba fijo, como buen esgrimista que era, con el aire de estudiar en dónde
asestaría la estocada. Pero Olmos también ofrecía un bello espectáculo, tan
seco y sin embargo sano, móvil y sereno.
Y
recuerdo también las felicitaciones y los saludos interminables en el momento
de la separación. La novia me besó, sonriendo de un modo que me pareció todavía
maternal. Acepté ese beso, distraído. Pensaba en cuándo tendría la oportunidad
de explicarle dos o tres cosas de la vida.
En
eso alguien pronunció un nombre, el de una amiga de mi mujer que también había
sido amiga mía: Ana. No sé quién lo dijo ni con qué intención, pero sé que fue
el último nombre que oí antes de que los invitados me dejasen en paz. Años
atrás solía verla junto a mi mujer y saludarla con la amistad y la indiferencia
de gente que no tiene razón alguna de quejarse de haber nacido en la misma
ciudad y en la misma época. Y ahora, en cambio, recordé qué ella había sido,
tantos años atrás, mi único delito de amor. La había cortejado casi hasta el
momento de casarme con mi mujer. Pero después de mi traición, que había sido brusca,
tanto que no traté de atenuarla ni siquiera con una palabra, ninguno había
hablado nunca, porque poco después se casó ella también y fue muy feliz. No
había venido a nuestra fiesta a causa de una leve gripe que le hizo guardar
cama. Nada grave. Era extraño y grave, en cambio, que yo recordase ahora mi
pecado de amor, que venía a pesar en mi conciencia ya tan turbada. Hasta tuve
la sensación de que en ese momento mi antiguo delito era castigado. Desde su
cama, que era probablemente de convaleciente, oía protestar a mi víctima: —No
sería justo que tú fueses feliz. Me dirigí muy abatido a mi dormitorio. Estaba
un poco confuso, porque algo que entretanto no me parecía justo era que mi
mujer estuviese encargada de vengar a quien ella misma había suplantado.
Ema
fue a darme las buenas noches. Estaba sonriente, rosada, fresca. Su breve
acceso de lágrimas se había resuelto en una reacción de alegría, como ocurre en
todos los organismos sanos y jóvenes. Yo, desde hacía poco, entendía bien el
alma ajena, y mi hija era, para mí, transparente como el agua. Mi estallido de
ira había servido para conferirle importancia en presencia de todos, y ella lo
disfrutaba con plena ingenuidad. Le di un beso y estoy seguro de que pensé que
era una suerte para mí que estuviera tan alegre y contenta. Por cierto, para
educarla habría sido mi deber advertirle que no se había comportado conmigo con
bastante respeto. Pero no encontré las palabras y me callé. Se fue, y de mi
intento de encontrar esas palabras no me quedó sino una preocupación, una
confusión, un esfuerzo que me acompañó durante cierto tiempo. Para calmarme,
pensé: — Le hablaré mañana. Le daré mis razones. Pero no sirvió. La había
ofendido, y ella también me había ofendido. Pero era una nueva ofensa que no
pensase más en eso mientras que yo seguía pensando.
También
Octavio vino a saludarme. Extraño niño. Nos saludó a mí y a su madre casi sin
vernos. Ya había salido cuando lo alcancé con mi grito: —¿Contento de ir al
cine? Se detuvo, hizo un esfuerzo por recordar y antes de retomar la carrera
dijo secamente: —Sí. Tenía mucho sueño.
Mi
mujer me trajo la caja de las píldoras. —¿Son éstas? —pregunté, con una máscara
de hielo en la cara. —Sí, claro —dijo amablemente. Me miró interrogante e,
incapaz de indagarme de otro modo, me preguntó hesitante: —¿Estás bien? —Perfectamente
—aseguré con decisión. Y precisamente en ese instante empezó a arderme
espantosamente el estómago. —Era esto lo que quería —pensé, con una lógica de
la que no dudé hasta ahora.
Tragué
la píldora con un sorbo de agua y eso me produjo un leve alivio. Besé
maquinalmente a mi mujer en la mejilla. Era un beso apropiado para acompañar
las píldoras. No me lo podía ahorrar si quería evitar discusiones y
explicaciones. Pero no supe entregarme al descanso sin antes precisar mi
posición en la lucha que, para mí, todavía no había terminado, y dije en el
momento de introducirme en la cama: —Creo que las píldoras hubieran sido más
eficaces si las hubiese tomado con vino.
Apagué
la luz y en seguida la regularidad de su respiración me anunció que tenía la
conciencia tranquila, es decir (pensé de inmediato) que sentía la indiferencia
más absoluta por todo lo que me concernía. Había esperado ansiosamente ese
instante, y en seguida me dije que por fin era libre de respirar ruidosamente,
como me parecía exigir el estado de mi organismo, o tal vez de sollozar, como hubiera
querido en mi abatimiento. Pero el jadeo, apenas se vio libre, se transformó en
un jadeo aún más real. Y, por lo demás, esa no era una libertad. ¿Cómo
desahogar la ira que bullía en mí? No podía hacer otra cosa que rumiar lo que
les diría a mi mujer y a mi hija al otro día: —¿Se preocupan tanto por mi
salud, cuando se trata de fastidiarme en presencia de todos? Era tan cierto. Y
yo ahora me afligía solo en mi cama mientras ellas dormían serenamente. ¡Qué
ardor! Se había abierto en mi organismo un largo pasaje que desembocaba en la
garganta. En la mesita junto a la cama debía estar la botella de agua, y
alargué la mano para alcanzarla. Pero mi mano tropezó con el vaso vacío y bastó
el leve tintineo para despertar a mi mujer. Siempre duerme con un ojo abierto.
—¿Te
sientes mal? —preguntó en voz baja. Dudaba de haber oído bien o no quería
despertarme. Esperé un rato para ver qué hacía, pero le atribuí la extraña
intención de disfrutar con mi malestar, que no era sino la prueba de que ella
había tenido razón. Renuncié al agua y volví a tenderme, muy silenciosamente.
En seguida volvió a conciliar ese sueño ligero que le permitía vigilarme.
En
suma, si no quería perder en la lucha con mi mujer, tenía que dormir. Cerré los
ojos y me puse de costado, haciéndome un ovillo. Pronto tuve que cambiar de
posición. Me obstiné, sin embargo, y no abrí los ojos. Pero cada posición
sacrificaba una parte de mi cuerpo. Pensé: —Con el cuerpo así puesto no se
puede dormir. Estaba hecho todo movimiento, todo vigilia. El que está corriendo
no puede pensar el sueño. De la carrera tenía la respiración afanosa y aun, en
los oídos, el ruido de mis pasos: de zapatos pesados. Pensé que tal vez, en la
cama, me movía demasiado suavemente para poder acertar de golpe y con todos los
miembros la posición justa. No hacía falta buscarla. Hacía falta que cada cosa
encontrara el lugar adecuado a su forma. Me di vuelta con toda violencia. De
inmediato mi mujer murmuró: —¿Te sientes mal? Si hubiese empleado otras
palabras yo habría respondido pidiendo auxilio. Pero no quise responder a esas
palabras que ofensivamente aludían a nuestra discusión.
Y
sin embargo, estarse quieto debía de ser tan fácil. ¿Qué dificultad puede haber
en yacer, yacer verdaderamente, en la cama? Volví a ver todas las grandes
dificultades con que nos encontramos en este mundo, y encontré que
verdaderamente, en comparación con cualquiera de ellas, yacer inerte era una
cosa de nada. Cualquier carroña sabe estarse quieta. Mi determinación inventó
una posición complicada pero increíblemente tenaz. Clavé los dientes en la
parte superior de la almohada y me retorcí de modo tal que también apoyaba el
pecho en ella, mientras que la pierna derecha salía de la cama y llegaba casi a
tocar el suelo y la izquierda se ponía rígida, clavándome en la cama. Sí. Había
descubierto un nuevo sistema. No era yo el que aferraba la cama, era la cama la
que me aferraba a mí. Y esta convicción de mi inercia tuvo por efecto que, aun
cuando la opresión aumentó, yo todavía no cedí. Cuando, por fin, tuve que
ceder, me consolé con la idea de que una parte de aquella horrenda noche había
transcurrido, e incluso tuve el premio de que, una vez liberado del lecho, me
sentí aliviado como un luchador que se hubiese liberado de una toma del
adversario.
No
sé durante cuánto tiempo estuve inmóvil. Estaba cansado. Sorprendido, percibí
un extraño resplandor en los ojos cerrados, un torbellino de llamas que supuse
producidas por el incendio que sentía en mí. No eran verdaderas llamas sino
colores que las simulaban. Y luego fueron mitigándose y ordenándose en formas
redondeadas, como gotas de un líquido viscoso que pronto se volvieron todas
azules, suaves, pero bordeadas por una franja roja luminosa. Caían desde un
punto en lo alto, se alargaban y, una vez desprendidas, desaparecían hacia
abajo. Fui yo el primero que pensé que esas gotas podían verme. En seguida,
para verme mejor, se convirtieron en otros tantos ojillos. Mientras se
alargaban, cayendo, se les formaba en el centro un anillito que, privándose del
velo azul, descubría un ojo auténtico, malicioso y malévolo. De inmediato éste
era seguido por una multitud hostil. Me rebelé en la cama, gimiendo e
invocando: —¡Dios mío!
—¿Te
sientes mal? —preguntó de pronto mi mujer.
Debe
de haber transcurrido cierto tiempo antes de la respuesta. Pero luego ocurrió
que me di cuenta de que ya no yacía en la cama sino que me aferraba a ella, que
se había convertido en una cuesta por la cual me iba deslizando. Grité: —Me
siento mal, muy mal.
Mi
mujer había encendido una vela y estaba junto a mí en su camisón rosado. La luz
me tranquilizó y tuve incluso la clara sensación de haber dormido y de haberme
despertado sólo en ese momento. El lecho se había enderezado y yo yacía en él
sin esfuerzo. Miré sorprendido a mi mujer, porque ahora, como me había dado
cuenta de haber dormido, ya no estaba seguro de haber invocado su ayuda. —¿Qué
quieres? —le pregunté.
Me
miró soñolienta, cansada. Mi llamada había bastado para hacerla saltar de la
cama, no para sacarle las ganas de descansar, ante lo cual ya no le importaba
ni siquiera tener razón. Para hacer rápido, preguntó: —¿Quieres de esas gotas
que el doctor te recetó para el sueño?
Vacilé,
porque el deseo de sentirme mejor era fortísimo. —Si quieres —le dije, tratando
de parecer sólo resignado. Tomar las gotas no equivale en absoluto a la
confesión de sentirse mal.
Luego
siguió un instante en el que gocé de una gran paz. Duró hasta que mi mujer, en
su camisón rosado, a la luz débil de la vela, se puso a mi lado a contar las
gotas. La cama era una verdadera cama horizontal y los párpados, si los
cerraba, bastaban para suprimir cualquier luz en los ojos. Pero yo los abría de
cuando en cuando, y esa luz y el rosado de esa camisa me daban tanto alivio
como la oscuridad total. Pero ella no quiso prolongar ni un solo minuto su
ayuda y volví a hundirme en la noche, a luchar solo por la paz. Recordé que, de
joven, para apurar el sueño, me obligaba a pensar en una vieja feísima que me
hacía olvidar las bellas visiones que me obsesionaban. Y he aquí que ahora se
me concedía en cambio invocar sin peligro la belleza, que por cierto me habría
ayudado. Era la ventaja —la única— de la vejez. Y pensé, llamándolas por sus
nombres, en varias bellas mujeres, deseos de mi juventud, de una época en la
que las bellas mujeres habían abundado de manera increíble. Pero no vinieron.
Ni siquiera entonces se me entregaron. Y evoqué, evoqué, hasta que surgió de la
noche una sola figura bella: Ana, justamente ella, tal como había sido tantos
años atrás; pero con la cara, la bella cara rosada, llena de una expresión de
dolor y de reproche. Porque no quería traerme la paz sino el remordimiento. Eso
estaba claro. Y ya que estaba presente, discutí con ella. Yo la había
abandonado, pero ella pronto se casó con otro, lo que no era más que justo. Pero
luego trajo al mundo a una niña que ahora tenía quince años y que se le parecía
en los colores suaves, de oro en la cabeza y azul en los ojos, sólo que tenía
la cara trastornada por la intervención del padre que le habían elegido: las
mejillas grandes, la boca ancha y los labios excesivamente gruesos. Pero los
colores de la madre en los rasgos del padre terminaban siendo un beso impúdico,
en público. ¿Qué quería ahora de mí, tras habérseme mostrado tan a menudo atada
al marido?
Y
fue la primera vez, esa noche, que pude creer que había vencido. Ana se hizo
más amable, casi como si cambiase de actitud. Y entonces su compañía dejó de
desagradarme. Podía quedarse. Y me dormí admirándola bella y buena, persuadida.
Pronto me dormí.
Un
sueño atroz. Me encontré en una construcción complicada, pero que pronto
entendí como si yo formase parte de ella. Una gruta vastísima, áspera, privada
de esos ornamentos que la naturaleza se divierte en crear en las grutas y por
eso, sin duda, debida a la obra del hombre; una gruta oscura en la cual yo
estaba sentado en un taburete de madera de tres patas, junto a una caja de
vidrio débilmente iluminada por una luz que, pensé, debía ser una cualidad
suya, la única luz que había en el vasto ambiente y que llegaba a iluminarme a
mí; una pared hecha de grandes piedras toscas y, debajo, un muro de cemento.
¡Qué expresivas son las construcciones del sueño! Se dirá que lo son porque el
que las ha concebido puede entenderlas fácilmente, y eso es justo. Pero lo
sorprendente es que el arquitecto no sabe que las ha hecho, y no lo recuerda ni
siquiera cuando está despierto, y dirigiendo el pensamiento al mundo del que ha
salido y del que las construcciones surgen con tanta facilidad puede
sorprenderse de que allí todo se entienda sin necesidad de palabra alguna.
Supe
de inmediato que esa gruta había sido construida por hombres que la usaban para
un tratamiento inventado por ellos, un tratamiento que debía ser letal para uno
de los reclusos (muchos debían estar allí en la sombra) pero benéfica para
todos los demás. ¡Ni más ni menos! Una especie de religión que necesitaba un
holocausto, y esto naturalmente no me sorprendió.
Era
bastante más fácil adivinar que, visto que me habían puesto tan cerca de la caja
de vidrio en la cual la víctima debía ser asfixiada, era yo quien había sido
elegido para morir, antes que todos los demás. Y ya sentía por anticipado los
dolores de la horrible muerte que me esperaba. Respiraba con dificultad y la
cabeza me dolía y me pesaba, por lo cual la sostenía con las manos, apoyando
los codos en las rodillas.
De
improviso, todo esto que yo ya sabía fue dicho por una cantidad de gente oculta
en la oscuridad. Mi mujer fue la primera en hablar: —Date prisa, el doctor ha
dicho que eres tú el que debe entrar en esa caja. A mí me parecía doloroso pero
muy lógico. Por eso no protesté, pero fingí no haber oído. Y pensé: —El amor de
mi mujer siempre me pareció tonto. Muchas otras voces gritaron, imperiosas: —¿Vas
a obedecer de una vez? Entre esas voces distinguí con toda claridad la del
doctor Paoli. Yo no podía protestar, pero pensé: —Ése lo hace para que le
paguen.
Alcé
la cabeza para examinar una vez más la caja de vidrio que me esperaba. Entonces
descubrí, sentada bajo la tapa de la misma, a la novia. Incluso en ese lugar
conservaba su aire perenne de tranquila seguridad. Sinceramente, yo despreciaba
a esa tonta, pero súbitamente comprendí que era muy importante para mí. Esto lo
habría descubierto incluso en la vida real, viéndola sentada debajo de ese
artefacto que debía servir para matarme. Y entonces la miré, meneándome. Me
sentí como uno de esos perritos diminutos que conquistan la vida agitando la
cola. ¡Una abyección!
Pero
la novia habló. Sin violencia alguna, como la cosa más natural del mundo, dijo:
—Tío, la caja es para usted.
Yo
debía luchar solo por mi vida. También adiviné esto. Tuve la sensación de poder
realizar un esfuerzo enorme sin que nadie lograse darse cuenta. Tal como antes
había sentido en mí un órgano que me permitía ganarme el favor de mi juez sin
hablar, descubrí en mí otro órgano, que no sé lo que era, para luchar sin
moverme y así asaltar a mis adversarios, que no estaban en guardia. Y el
esfuerzo produjo efecto de inmediato. Juan, el gordo Juan, estaba sentado en la
caja de vidrio luminosa, en una silla de madera similar a la mía y en mi misma
posición. Estaba agachado hacia adelante, porque la caja era demasiado baja, y
tenía los lentes en la mano para que no se le cayesen de la nariz. Pero también
tenía un poco el aspecto de estar meditando en un asunto y de haberse librado
de los lentes para pensar mejor sin ver nada. Y de hecho, aunque transpirado y
ya muy ansioso, en vez de pensar en la muerte próxima estaba lleno de malicia,
como se le veía en los ojos, en los que percibí el propósito del mismo esfuerzo
que poco antes había hecho yo. Por eso no podía sentir compasión por él, porque
le tenía miedo.
También
a Juan le dio resultado el esfuerzo. Poco después, en su lugar en la caja
estaba Olmos, el alto, flaco y sano Olmos, en la misma posición de Juan pero
empeorada por las proporciones de su cuerpo. Estaba enteramente doblado en dos
y habría despertado verdaderamente mi compasión si también en él, además de la
ansiedad, no hubiera habido una gran malicia. Me miraba de arriba abajo, con
una sonrisa malvada, sabiendo que sólo dependía de él no morir en esa caja.
De
lo alto de la caja volvió a hablar la novia: —Ahora sin duda le tocará a Ud.,
tío. Articulaba las palabras con gran pedantería. Y sus palabras fueron
acompañadas por otro sonido, muy lejano, que venía de muy arriba. Gracias a ese
sonido prolongadísimo emitido por una persona que se movía rápidamente para
alejarse, supe que la gruta terminaba en un corredor empinado que conducía a la
superficie de la tierra. Era un solo silbido, pero un silbido de consenso, y
provenía de Ana, que me manifestaba una vez más su odio. No tenía el coraje de
revestirlo con palabras, porque yo realmente la había convencido de que había
sido más culpable conmigo que yo con ella. Pero la convicción no sirve de nada
cuando se trata de odio.
Todos
me condenaban. Lejos de mí, en algún lugar de la gruta, esperando, mi mujer y
el doctor caminaban de un lado a otro, e intuí que mi mujer parecía resentida.
Agitaba con vivacidad las manos, declamando mis faltas. El vino, la comida y
mis modales bruscos para con ella y para con mi hija.
Yo
me sentía atraído hacia la caja por la mirada de Olmos, que se había vuelto
hacia mí, triunfante. Me le acercaba lentamente con la silla, de a pocos
milímetros a la vez, pero sabía que, cuando estuviese a un metro de él (esa era
la ley), de un salto me encontraría atrapado, boqueando.
Pero
aún había una esperanza de salvación. Juan, perfectamente repuesto de la fatiga
de su dura lucha, había aparecido junto a la caja, que él ya no podía temer por
haber estado antes en ella (también esto era una ley allí). Se mantenía erguido
en plena luz, mirando ya a Olmos, que boqueaba y amenazaba, ya a mí, que me
acercaba lentamente a la caja.
Grité:
—¡Juan! Ayúdame a mantenerlo dentro... Te daré dinero. Toda la gruta retumbó
con mi grito, y pareció una carcajada de burla. Entendí. Era inútil suplicarle.
En la caja no debía morir ni el primero que había sido introducido, ni el
segundo, sino el tercero. Esta también era una ley de la gruta, que, como todas
las demás, causaba mi ruina. Era duro, pues, tener que reconocer que no había
sido hecha en ese momento para dañarme justamente a mí. También ella resultaba
de esa oscuridad y de esa luz. Juan ni siquiera respondió, y se encogió de
hombros para señalarme su dolor por no poder salvarme y no poder venderme la
salvación.
Entonces
volví a gritar: —Si no es posible de otro modo, quédense con mi hija. Está
durmiendo aquí al lado. Será fácil. También estos gritos me fueron devueltos
por un eco enorme. El ruido me perturbó, pero volví a gritar para llamar a mi
hija: —¡Ema, Ema, Ema!
Y,
de hecho, del fondo de la gruta me llegó la respuesta de Ema, el sonido de su
voz aún infantil: —Aquí estoy, papá, aquí estoy.
Me
pareció que no había respondido de inmediato. Hubo entonces una violenta
confusión que creí debida a mi salto hacia la caja. Pensé también: —Siempre
lenta, esta hija mía, cuando se trata de obedecer. Esta vez su lentitud me
arruinaba y estaba lleno de rencor.
Me
desperté. Esa era la confusión. El salto de un mundo al otro. Tenía la cabeza y
el tronco fuera de la cama y me hubiera caído si mi mujer no hubiera acudido a
retenerme. Me preguntó: —¿Soñaste? Y luego, conmovida: —Llamabas a tu hija.
¿Ves como la quieres?
Me
sentí, primero, confundido por esa realidad en que todo me pareció desencajado
y falseado. Y le dije a mi mujer, que, sin embargo, también debía saberlo todo:
— ¿Cómo podemos obtener de nuestros hijos el perdón por haberles dado esta
vida?
Pero
ella, como una boba, me dijo: —Nuestros hijos son felices de vivir.
La
vida que yo sentía entonces como verdadera, la vida del sueño, me envolvía sin
embargo, y quise proclamarla: —Porque no saben nada aún.
Pero
luego guardé silencio. La ventana junto a mi cama se iluminaba y esa luz me
hizo sentir, de pronto, que no debía contar el sueño porque necesitaba ocultar
su vergüenza. Pero en seguida, como la luz del sol, azulada y suave pero
imperiosa, siguió invadiendo la habitación, ya ni siquiera sentí esa vergüenza.
La vida del sueño no era la mía y yo no era ése que movía la cola y que para
salvarse a sí mismo estaba listo a inmolar a su propia hija.
Sin embargo, necesitaba evitar el
regreso a esa horrenda gruta. Y es así como me hice dócil, y de buena gana me
adapté a la dieta del médico. En caso de que, sin culpa de mi parte, es decir,
sin libaciones excesivas sino por la última fiebre, tuviese que volver a esa
gruta, entraría sin demora de un salto en la caja de vidrio, si está allí, para
no menear el rabo y para no traicionar.
Traducción de Carlos Cámara
El autor
La importancia de Italo Svevo (Trieste, 1861 - Motta di Livenza, 1928) en la literatura contemporánea se debe, sobre todo, a su novela La coscienza di Zeno (1923), obra capital en que recurre a la técnica del monólogo interior para analizar minuciosamente la psicología de sus personajes; obra que, por lo demás, probablemente no habría escrito ni publicado de no haber sido por la admiración y el apoyo de James Joyce, su profesor de inglés, que lo sacó del desaliento en que lo había sumido el desinterés con que habían sido recibidas sus dos novelas anteriores, Una vita (1892) y Senilità (1896). Pero además de las obras por las que es mundialmente conocido, Svevo escribió cuentos, en su mayor parte inconclusos, en que aborda con la misma sutileza y la misma originalidad sus obsesiones características: frustración, soledad, aspiraciones vanas, impotencia, vejez. Vino generoso es una buena introducción al mundo de este singular escritor.
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