domingo, 31 de julio de 2011

HISTORIA DE LA BUENA GUDULE

Jean Lorrain
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 2)

Madame de Lautréamont vivía en la casa más bella de la ciudad, edificada en épocas de Luis XV (¡disculpen cosa de tan poca monta!), la misma que fuera, bajo el Antiguo Régimen, sede de la Dirección General de Impuestos, y cuyas altas ventanas, adornadas con escudos y conchas, llenaban de admiración a quienquiera acertase a cruzar por la plaza mayor los días de mercado. El inmueble estaba compuesto por un gran cuerpo que sobresalía flanqueado por dos alas laterales, el todo unido por una alta reja; el gran patio de honor y, detrás del edificio principal, el jardín más bonito del mundo. Éste, que terraplén tras terraplén descendía hasta el borde mismo de las murallas de la ciudad, ofrecía una vista sobre treinta leguas a la redonda y, en el más esmerado orden Luis XV, cobijaba en sus boscajes licenciosas estatuas, acariciadas todas, cual más, cual menos, por las Risas y el Amor.
Con respecto a las habitaciones, tenían todos los muros recubiertos de planchas de madera del más encantador efecto, adornadas con paneles decorativos y cristales; y los pisos de toda la planta baja, llamativamente incrustados con maderas exóticas, brillaban como espejos. Madame de Lautréamont sólo ocupaba el edificio principal; los pabellones los había alquilado a sólidos inquilinos, lo que le daba una buena renta; no había nadie que no deseara vivir en la residencia de los Lautréamont y ése era el sempiterno tema de las conversaciones de la ciudad. ¡Ah, Madame de Lautréamont! Había nacido con las manos llenas y toda la suerte del mundo: un marido con el cuerpo de Hércules sometido por entero a la voluntad de su mujer y que le permitía vestirse en París con el mejor modista; dos hijos a los que les había procurado una muy buena situación —la hija casada con un procurador del Rey, y el hijo ya capitán de artillería o a punto de serlo— ; la mejor casa del departamento, una salud que la mantenía todavía lozana y, habiendo pasado los cuarenta y cinco años, atractiva, por cierto; y, para ocuparse de aquella mansión principesca y de aquella salud casi indecente, una empleada doméstica de las que ya no existen, el fénix, la perla única de las sirvientas, todos los grados de devoción, todos los cuidados, toda la lealtad juntos encarnados en la buena Gudule.
Gracias a esta maravillosa mujer, a Madame de Lautréamont le bastaba con tres empleados domésticos —un jardinero, un ayuda de cámara y una cocinera— para mantener su inmensa casa con sólo sesenta mil libras de gasto. Era, nadie podía dudarlo, el hogar más cuidado de la ciudad: ni una mota de polvo en el mármol de las consolas, pisos que se habían vuelto peligrosos de tan encerados, viejos espejos más claros que el agua de las fuentes, y en todas partes, en cada uno de los aposentos, un orden, una simetría que hacían decir que la antigua sede de la Dirección General de Impuestos ocupaba el primer rango entre los hogares de provincia, con esta frase ya tradicional para designar una casa muy cuidada: "¡Ni que estuviésemos en casa de los Lautréamont!"
El alma de esta sorprendente mansión resultaba ser una buena solterona de mejillas aún frescas y ojitos ingenuos y azulados que, de la mañana a la noche, plumero o escoba en mano, silenciosa, seria, activa, no paraba de frotar, cepillar, plumerear, hacer brillar y relucir, enemiga declarada de cualquier partícula de polvo. Los demás empleados le tenían un poco de miedo: la vigilancia de la buena Gudule era terrible. Consagrada por entero a los intereses de sus patrones, nada escapaba a sus ojitos azules; además, siempre estaba en la casa, ya que aquella solterona solamente salía para asistir a los oficios los domingos y fiestas de guardar; realmente muy poco devota, y nunca asidua asistente a la misa de las seis de la tarde, ese pretexto de todas las viejas sirvientas para salir a diario.
En la ciudad no había elogios suficientes para aquel modelo de criada, y eran muchos los que le envidiaban a Madame de Lautréamont su empleada doméstica. No faltaron almas poco delicadas que, sin escrúpulo alguno, trataron de birlársela. Le tendieron puentes de oro, ya que la vanidad tomó cartas en el asunto; y, en la buena sociedad, se hicieron incluso apuestas para ver quién sería capaz de sacarle aquella buena mujer a su patrona: pura pérdida de tiempo. Gudule, de una fidelidad de otras épocas, hizo oídos sordos a toda proposición, y la insolente felicidad de Madame de Lautréamont siguió su rumbo hasta el día en que la vieja sirvienta, gastada, extenuada por el trabajo, se apagó como una lámpara sin aceite en su fría y pequeña buhardilla, en la que Madame de Lautréamont, hay que confesarlo en su honor, permaneció instalada durante tres días.
La buena Gudule tuvo la dicha de morir con su patrona querida al pie del lecho. Los Lautréamont le brindaron a su sirvienta un digno entierro. Monsieur de Lautréamont encabezó el cortejo fúnebre; Gudule tuvo su concesión en el cementerio, flores frescas en la tumba durante, al menos, ocho meses; luego fue inevitable ponerse a buscarle reemplazante.
No, reemplazante no (la cosa era imposible), sino al menos una mujer que ocupase su puesto. Una simple criada no es algo difícil de encontrar y, luego de algunos desgraciados ensayos, Madame de Lautréamont creyó al fin poder felicitarse de haber hallado una mujer digna de confianza y de una elevada honestidad; la señorita Agathe reinó desde entonces en la antigua sede de la Dirección General de Impuestos. Era una mujer algo robusta, con el pecho en forma de bastión, que, ocupadísima, haciendo grandes gestos, se atareaba por todos los rincones, llevando el delantal de seda tornasolada atado a la cintura y el llavero colgando, con aires de señorita fanfarrona. Su desempeño no era precisamente silencioso; no había, desde la mañana hasta la noche, más que gritos e improperios contra los otros empleados; y la antigua mansión, tan calma y tan muda en tiempos de Gudule, estaba como aturdida. Pero la señorita Agathe sabía hacerse valer, ahí estaba el secreto; todo eran chismes cotidianos sobre las actividades de la despensa y la cocina, disputas malintencionadas con la cocinera: y Madame de Lautréamont, con todas aquellas manifestaciones de una ruidosa abnegación, terminaba dejándose engañar.
¡Ay! No era ya el servicio de Gudule, aquel servicio tan invisible y silencioso que se hubiese dicho ejecutado por una sombra; aquellas delicadas atenciones, casi asustadizas, de una abnegación que se escondía; aquella vigilancia de cada segundo, y las minucias aquellas de solterona que vivía en estado de adoración por el hogar de sus patrones; aquel culto como el de una devota por su parroquia, y todo aquel doméstico fervor que, antaño, esparcía en casa de los Lautréamont algo así como el perfume de los altares.
Ahora, sobre el mármol de las consolas, había motas de polvo, los viejos cristales de los salones ya no imitaban el agua clara de las fuentes, ni habrían podido los pisos pasar por espejos; pero la costumbre es una fuerza tan grande y Gudule había edificado una leyenda tal, que la antigua sede de la Dirección General de Impuestos seguía citándose, con la reflexiones de costumbre, como el hogar que ocupaba el primer rango en todo el departamento.
Ahora bien, unos meses después (los hechos ocurrieron a mediados de noviembre y Gudule había fallecido en marzo), una noche, Madame de Lautréamont, sin encender ni siquiera una vela, despertó bruscamente a su marido: "Héctor,” —le dijo—, “¡qué cosa tan rara! ¡Presta atención! Si parece la manera de barrer de Gudule." Monsieur de Lautréamont, de muy mal humor, como todo hombre aún a medias dormido, la increpó tratándola de loca; pero tan grande era la emoción que embargaba a Madame de Lautréamont y tan grandes eran los temblores que tal emoción le producía, que aquel modelo de maridos accedió a despertarse del todo y a prestar atención a las divagaciones de su mujer. "Te aseguro que hay alguien allí. Allí, en el corredor, junto a la puerta. Oigo los pasos. Pero, ¿a qué se debe que esté barriendo? ¡Escucha! Ahora se aleja, está barriendo el fondo del corredor, y te aseguro que es su manera de barrer. ¡Imagínate si yo la conozco! " Madame de Lautréamont ya no osaba siquiera pronunciar el nombre de la vieja sirvienta, y Monsieur de Lautréamont, que la comprendía, dijo: "Realmente, esa mujer te da vueltas en la cabeza. Querida mía, ¡estás soñando despierta! Te aseguro que no pasa nada; la noche está tan tranquila que no se oye mover ni una hoja. Debe ser la cena que te cayó pesada. ¿No quieres que te prepare una taza de té?” Pero, como movida por un resorte, Madame de Lautréamont, toda temblorosa, abandonó la cama, corrió, descalza, a abrir la puerta y, lanzando un grito atroz, volvió a cerrarla. De un salto, Monsieur de Lautréamont se encontró a su lado, sin entender nada de tanta locura, y la transportó hasta un sillón en el que ella se dejo caer sofocada y sin poder hablar. Al fin, recuperó la voz y dijo, en la habitación cuyas luces estaban ahora plenamente encendidas: "Es ella. La vi como te estoy viendo a ti; estaba allí, barriendo y frotando el piso del corredor, con aquella falda de sayal que le conocías, con el mismo gorro que usaba estando viva, ¡pero tan blanca, tan pálida! ¡Ay, qué aspecto de cementerio! Habrá que hacer decir algunas misas por ella, querido."
Monsieur de Lautréamont trató de calmar a su mujer como pudo, pero no por eso estaba menos inquieto y pensativo: ¡tantas cosas se han visto aún más misteriosas!
La noche siguiente, la alucinación de Madame de Lautréamont volvió a apoderarse de ella. Llena de escalofríos, con los dientes apretados por el terror, esta vez oyó a la difunta sirvienta encerar y sacar brillo en el gran corredor desierto, arrastrando los pies sobre patines de fieltro. ¿Será el miedo algo contagioso? En el silencio de la vasta mansión adormecida, Monsieur de Lautréamont, esta vez, oyó el ruido y, a pesar de la manera en que su mujer se aferraba a él, fue gallardamente a abrir la puerta y echó un vistazo.
Todos los pelos se le erizaron en la piel cubierta de sudor: la silueta dislocada de la difunta sirvienta se movía y se agitaba, fúnebre marioneta, en medio del corredor desierto; la ventana que iluminaba la escalera la bañaba en un lunar resplandor y, a la luz de aquel rayo azul, la muerta pasaba y volvía a pasar, cepillando, frotando, presa de febril agitación; se hubiera dicho la labor de una condenada; y Monsieur de Lautréamont, al verla pasar a su lado, vio claramente gotas de sudor sobre el cráneo ya desnudo. Violentamente cerró la puerta, aterrado y convencido. "Tienes razón," —dijo simplemente al regresar junto a su mujer— "tenemos que hacer decir algunas misas por esta muchacha".
Diez misas se dijeron por la difunta, diez misas rezadas a las cuales asistieron Monsieur y Madame de Lautréamont y todos los miembros de su casa, y la buena Gudule ya no volvió a hacer el trabajo de la señorita Agathe en las noches de luna llena de noviembre.

Traducción de Miguel Ángel Frontán



El autor
Poeta y novelista, Jean Lorrain (seudónimo de Paul Alexandre Martin Duval, 1855-1906) fue, en la historia de la literatura francesa, algo así como el equivalente menos trágico de Oscar Wilde: el autor decadente y fin de siècle, de costumbres equívocas y prosa exquisita. Aquel normando alto y corpulento, de brillantes ojos azules ("los más bellos ojos azules de los que haya podido vanagloriarse un hombre", decía Colette, quien se honraba con su amistad), las manos cubiertas de anillos vistosos, el rostro demasiado maquillado, el pelo demasiado teñido, llegó a batirse a duelo con Marcel Proust y ganarse, gracias a su pluma acerba y a menudo cruel, la póstuma e inesperada admiración de André Breton, quien consideraba su novela negra Monsieur de Phocas (1901) como una verdadera obra maestra.

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