sábado, 26 de noviembre de 2011

EL SECRETO DE DON JUAN

Remy de Gourmont
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 2)

…Et simulacra modis pallentia miris[1]
(Geórg., I, 477)
I

Hombre de alma nula y carne ávida, Don Juan se preparó desde la adolescencia para cumplir su vocación y su papel legendario. La presciencia de los hábiles le reveló lo que tenía que ser, y entró en la carrera armado y adornado con esta divisa:

"Para agradar, es necesario tomar lo que agrada de aquellas que agradan."

De una desfalleciente rubia tomó el gesto de oprimir con mano hábil el palpitar doloroso de un corazón ausente;
De otra tomó el irónico pestañeo de los párpados, que daba la ilusión de la impertinencia y no era más que el sufrimiento de unos ojos demasiado sensibles a la luz;
De otra tomó el gesto de levantar el meñique y mirarlo con atención, como si se tratase de un precioso hallazgo;
De otra tomó el primoroso golpetear de un pie sutilmente impaciente;
De otra, lánguida y pura, tomó la sonrisa en la que, como en un espejo mágico, se ven antes del juego las satisfacciones que éste provoca; y, después del juego, la reviviscencia de las alegrías del deseo;
De otra, no menos pura pero intensa y carente de languidez, siempre agitada por movimientos semejantes a los de una gata cuando se acerca la tormenta, tomó también una sonrisa: la sonrisa en la que hay besos tan poderosos que desconciertan el corazón de las vírgenes;
De otra tomó el suspiro, el largo suspiro que se quiebra, tímido hermano del sollozo, el suspiro impresionante que anuncia la tempestad como el vuelo precipitado de un pájaro;
De otra tomó la lenta e inquietante manera de caminar de las que son amadas con excesivo amor;
De otra tomó el amoroso modo de decir naderías a media voz y de susurrar  "Llueve" como si cayese una lluvia de ángeles.
Tomó las miradas, todas las miradas: las suaves, las imperiosas, las dóciles, las sorprendidas, las compasivas, las envidiosas, las astutas, las orgullosas, las devoradoras, las fulminantes y muchas otras, entre las que se hallaba el rosario, desgranado cuenta a cuenta, de las miradas fascinadoras. Pero la mirada más bella de la que Don Juan se apoderó, rubí entre corales, zafiro entre turquesas, fue la mirada de animal acosado que le legó, desfalleciente de amor y de desesperación, una joven a la que acababa de violar. Esa mirada era tan conmovedora que nadie podía resistirla, ni siquiera la más arisca, y las promesas eternas se derretían bajo su luz como el pecado bajo los rayos de la Gracia.

II

Don Juan realizó una conquista aún más admirable, la de un alma — un alma inocente y orgullosa, tierna y altiva, de una seductora dulzura y de una seductora violencia; un alma que no se conocía a sí misma, un alma llena de deseos instintivos, un alma deliciosamente ingenua.
Se había acercado a ella adornado con todas sus seducciones, con el gesto doloroso atenuado por un poco de ironía en los ojos y un poco de alegría en los labios; su manera orgullosa de levantar la cabeza corregía el lento andar de criatura demasiado amada; y al primer largo suspiro quebrado que brotó de su pecho lo acompañó el golpetear de un pie sutilmente impaciente — como para decir: "Me has herido el corazón; no puedo evitar amarte, pero eso me enfurece." Luego adoptó la mirada del animal acosado; luego se entretuvo en mirarse el meñique.
Después de un corto silencio, susurró amorosamente: "¡Qué noche tan bella!" —y en seguida la joven respondió: "Es mi alma lo que me pides, Don Juan. Tómala, pues, te la entrego."
Don Juan aceptó el alma deliciosamente ingenua y tan femenina que la súbita enamorada le ofrecía junto con su piel, sus cabellos, sus dientes; junto con todas sus bellezas y el perfume de todos sus arcanos; y, después de gozar de la súbita enamorada, se alejó.
Se hizo con el alma un cándido e invencible manto en el que se envolvía como entre pliegues de terciopelo blanco; y, adornado con un alma tal, más triunfante que un matador de moros, más adorado que un peregrino que va a Santiago o como el que, cuando ya nadie lo espera, vuelve de Palestina, Don Juan llevó el número de sus conquistas a mil y tres.
¡Todas! Todas las que pueden dar un placer nuevo, un nuevo matiz de dicha; todas se entregaban a aquél que había tomado de sus hermanas todo lo que agrada. Iban a su encuentro y, besándole las manos, hacían acto de sumisión; tribu amorosa derrotada ya por el avance del vencedor.
Pronto se pelearon por ser la primera de las sumisas y la más sumisa; y, ebrias de esclavitud, se morían de amor antes de haber amado.
En las ciudades y en los castillos, y hasta entre las pastoras, no se escuchaba más que el grito de las enamoradas: "¡Oh, querida mía! ¡Oh, carne mía![2] ¡Es un hombre irresistible!”

III

Don Juan, entre tanto, se marchitaba. La savia que había florecido en fuerzas lujuriantes, cayó en una lluvia de hojas secas y, a pesar de ser siempre igual de alto, el árbol ya no fue más que una sombra.
Don Juan dio el último grano de polen de las flores tardías; mientras tuvo en la sangre un resto de simiente, amó — luego, incapaz de seguir amando, se acostó a esperar a la que tenía que venir, la única a la que aún no había conquistado.
Y cuando ésta llegó, Don Juan, para conquistarla, le ofreció todo lo que agrada, todo lo que había tomado de aquellas que agradan.
—Te doy la seducción —dijo Don Juan—, a ti, la fea; mis gestos, mis miradas, mis sonrisas, mis diferentes voces, todo; incluso mi manto, que es un alma: ¡tómalo y vete! Quiero revivir mi vida en el recuerdo, porque ahora sé que la verdadera vida es el recuerdo.
— Revive tu vida—dijo la Muerte—. Volveré.
La Muerte desapareció y los Simulacros se alzaron de entre las sombras.
Eran mujeres jóvenes y bellas, desnudas, calladas, inquietas como seres a los que les faltase algo. Permanecían de pie, formando una espiral en torno a Don Juan, y mientras que la primera le ponía la mano sobre el pecho, la última estaba tan lejos en el espacio que se confundía con las estrellas.
La que le ponía la mano sobre el pecho, le arrebató el gesto de oprimir la emoción de un corazón ausente;
Otra le sacó el irónico batir de los párpados blancos;
Otra, la graciosa manera de mirarse la uña del meñique;
Otra, la impaciencia de los pies;
Otra, la compleja sonrisa que brinda, antes, la satisfacción, y después, el deseo;
Otra, la sonrisa en la que, como en una alcoba, se extienden los desmayos;
Otra, sus suspiros de pájaro asustado;
Y aun fue despojado de su andar lento de criatura demasiado amada y de su amorosa manera de decir "Llueve" como si cayese una lluvia de ángeles; y del rosario, desgranado cuenta a cuenta, de sus miradas: de las imperiosas tanto de como las sorprendidas, de las dóciles y de las fascinadoras ; y la dulce joven violada llegó, a su vez, a recuperar su mirada de animal acosado por el amor y la desesperación.
Otra, por último, le sacó el alma, el alma deliciosamente ingenua con la que se había hecho un manto de terciopelo blanco; y no quedó de Don Juan más que un fantasma inane, un rico sin dinero, un ladrón sin brazos, una triste larva humana reducida a la verdad, y que decía su secreto.



Traducción de Miguel Ángel Frontán



[1] …Y pálidos fantasmas de maravilloso aspecto. (Agradecemos a Jorge Alejandro Flores su traducción de este verso de Virgilio.)
[2] Juego de palabras entre chère (querida) y chair (carne).






El autor

Refinado y anticonformista, Remy de Gourmont (1858-1915) fue el alma mater del Mercure de France, la célebre revista literaria francesa (y luego editorial) fundada a fines del siglo XIX. Entre sus obras se destacan la novela “Sixtina” (1890), los cuentos de “Historias mágicas” y los ensayos “El latín místico” y “El Libro de las máscaras”.
Fue considerado en su época uno de los mayores escritores europeos; de esa opinión fueron autores de la talla de Ezra Pound y T. S. Eliot. Curiosamente, luego de su muerte la obra de este gran prosista y erudito entró en una especie de purgatorio gris de la memoria, del que comenzó a salir sólo a fines del siglo XX gracias a la muy afortunada reedición francesa de algunas de sus obras.



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