(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 2)
…Et simulacra modis pallentia miris[1]
(Geórg., I, 477)
I
Hombre de alma nula y carne ávida, Don Juan se
preparó desde la adolescencia para cumplir su vocación y su papel legendario.
La presciencia de los hábiles le reveló lo que tenía que ser, y entró en la
carrera armado y adornado con esta divisa:
"Para agradar, es
necesario tomar lo que agrada de aquellas que agradan."
De una desfalleciente rubia
tomó el gesto de oprimir con mano hábil el palpitar doloroso de un corazón
ausente;
De otra tomó el irónico
pestañeo de los párpados, que daba la ilusión de la impertinencia y no era más
que el sufrimiento de unos ojos demasiado sensibles a la luz;
De otra tomó el gesto de
levantar el meñique y mirarlo con atención, como si se tratase de un precioso
hallazgo;
De otra tomó el primoroso
golpetear de un pie sutilmente impaciente;
De otra, lánguida y pura, tomó
la sonrisa en la que, como en un espejo mágico, se ven antes del juego las
satisfacciones que éste provoca; y, después del juego, la reviviscencia de las
alegrías del deseo;
De otra, no menos pura pero
intensa y carente de languidez, siempre agitada por movimientos semejantes a
los de una gata cuando se acerca la tormenta, tomó también una sonrisa: la sonrisa
en la que hay besos tan poderosos que desconciertan el corazón de las vírgenes;
De otra tomó el suspiro, el
largo suspiro que se quiebra, tímido hermano del sollozo, el suspiro
impresionante que anuncia la tempestad como el vuelo precipitado de un pájaro;
De otra tomó la lenta e
inquietante manera de caminar de las que son amadas con excesivo amor;
De otra tomó el amoroso modo de
decir naderías a media voz y de susurrar "Llueve" como si cayese una lluvia
de ángeles.
Tomó las miradas, todas las
miradas: las suaves, las imperiosas, las dóciles, las sorprendidas, las
compasivas, las envidiosas, las astutas, las orgullosas, las devoradoras, las
fulminantes y muchas otras, entre las que se hallaba el rosario, desgranado cuenta
a cuenta, de las miradas fascinadoras. Pero la mirada más bella de la que Don
Juan se apoderó, rubí entre corales, zafiro entre turquesas, fue la mirada de
animal acosado que le legó, desfalleciente de amor y de desesperación, una
joven a la que acababa de violar. Esa mirada era tan conmovedora que nadie
podía resistirla, ni siquiera la más arisca, y las promesas eternas se
derretían bajo su luz como el pecado bajo los rayos de la Gracia.
II
Don Juan realizó una conquista aún más admirable,
la de un alma — un alma inocente y orgullosa, tierna y altiva, de una seductora
dulzura y de una seductora violencia; un alma que no se conocía a sí misma, un
alma llena de deseos instintivos, un alma deliciosamente ingenua.
Se había acercado a ella
adornado con todas sus seducciones, con el gesto doloroso atenuado por un poco
de ironía en los ojos y un poco de alegría en los labios; su manera orgullosa
de levantar la cabeza corregía el lento andar de criatura demasiado amada; y al
primer largo suspiro quebrado que brotó de su pecho lo acompañó el golpetear de
un pie sutilmente impaciente — como para decir: "Me has herido el corazón;
no puedo evitar amarte, pero eso me enfurece." Luego adoptó la mirada del
animal acosado; luego se entretuvo en mirarse el meñique.
Después de un corto silencio,
susurró amorosamente: "¡Qué noche tan bella!" —y en seguida la joven
respondió: "Es mi alma lo que me pides, Don Juan. Tómala, pues, te la
entrego."
Don Juan aceptó el alma
deliciosamente ingenua y tan femenina que la súbita enamorada le ofrecía junto
con su piel, sus cabellos, sus dientes; junto con todas sus bellezas y el perfume
de todos sus arcanos; y, después de gozar de la súbita enamorada, se alejó.
Se hizo con el alma un cándido
e invencible manto en el que se envolvía como entre pliegues de terciopelo
blanco; y, adornado con un alma tal, más triunfante que un matador de moros,
más adorado que un peregrino que va a Santiago o como el que, cuando ya nadie
lo espera, vuelve de Palestina, Don Juan llevó el número de sus conquistas a
mil y tres.
¡Todas! Todas las que pueden
dar un placer nuevo, un nuevo matiz de dicha; todas se entregaban a aquél que
había tomado de sus hermanas todo lo que agrada. Iban a su encuentro y,
besándole las manos, hacían acto de sumisión; tribu amorosa derrotada ya por el
avance del vencedor.
Pronto se pelearon por ser la
primera de las sumisas y la más sumisa; y, ebrias de esclavitud, se morían de
amor antes de haber amado.
En las ciudades y en los
castillos, y hasta entre las pastoras, no se escuchaba más que el grito de las
enamoradas: "¡Oh, querida mía! ¡Oh, carne mía![2]
¡Es un hombre irresistible!”
III
Don Juan, entre tanto, se marchitaba. La savia que había
florecido en fuerzas lujuriantes, cayó en una lluvia de hojas secas y, a pesar
de ser siempre igual de alto, el árbol ya no fue más que una sombra.
Don Juan dio el último grano de
polen de las flores tardías; mientras tuvo en la sangre un resto de simiente,
amó — luego, incapaz de seguir amando, se acostó a esperar a la que tenía que
venir, la única a la que aún no había conquistado.
Y cuando ésta llegó, Don Juan,
para conquistarla, le ofreció todo lo que agrada, todo lo que había tomado de
aquellas que agradan.
—Te doy la seducción —dijo Don
Juan—, a ti, la fea; mis gestos, mis miradas, mis sonrisas, mis diferentes
voces, todo; incluso mi manto, que es un alma: ¡tómalo y vete! Quiero revivir
mi vida en el recuerdo, porque ahora sé que la verdadera vida es el recuerdo.
— Revive tu vida—dijo la Muerte—.
Volveré.
La Muerte desapareció y los
Simulacros se alzaron de entre las sombras.
Eran mujeres jóvenes y bellas,
desnudas, calladas, inquietas como seres a los que les faltase algo.
Permanecían de pie, formando una espiral en torno a Don Juan, y mientras que la
primera le ponía la mano sobre el pecho, la última estaba tan lejos en el
espacio que se confundía con las estrellas.
La que le ponía la mano sobre
el pecho, le arrebató el gesto de oprimir la emoción de un corazón ausente;
Otra le sacó el irónico batir
de los párpados blancos;
Otra, la graciosa manera de
mirarse la uña del meñique;
Otra, la impaciencia de los
pies;
Otra, la compleja sonrisa que
brinda, antes, la satisfacción, y después, el deseo;
Otra, la sonrisa en la que,
como en una alcoba, se extienden los desmayos;
Otra, sus suspiros de pájaro
asustado;
Y aun fue despojado de su andar
lento de criatura demasiado amada y de su amorosa manera de decir "Llueve"
como si cayese una lluvia de ángeles; y del rosario, desgranado cuenta a cuenta,
de sus miradas: de las imperiosas tanto de como las sorprendidas, de las
dóciles y de las fascinadoras ; y la dulce joven violada llegó, a su vez, a
recuperar su mirada de animal acosado por el amor y la desesperación.
Otra, por último, le sacó el
alma, el alma deliciosamente ingenua con la que se había hecho un manto de
terciopelo blanco; y no quedó de Don Juan más que un fantasma inane, un rico
sin dinero, un ladrón sin brazos, una triste larva humana reducida a la verdad,
y que decía su secreto.
Traducción de Miguel Ángel Frontán
[1] …Y pálidos fantasmas de maravilloso
aspecto. (Agradecemos a Jorge Alejandro Flores su traducción de este verso de Virgilio.)
[2] Juego de palabras entre chère (querida) y chair (carne).
El autor
Refinado y anticonformista, Remy de Gourmont (1858-1915) fue el alma mater del Mercure de
France, la célebre revista literaria francesa (y luego editorial) fundada a
fines del siglo XIX. Entre sus obras se destacan la novela “Sixtina” (1890),
los cuentos de “Historias mágicas” y los ensayos “El latín místico” y “El Libro
de las máscaras”.
Fue considerado en su época uno de los mayores
escritores europeos; de esa opinión fueron autores de la talla de Ezra Pound y T.
S. Eliot. Curiosamente, luego de su muerte la obra de este gran prosista y
erudito entró en una especie de purgatorio gris de la memoria, del que comenzó
a salir sólo a fines del siglo XX gracias a la muy afortunada reedición
francesa de algunas de sus obras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario