sábado, 8 de mayo de 2010

LA LIEBRE DORADA / LA LIEBRE FANTASMA

Silvina Ocampo / Louis Pergaud
(originalmente publicados como Cuentos paralelos en ARR N° 5)

LA LIEBRE FANTASMA

Sin duda se iba por algún lado, a menos que se derritiese y se desvaneciera como un puñado de nieve al sol primaveral, ese rey de los liebrazos de las tierras del Fays, ese maestro orejudo que conocía todas las triquiñuelas, ese príncipe de las liebres macho que embaucaba, desde hacía innumerables temporadas, a generaciones de perros.
Esta vez le andaban detrás Miraut, el mejor perro de todo el cantón, y Lisée, el cazador furtivo, escopeta certera, que a pesar de sacar permiso cazaba en toda época; y los dos mocetones se la iban a hacer ver negras.
La lucha comenzó una mañana de noviembre, una hermosa mañana helada de tierra cubierta de escarcha que sonaba bajo los pies, cuando el sabueso encontró a su presa a cincuenta saltos de la madriguera y, sin perder el tiempo en vano, como sus compañeros menos experimentados, hurgando en los pastizales, fue, tras algunas sabias zambullidas, a meterle sin miramientos la nariz en el trasero.
Roussard, la liebre, comprendió que tenía que vérselas con un maestro y que lo mejor sería poner pies en polvorosa. Entonces, abandonando de un salto su escondite, salió como un rayo, estirado en toda su longitud, con el vientre a ras del suelo, los ojos en blanco, las orejas gachas y los bigotes hacia adelante, mientras que la usual andanada de ladridos seguía su huida.
Por más que Miraut tenía buenas patas, no pudo sostener por mucho tiempo la carrera sin perder de vista a su presa, tanto más cuanto que Roussard, que conocía a los hombres y no ignoraba el significado de los escopetazos, ponía buen cuidado en aprovechar, para escabullirse, todos los refugios y escondrijos utilizables.
Al cabo de cinco minutos de ese ritmo infernal, el ladrido del perro se encontraba a un kilómetro detrás de él... Roussard tenía tiempo.
El sol se levantaba. En los hombros de la cresta nevada que dibuja el Gep, en donde algunos árboles viejos, aquí y allá, yerguen sus ramas endebles, los rayos rojos pasaban, implacablemente rectilíneos, como hoces sangrientas que parecían tronchar las mieses de penumbra acumulada en la garganta de los valles; o, también, semejantes a gendarmes que vigilasen el día, horadaban con sus sondas de oro los bosques cautivos de la tierra, como si hubiesen querido expulsar violentamente de ellos el venenoso contrabando de misterio y horror que, con cada crepúsculo,  la noche trata de introducir furtivamente en el mundo.
En el extremo de las lanzas de las altas hierbas, en las puntas de las picas de los arbustos, su fuego desafilaba sin ruido el temple frágil de acero diamantino que la humedad y el hielo habían fijado allí de consuno, mientras que, bajo las patas de ambos corredores, una banda de un verde más vivo, como ahondada por su mirada ardiente, mostraba la estela que iban dejando en la plateada grisura de las hierbas bajas.
Ni uno ni otro se daban cuenta de todo aquello. Pero el viejo Roussard, mientras iba complicando su camino con fintas y desvíos, reflexionaba en lo que tenía que hacer.
No conocía a Miraut; sin embargo, en el poco tiempo que éste había puesto entre dar el primer ladrido y descubrir la madriguera, había podido juzgar que era un adversario de envergadura y que, por consiguiente, el melenudo abigarrado que lo acompañaba era también alguien de temer. No obstante, como ese quemador de pólvora debía ser nuevo en la zona, decidió en su fuero interno que podía emplear la vieja táctica sin vacilar.
Por eso, después de dar un rodeo razonable, lo bastante largo como para probar su vigor, volvió a descender, por uno de los caminos que llevaban a las tierras bajas del Fays, a la encrucijada en que esos humanos imbéciles solían esperarlo, pero por donde se cuidaba mucho de pasar.
En cuanto estuvo a una distancia igual a dos tiros de escopeta de ese lugar peligroso, se detuvo, se sentó, hizo girar las orejas hacia los cuatro vientos, volvió a saltar hacia el bosque, se escabulló hacia lo alto de los jóvenes árboles cortados y desapareció.
Cuando Miraut, que no había perdido el tiempo con los esquives de Roussard, llegó unos instantes más tarde y retomó la nueva pista, siguiéndola hasta la zona alta de los árboles talados, del otro lado de la cañada del bosque, encontró algunos indicios que, según su vieja táctica, no siguió; se quedó, en cambio, dando vueltas en el lugar para recuperar la pista correcta, y no encontró nada.
Estrechó el círculo..., y nada; lo hizo dos veces más grande: nada de nada; siguió uno tras otro y minuciosamente todos los indicios... Ni rastros de su presa.
Furioso, entonces, se puso a gañir, a ladrar, a aullar con todas sus fuerzas contra ese maldito animal, y Lisée, sin tardanza, vino a su encuentro, estupefacto al ver por primera vez desorientado a su compañero, ese animal sin par, esa nariz imposible de engañar, ese astuto entre los astutos.
No había un solo arbusto a la vista, y el área de tala, que los leñadores acababan de limpiar, estaba tan despejada como un campo de rastrojos.
El perro y el hombre costearon por ambos lados el muro de madera, examinando cada piedra, cada escondrijo; inspeccionaron la base de todos los tocones y de todos los árboles que aún quedaban, perdonados por el hacha o abatidos por el viento, jóvenes y viejos... ¡Nada, nada, nada!
Se fueron con las manos vacías; sin embargo, la cosa no quedaría allí.
Dos días después, Miraut volvió a perseguir al orejudo, al que esta vez Lisée esperó en el camino por donde había pasado el primer día, pero Roussard tomó por otro y fue a perderse, como la primera vez, en el mismo lugar.
Dos días más tarde, la cosa volvió a empezar. Y así siguió todo el mes de noviembre.
Finalmente, Lisée, desde el principio de la jornada de caza, subió a ese puesto extraordinario para salir de dudas. Ese día, Roussard, que era lo bastante viejo como para no fiarse tan sólo de su oído, pero que también sabía ver y olfatear, se aproximó bastante a la zona de tala pero no entró, y fue a perderse lejos, lejos, muy lejos...
Era algo realmente humillante.
Y Miraut y Lisée, durante toda la temporada, se encarnizaron en perseguir a esa liebre fantasma, a ese liebrazo hechicero que nunca nadie había logrado ver ni alcanzar, que hacía reventar los perros más fuertes y derrotaba a los mejores.
Pero cada vez que Lisée subía a lo alto de la zona de tala, Roussard no venía, y cada vez que se apostaba en otra parte, Miraut, aullando de rabia, enloquecido, con los ojos desorbitados y el pelo erizado, volvía a perderlo en ese mismo lugar, y regresaba con la cabeza gacha y la cola entre las patas, enfermo de despecho y de rabia hacia su amo, que juraba y blasfemaba como el cazador furtivo que era, pero que no podía hacer nada.
Por último, un día de febrero, Lisée, apostado a doscientos pasos del lugar maldito y escondido detrás de una enorme encina, dio con la clave del enigma. Con el pecho palpitante de emoción, vio a Roussard salir del bosque de un salto, hacer sus fintas y zambullidas, volver a su centro de operaciones y, de un solo envión, saltar en el aire con un loco impulso, como si se trepase al cielo para volver a caer... Pero, ¡el campo estaba limpio! ¿Dónde diablos había caído? Lisée, desde atrás de su árbol, miraba con ojos así de grandes. ¡No vio nada, nada, lo que se dice nada! Roussard había desaparecido.
—¡Esa sí que estaba buena!
Miraut, bramando de rabia, pues ya no eran ladridos los que daba, llegó justo en ese momento y se encontró cara a cara con su amo. Éste, seguro o casi de no haber sido víctima de un espejismo y pálido de emoción, miraba de nuevo por todo el suelo y examinaba metódicamente cada centímetro cuadrado del terreno en el que Roussard pudiera hallarse.
Debía ser al pie de ese tocón. Pero no, nada. A menos que se hubiese ido volando al cielo. Lisée tembló. Alzó instintivamente la mirada para interrogar el firmamento y... esto es lo que vio:
En lo alto del viejo tronco podrido, que los leñadores habían desdeñado, a casi metro y medio del suelo, entre algunos brotes grises como el lomo del animal que se confundía completamente con ellos, Roussard, la liebre, se aplastaba, inmóvil, con las orejas gachas, sin respirar, sin despedir olor alguno, y tan tronco como el tronco mismo.
¡Cuántas veces el cazador, escopeta en mano, había estado a un paso de él, inspeccionando la base del tronco, sin pensar en mirar arriba; tanto se dice que las liebres no viven en la copa de los sauces!
—Ustedes creerán quizás que lo maté —les dijo Lisée a cuatro o cinco compañeros a quienes contaba sus desdichas—. ¡Miren qué suerte la mía! Justamente ese día no había salido con mi escopeta, porque la caza de la liebre estaba cerrada, y el viejo Martet, el guarda forestal, que no se la anda con bromas, hacía su ronda en los alrededores. Entonces, en el momento en que yo recogía un leño para tirárselo al orejudo, él, que las otras veces no se había movido..., de repente, antes de que yo hubiese siquiera levantado el brazo..., ¡piiiiiing!, salió volando con Miraut atrás, pisándole los talones, y jamás, ¿me oyen?, jamás volvió por allí y jamás se lo volvió a ver. ¡Y no me digan que no era brujo, semejante bribón!

Traducción de Miguel Ángel Frontán



LA LIEBRE DORADA
En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.

El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que aterra a las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el campo.
De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente.
—¿Adónde vamos? —gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.
—Al fin de tu vida —gritaban los perros con voces de perros.
Este no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos.
Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrastraba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de la carrera.
La liebre les gritaba:
—No corran tanto, no corran así. Estamos paseando.
Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento.
Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los perros. Éstos volvieron en sí.
—¿Quién nos puso agua fría en la frente? —preguntó el perro más grande—, y ¿por qué no nos dio de beber?
—¿Quién nos acarició con los bigotes? —dijo el perro más pequeño—. Creí que eran las moscas.
—¿Quién nos lamió la oreja? —interrogó el perro más flaco, temblando.
—¿Quién nos salvó la vida? —exclamó la liebre, mirando a todos lados.
—Hay algo distinto —dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.
—Parece que fuéramos más numerosos.
—Será porque tenemos olor a liebre —dijo el perro pila rascándose la oreja—. No es la primera vez.
La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.
—¿Quién será ése que nos mira? —preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.
—Ninguno de nosotros —dijo el perro pila, bostezando.
—Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo —suspiró el danés atigrado.
De pronto se oyeron voces que llamaban:
—Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.
Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.



 
Los autores

Louis Pergaud

Entre los escritores a cuya vida puso fin esa guerra monstruosa que fue llamada la Gran Guerra, ninguno tan desconocido en castellano como Louis Pergaud (1882-1915), salvo por su varias veces traducida novela infantil La guerre des boutons. De las montañas del Franco Condado, donde nació, sacó la materia de sus pocos libros, que le dieron una fama repentina con la obtención del premio Goncourt en 1910 por De Goupil à Margot, en tiempos en que tal galardón era considerado el primer premio literario de Francia. Un mundo personal, una lengua peculiarísima, áspera y refinada al mismo tiempo, que supone una tarea casi desesperada para cualquier traductor, hacían presagiar la carrera brillante de uno de los mejores escritores de la primera mitad del siglo XX . Pero eran aquellos tiempos recios, y Louis Pergaud murió en el campo de honor a los treinta y tres años, dejando inconcluso su último libro de cuentos.
 
Silvina Ocampo
Nació y murió (a los noventa años) en Buenos Aires, junto a ese río de aguas barrosas que ella prefería a las aguas más prestigiosas del Ródano o del Sena, en esa ciudad a la que amaba infatigablemente. Su marido fue célebre, su hermana fue célebre, sus amigos fueron célebres; Borges dijo de ella dos o tres frases ciceladas y célebres también; pero ella, Silvina O., como firmaba, sólo lo fue discretamente. Sin premura, como quien cuenta con innumerables lectores futuros. Será por eso que sus poemas y sus cuentos inimitables están acostumbrados a la espera.

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