Honoré de Balzac
(originalmente publicado como Cuento largo en ARR N° 5)
CUANDO el informe
detallado de la primera sesión celebrada por ustedes llegó a Londres, ¡oh
animales franceses!, hizo palpitar el corazón de los amigos de la Reforma
Animal. En mi cabecita tenía yo tantas pruebas de la superioridad de los
Animales sobre el Hombre que, en mi calidad de inglesa, vi llegado el momento
tan anhelado de publicar la novela de mi vida para mostrar cómo, pobre de mí,
me atormentaron las leyes hipócritas de Inglaterra. Ya en dos ocasiones,
algunos ratones que había jurado respetar después del bill de su augusto Parlamento me habían llevado a la casa del
editor Colburn y yo me había preguntado, al ver a viejas señoritas y señoras
maduras e inluso jóvenes recién casadas corrigiendo las pruebas de galera de
sus libros, por qué, teniendo uñas, no haría yo otro tanto. Nunca se sabrá en
qué piensan las mujeres, sobre todo las que pretenden escribir; en tanto que
una Gata, víctima de la perfidia inglesa, tiene interés en decir más de lo que
piensa, y lo que escribe en demasía puede compensar lo que callan esas ilustres
ladies. Mi ambición es ser la
Mistress Inchbald{1} de las Gatas, y les ruego a ustedes que sean
condescendientes con mis nobles esfuerzos, ¡oh Gatos franceses!, ya que es de
ustedes de quienes sale la familia principal de nuestra raza, la del Gato con
Botas, eterno tipo del Anuncio Publicitario, y al que tantos Hombres han
imitado sin haberle todavía levantado una estatua.
Una mañana, yo, pobre criaturita de la naturaleza, atraíada por la nata
de un bol sobre el que estaba puesto de través un muffin, de un golpe de pata
saqué el muffin y lamí la nata; luego de lo cual, rebosante de dicha, y
seguramente debido a la debilidad de mis tiernos órganos, me abandoné, sobre la
alfombra, al más imperioso de los deseos que sienten las Gatas jóvenes. A la
vista de la prueba de lo que ella llamó mi intemperancia y mi falta de
educación, la solterona se apoderó de mí y me dio unos cuantos azotes con una
rama de abedul, mientras juraba que haría de mí una lady o que, caso contrario,
me abandonaría.
—¡Qué bonito! —decía—. Aprenda usted, Miss Beauty, que las Gatas
inglesas envuelven con el más profundo misterio esas cosas naturales que pueden
empañar el pudor inglés, que eliminan todo lo que es improper y aplican a la criatura, como le ha oído decir al
reverendo doctor Simpson, las leyes que Dios hizo para la creación. ¿Ha visto
usted a la tierra, acaso, comportarse de manera indecente? Por otra parte, ¿no
pertenece usted a la secta de los saints
(pronúnciese seints) que caminan lentamente los domingos para que quede bien
claro que están paseando? Tiene usted que aprender a sufrir mil muertes antes
que revelar sus deseos: en eso consiste la virtud de los saints. El más hermoso privilegio de las Gatas es el de
desaparecer, con esa gracia que las caracteriza, e ir a algún lugar ignorado
para llevar a cabo su pequeño aseo. De tal manera que usted sólo se ofrecerá a
las miradas de los otros en estado de belleza. Los demás, engañados por las
apariencias, la tomarán por un ángel. De ahora en adelante, cuando semejante
necesidad se apodere de usted, mire hacia la ventana, simule que tiene ganas de
dar un paseo y vaya entre las plantas o al borde de algún techo. Si el agua,
hija mía, es la gloria de Inglaterra, es, precisamente, porque Inglaterra sabe
qué hacer con ella, en vez de dejarla caer, como una idiota, como lo hacen los
franceses{2}, que no poseerán nunca una marina debido a la indiferencia
que sienten por el agua.
A mí me pareció, con mi simple sentido común de Gata, que en esta
doctrina había mucho de hipócrita, ¡pero era tan joven!
—¿Y cuando me encuentre al borde del techo? —pensaba yo mirando a
aquella solterona.
—Una vez sola y muy segura de que nadie te ve, sólo entonces, Beauty,
podrás dejar de lado las buenos maneras, y lo harás con tanto más gusto cuanto
que habrás sabido retenerte en público. En eso resplandece la perfección de la
moral inglesa, que se ocupa exclusivamente de las apariencias, sabiendo que
este mundo no es otra cosa, ¡ay!, que apariencia y engaño.
Confieso que todo mi sentido común de animal se rebelaba contra tales
tapujos; pero, con tanto azote como me habían dado, terminé comprendiendo que
en la limpieza exterior consistía toda la virtud de una gata inglesa. A partir
de ese momento, tomé la costumbre de ocultar bajo las camas los buenos bocados
que me gustaban. Nunca nadie me vio comer, beber o ocuparme de mi aseo. Fui
considerada la perla de las Gatas.
Tuve, entonces, la oportunidad de reparar en la sandez de los hombres
que se proclaman sabios. Entre los doctores y otras personas que componían el
círculo de amistades de mi dueña, se hallaba un tal Simpson, una especie de
imbécil, hijo de un rico propietario, que esperaba obtener un buen puesto y que
para obtenerlo daba explicaciones religiosas de todo cuanto hacen los animales.
Un día me vio tomando la leche en mi taza y felicitó a la solterona por la
manera en que yo había sido educada, porque había observado cómo lamía yo los
bordes e iba, dando vueltas, disminuyendo el círculo que formaba la leche.
—Observe, pues —dijo—, cómo gracias a una santa compañía todo se
perfecciona: Beauty posee el instinto de la eternidad, ya que, mientras toma la
leche, describe el círculo que es su emblema.
Mi conciencia me obliga a decir que la aversión que sienten las Gatas a
mojarse el pelo era la única razón que yo tenía para tomar de tal manera la
leche; pero siempre seremos mal comprendidos por los sabios que se preocupan
mucho más por mostrar su ingenio que por entendernos. Cuando las Señoras o los
Hombres me tomaban en brazos para pasar sus manos por mi lomo de nieve y hacer brotar
chispas de mi pelo, la solterona decía con orgullo: —Pueden tenerla en brazos
sin nada que temer en cuanto a la ropa: ¡es admirablemente bien educada! Todo
el mundo decía que yo era un ángel: me daban sin cesar golosinas y las comidas
más delicadas, pero declaro que me aburría profundamente. Así, comprendí muy
bien cómo había sido posible que una Gatita del barrio huyese con un Gato. Esa
palabra, Gato, produjo como una enfermedad en mi alma que nada podía curar, ni
siquiera los elogios que recibía, o más bien que mi dueña se prodigaba a sí
misma: —Beauty es enteramente moral. Es un angelito —decía—. A pesar de
ser tan bella, es como si lo ignorase. Nunca mira a nadie, lo que es el grado
más alto de la bella educación aristocrática; es cierto que se deja ver sin que
hacerse rogar, pero, sobre todo, posee esa perfecta insensiblidad que exigimos
de nuestras jóvenes miss, y que sólo
podemos lograr muy dificilmente. Beauty espera a que la llamen para aproximarse
a alguien, nunca salta sobre uno familiarmente, nadie la ve nunca mientras come
y, por cierto, ese monstruo de Lord Byron la hubiera adorado. Como buena
inglesa que es, adora el té, mantiene una compostura grave cuando se explica un
pasaje de la Biblia, y no piensa mal de nadie, lo que le permite escuchar la
maledicencia de los demás. Es simple y no tiene afectación alguna; no le
interesan las joyas, si le dan un anillo no lo conservará; en fin, no imita la
vulgaridad de las que salen de caza, le gusta el home y permanece tan perfectamente tranquila que a veces se creería
que es una Gata mecánica, como las que se hacen en Birminghan o en Manchester,
lo que es el nec plus ultra de la
buena educación.
Lo que los Hombres y las solteronas llaman educación es una costumbre
adquirida para disimular los instintos más naturales, y, una vez que nos han
depravado totalmente, dicen que somos muy educadas. Cierta tarde, mi dueña le
rogó a una joven miss que cantase.
Cuando la joven se sentó al piano y se puso a cantar, reconocí de inmediato las
canciones irlandesas que había escuchado en mi infancia y me di cuenta de que
yo también estaba dotada para la música. Uní entonces mi voz a la de la joven,
pero recibí golpes encolerizados mientras que ella no recibía más que elogios.
Tamaña injusticia me indignó y me escondí en el altillo. ¡Amor sagrado de la
patria! ¡Qué noche deliciosa! Supe, al fin, lo que era hallarse al borde del
tejado. Oí los himnos que los Gatos les cantaban a otras Gatas; y esas adorables
elegías me hicieron sentir lástima de las hipocresías que mi dueña me había
obligado a aprender. Algunas Gatas se dieron cuenta de mi presencia y
parecieron ponerse celosas. Fue entonces cuando un Gato de pelo hirsuto,
magnífica barba y gran prestancia, se aproximó a examinarme y le dijo a su
compañera: —¡Es una niña! Al escuchar esas palabras de desprecio me puse a
saltar sobre las tejas y a caracolear con la agilidad que nos distingue,
volviendo a caer sobre mis patas de esa manera suave y flexible que ningún
animal podría imitar, con el firme propósito de hacer ver que ya no era tan
niña. Pero tales gaterías no surtieron efecto alguno. —¿Cuándo llegará el día
en que me canten himnos? —me decía a mí misma. El aspecto de aquellos
soberbios Gatos, sus melodías con las que la voz humana no podrá rivalizar
nunca, me habían conmovido profundamente y me habían hecho componer algunos
poemitas que yo cantaba en las escaleras. Pero un gran acontecimiento se
produjo y me arrancó bruscamente de esa vida inocente. Fui llevada a Londres
por la sobrina de mi dueña, una rica heredera que se enamoró de mí, que me
abrazaba y besaba con furor y que me agradó tanto que, en contra de todos
nuestros hábitos, me apegué profundamente a ella. No nos dejábamos en ningún momento,
y así pude observar la gran sociedad de Londres durante la temporada. Allí fue
donde estudié la perversidad de las costumbres inglesas que se ha extendido
hasta los Animales; allí fue donde conocí ese cant{3} que Lord Byron maldijo y del que ambos hemos sido
víctimas, aunque yo no haya publicado mis Hours
of idleness.
Arabelle, mi ama, era una joven como existen tantas en Inglaterra: no
sabía muy bien con quién quería casarse. La absoluta libertad en la que se deja
a las jóvenes con respecto a la elección de un hombre las vuelve casi locas,
sobre todo cuando reflexionan en el rigor de las leyes inglesas, que no
admiten, luego del matrimonio, ninguna “conversación” en privado. En lo que a
mí respecta, yo estaba muy lejos de pensar que las Gatas de Londres ya habían
adoptado esta severidad, que las leyes inglesas me serían severamente aplicadas
y que debería padecer el juicio de los terribles Doctors commons. Arabelle daba muy buena acogida a todos los
hombres que le eran presentados, y cada cual podía creer que sería con él con
quien esta hermosa muchacha se casaría; pero cuando una posible conclusión
parecía estar cercana encontraba cualquier pretexto para romper la relación.
Debo confesar que tal conducta me parecía poco conveniente. —¿Casarme con un hombre
con las rodillas protuberantes? ¡Nunca! —decía de uno de ellos—. Y ése, el
pequeñín, ¡es ñato! Los Hombres me eran tan absolutamente indiferentes que yo
no entendía nada de esas incertidumbres basadas en diferencias puramente
físicas.
Al fin, cierto día, un anciano Par de Inglaterra le dijo al verme: —¡Qué
linda Gata tiene Ud.! Se le parece: es blanca, es joven y necesita un marido.
Permítame que le presente un Angora magnífico que tengo en casa.
Tres días más tarde, el Par trajo consigo al Gato más hermoso de entre
los gatos de todos los Pares. Puff tenía el pelo negro y los más magníficos
ojos verdes, verdes y amarillos, pero fríos y altaneros. Su cola, notable por
sus anillos amarillentos, barría la alfombra con sus pelos largos y sedosos.
Quizás fuese originario de la casa imperial de Austria, ya que llevaba, como lo
ven, los colores de ésta. Su comportamiento era el de un Gato que ha visto la
Corte y la alta sociedad. Su severidad en lo que respecta a las buenas maneras
era tan grande que no se habría rascado, en público, la cabeza con la pata. Tan
hermoso era, en efecto, que se contaba que la reina de Inglaterra lo había
acariciado. Yo, ingenua y simple, le salté al cuello para invitarlo a jugar, lo
que él rechazó so pretexto de que no estábamos solos. Fue entonces cuando me di
cuenta de que el Par de Inglaterra les debía a la edad y a los excesos
culinarios esa gravedad falsa y forzada que los ingleses llaman respectability. Sus formas macizas, que
los hombres admiraban, entorpecían sus movimientos. Tal era la verdadera razón
por la que no respondía a mis amabilidades: permanecía sereno y frío sentado
sobre su impronunciable, moviendo la
barba, mirándome y cerrando, de tanto en tanto, los ojos. En el mundo de los
Gatos ingleses, Puff era el mejor partido imaginable para una Gata nacida en la
casa de un ministro: tenía dos sirvientes que se ocupaban de él, comía en
platos de porcelana china, sólo bebía té negro, se paseaba en coche por Hyde
Park y entraba en el Parlamento. Mi ama lo conservó en su casa. Sin yo saberlo,
toda la población felina de Londres se enteró de que Miss Beauty de Catshire se
casaba con el ilustre Puff de los colores austríacos. Una noche, oí un concierto
en la calle y bajé en compañía de milord, que, debido a su gota, andaba
lentamente. Nos encontramos con las Gatas de los Pares, que venían a
felicitarme y a rogarme que entrase en su Sociedad Ratófila. Me explicaron que
no había nada más ordinario que andar corriendo detrás de Ratas y Ratones. Las
palabras shocking, vulgar, estaban en todas las bocas. Por
último, habían formado, para mayor gloria del país, una Sociedad de Templanza.
Algunas noches más tarde, fuimos milord y yo a los techos de los salones de
Almack a escuchar a un Gato gris que iba a hablar del asunto. En una
exortación, apoyada por gritos de ¡muy bien! ¡muy bien!, demostró que San
Pablo, al escribir sobre la caridad, hablaba también a los Gatos y Gatas de
Inglaterra. Le estaba, por lo tanto, reservado a la raza inglesa, que podía ir
de un extremo a otro del mundo en sus navíos sin que tuviese que temer al agua,
difundir los principios de la moral ratófila. Así que en todos los puntos del
globo había Gatos ingleses que predicaban ya las sanas doctrinas de la
Sociedad, las que, por otra parte, se basaban en los descubrimientos de la
ciencia. Se había estudiado la anatomía de Ratas y Ratones y se había
encontrado poca diferencia entre ellos y los Gatos: la opresión de los unos por
los otros iba, por lo tanto, en contra del Derecho de los Animales, que es más
sólido aún que los Derechos Humanos. “Son nuestros hermanos”, dijo. Y pintó tan
bien los sufrimientos de una Rata atrapada en las fauces de un Gato que se me
saltaron las lágrimas.
Lord Puff, viéndome engatusada por este speech, me dijo
confidencialmente que Inglaterra proyectaba hacer un inmenso comercio con Ratas
y Ratones; que si los otros Gatos ya no se las comían, el precio de las Ratas
bajaría; que detrás de la moral inglesa siempre había alguna razón mercantil; y
que esta alianza de la moral y del mostrador era la única alianza que le
interesaba realmente a Inglaterra.
Me pareció que Puff era un político demasiado bueno como para poder ser
un buen marido.
Un Gato del campo (country gentleman)
hizo observar que en el Continente Gatos y Gatas eran sacrificados
cotidianamente por los católicos, sobre todo en París, en los alrededores de
las fortificaciones (los demás comenzaron a gritar: ¡Al grano!). Además se
sumaba a esas crueles ejecuciones una horrible calumnia, haciendo pasar a esos
valientes Animales por Conejos; mentira y barbarie que aquel Gato atribuía a la
ignorancia de la verdadera religión anglicana, que no permitía la mentira y la
falsedad fuera de las cuestiones gubernamentales, de política exterior o de
gabinete.
Fue tratado de radical y de cabeza hueca. “¡Estamos aquí por los
intereses de los Gatos de Inglaterra, no por los del continente!”, dijo un
fogoso Gato tory. Milord dormía. Al final de la asamblea, oí estas deliciosas
palabras dichas por un joven Gato que venía de la Embajada francesa y cuyo
acento mostraba su nacionalidad.
“Dear Beauty, en mucho tiempo
la Naturaleza no podrá crear una Gata tan perfecta como usted. El cachemira de
Persia y de la India parece crin de camello, si se lo compara con la seda fina
y brillante de su pelo. Exhala usted un perfume que haría desvanecerse a los
ángeles; yo lo sentí desde el salón del señor de Talleyrand, que dejé para
asistir a este diluvio de tonterías que ustedes llaman un meeting. El fuego de sus ojos, Beauty, ilumina la noche. Sus orejas
serían la perfección misma si mis quejas pudieran enternecerlas. No existe en
toda Inglaterra un rosa tan rosa como la rosada piel de su boquita de rosa. En
vano un pescador buscaría en los abismos de Ormus la perla que pudiese
compararse a sus dientes. Su hocico, Beauty, fino, gracioso, es lo más
primoroso que haya producido Inglaterra. La nieve de los Alpes parecería rojiza
al lado de su pelo celestial. ¡Ah!, un tipo tal de pelo sólo existe entre las
brumas de Inglaterra. Sus patas llevan suave y graciosamente ese cuerpo, que es
el resumen de los milagros de la creación; pero su cola, elegante intérprete de
los impulsos del corazón, las supera en mucho: ¡así es!, nunca curva tan
elegante, redondez más pura, movimientos más delicados, se vieron en ninguna
Gata. Deje de lado a ese cómico y viejo Puff que duerme como un Par de
Inglaterra en el Parlamento; que, por otra parte, es un miserable vendido a los
whigs; y que, debido a una larga
estancia en Bengala, ha perdido todo lo que puede gustar a una Gata.
Disimuladamente miré a ese encantador Gato francés: tenía los pelos
revueltos, era pequeño y vivaz y no se parecía en nada a un Gato inglés. Su
desparpajo, como así también la manera de sacudir las orejas, anunciaban a un
pícaro descarado. Confieso que yo estaba cansada de la solemnidad de los Gatos
ingleses y de su limpieza puramente material. Su afectación de respectability me parecía, sobre todo,
ridícula. La excesiva naturalidad de ese Gato mal peinado me sorprendió por el
violento contraste con todo lo que podía ver en Londres. Por otra parte, mi
vida estaba tan bien organizada, sabía tan bien lo que debía hacer durante el
resto de mi vida, que fui sensible a todo lo que anunciaba la fisonomía del Gato
francés. Todo me pareció, entonces, insípido. Comprendí que podía vivir en los
techos con una criatura divertida que venía de ese país en el que han sabido
consolarse de las victorias del mayor general inglés con estas palabras:
“¡Mambrú se fue a la guerra, chiribín, chiribín, chin, chin!” A pesar de lo
cual, desperté a milord y le di a entender que era muy tarde, que teníamos que
regresar. No di señas de haber hecho caso de esa declaración, y mostré una
insensibilidad total que petrificó a Brisquet. Permanecía allí, tanto más
sorprendido cuanto que se creía muy guapo. Más tarde, supe que seducía a todas
las Gatas de buena voluntad. Lo miré de reojo: se alejaba dando saltitos,
volvía desde el otro lado la calle, y se alejaba otra vez de la misma manera,
como un Gato francés presa de la desesperación: un inglés auténtico habría
disimulado decentemente sus sentimientos y no los hubiese dejado ver así. Unos
días más tarde, nos encontramos en la magnífica mansión del viejo Par, y yo
salí en coche a pasearme por Hyde Park. Sólo comíamos huesos de pollo, espinas
de pescado, cremas, leche y chocolate. Por más excitante que fuese este
régimen, mi pretendido marido Puff permanecía serio. Su respectability se extendía hasta mí. Por lo general dormía, a
partir de las siete de la tarde, en el regazo de Su Señoría, mientras ésta
jugaba al whist. Mi alma carecía, pues, de toda satisfacción, y yo languidecía.
Éste mi estado íntimo se combinó fatalmente con una pequeña dolencia en las
entrañas que me produjo el jugo de arenque puro (el vino de oporto de los Gatos
ingleses) que Puff bebía y que me puso medio loca. Mi ama hizo venir a un
médico que acababa de egresar de Edimburgo tras estudiar largo tiempo en París.
Éste, después de diagnosticar mi enfermedad, prometió a mi ama que me curaría
sin falta al día siguiente. En efecto, volvió y sacó de su bolsillo un
instrumento de fabricación parisina. Me sentí horrorizada cuando vi un caño de
metal blanco rematado por un tubo más fino. Al ver ese mecanismo, que el doctor
manipuló con satisfacción, Sus Señorías se sonrojaron, se indignaron y
expresaron cosas muy bellas sobre la dignidad del pueblo inglés. Según lo cual,
lo que distinguía a la vieja Inglaterra de los católicos no eran tanto sus
opiniones sobre la Biblia como sobre ese infame aparato. El Duque dijo que en
París a los franceses no les avergonzaba exhibirlo en el teatro nacional, en
una comedia de Molière; pero que en Londres un watchman no osaría pronunciar su nombre. —¡Déle un poco
de calomel!
—¡Pero eso la mataría! —replicó el doctor—. En cuanto a este
inocente aparato, los franceses hicieron mariscal a uno de sus mejores
generales por haber sabido servirse de él delante de la famosa columna{4}.
—Los franceses pueden regar las revueltas intestinas como les
plazca —respondió Milord—. Yo ignoro, y usted también, lo que podría
resultar del empleo de este humillante aparato; pero lo que yo sé es que un
auténtico médico inglés sólo debe curar a sus enfermos con los remedios de la
vieja Inglaterra.
El médico, que comenzaba a gozar de una gran reputación, perdió a todos
sus pacientes de la alta sociedad. Llamaron a otro médico, que me hizo
preguntas indiscretas sobre Puff y me enseñó que el verdadero lema de
Inglaterra era: Dieu et mon droit... conyugal . Una noche, oí en la calle la
voz del Gato francés. Nadie podía vernos; trepé por la chimenea y, desde lo
alto de la casa, le grité: “¡En el reborde del techo!” Esta respuesta le dio
alas, estuvo a mi lado en un abrir y cerrar de ojos. ¿Creerán ustedes que ese
Gato francés tuvo la impúdica audacia de valerse de mi pequeña exclamación para
decirme: “¡Ven a mis patas!” Osó tutear, sin más, a una Gata distinguida. Lo
miré fríamente y, para darle una lección, le dije que yo era miembro de la
Sociedad de Templanza.
—Veo, mi estimado —le dije—, a juzgar por su acento y la liviandad
de sus palabras, que usted, como todos los Gatos católicos, es alguien
inclinado a reír y a hacer mil ridiculidades,
creyendo que con un poco de arrepentimiento todo le será perdonado; pero en
Inglaterra tenemos más respeto por la moral: ponemos nuestra respectability en todo, incluso en los
placeres.
Ese joven Gato, impresionado por la majestad del cant inglés, me escuchó con una especie de atención que me hizo
concebir la esperanza de hacer de él un Gato protestante. Me dijo entonces, con
las más hermosas palabras, que haría todo cuanto yo quisiese, con tal que le
fuese permitido adorarme. Lo miré sin poder responder, ya que sus ojos, very beautiful, splendid, brillaban como estrellas, iluminaban la noche. Mi
silencio lo envalentonó y exclamó: —¡Minina mía!
—¿Qué nueva indecencia es ésta? —exclamé, sabiendo que los Gatos
franceses son muy ligeros en su manera de hablar.
Brisquet me hizo saber que, en el continente, todo el mundo, hasta el
rey, llamaba a sus hijas Minina mía,
como signo de afecto; que muchas mujeres, y aun las más hermosas y
aristocráticas, llamaban a sus maridos Gatito
mío, incluso cuando no los querían. Si yo quería complacerlo, lo llamaría:
¡Hombrecito mío! Diciendo esto, levantó sus patas con gracia infinita. Yo
desaparecí, por miedo a ser débil. Brisquet entonó Rule Britannia!, de tan feliz que estaba, y al día siguiente su
querida voz resonaba todavía en mis oídos.
—¡Ah!, también tu estás enamorada, querida Beauty —me dijo mi ama,
al verme estirada en la alfombra, despatarrada, el cuerpo en muelle abandono y
embriagada con la poesía de mis recuerdos.
Me sorprendió tanta inteligencia en una Mujer, y fui entonces a
restregarme en sus piernas, arqueándome y haciéndole oír un ronroneo amoroso
hecho con las cuerdas más graves de mi voz de contralto.
Mientras mi ama, que me subió a su regazo, me acariciaba rascándome la
cabeza y yo ponía mi mirada tierna en sus ojos llenos de lágrimas, tenía lugar
en Bond Street una escena cuyas consecuencias fueron terribles para mí.
Puck, uno de los sobrinos de Puff, que aspiraba a sucederle y que por el
momento vivía en el cuartel de la Caballería Real, se encontró con my dear Brisquet. El solapado capitán
Puck felicitó al agregado de la embajada por su éxito conmigo, diciendo que yo
había resistido a los más encantadores Gatos de Inglaterra. Brisquet, como francés
vanidoso que era, respondió que se sentiría dichoso de merecer mi atención,
pero que las Gatas que hablan de Templanza, de Biblia, etc., le producían
horror.
—¡Oh! —dijo Puck—, entonces, ¿ya le habla?
Briquet, ese adorable francés, fue de ese modo víctima de la diplomacia
inglesa; pero cometió uno de esos errores imperdonables que indignan a todas
las Gatas bien educadas de Inglaterra. Ese bribonzuelo actuaba realmente con
mucha ligereza. ¿No se le ocurrió, acaso, saludarme en el Park y pretender hablarme
familiarmente, como si nos conociéramos? El cochero, al ver a ese francés, le
dio un latigazo que casi lo mata. Brisquet lo recibió mirándome con una
intrepidez que cambió mi estado de ánimo: lo amé por la manera en que se dejó
golpear, sin ver otra cosa que no fuera yo, sintiendo sólo el privilegio de mi
presencia, y dominando la naturaleza que inclina a los Gatos a huir ante la
menor apariencia de hostilidad. No adivinó que yo me sentía morir, a pesar de
mi frialdad aparente. En ese mismo momento, resolví que me dejaría raptar por
él. Esa noche, en la azotea, me arrojé perdidamente en sus patas.
—My dear —le dije—,
¿posee usted el capital necesario para pagarle al viejo Puff los daños y
perjuicios?
—No tengo otro capital —me respondió, riendo, el francés— que los
pelos del bigote, mis cuatro patas y esta cola.
Diciendo esto, dio una barrida a la azotea con un movimiento lleno de
orgullo.
—¡Ningún capital! —respondí—, pero usted no es más que un
aventurero, my dear.
—Me gustan las aventuras —me dijo tiernamente—. En Francia, es en
las circunstancias a las que tú haces alusión cuando los Gatos se agarran de
los pelos. Sacan las uñas , no los billetes.
—¡Pobre país! —le dije—. Y ¿cómo es posible que envíe al
extranjero, a sus embajadas, Animales que carecen de capital?
—¡Esa es una buena pregunta! —dijo Brisquet—. A nuestro nuevo
gobierno no le gusta el dinero... cuando se trata de sus empleados: lo único
que le interesa es la capacidad intelectual.
El querido Brisquet tenía, al hablarme, un aire de autosatisfacción tal
que me hizo temer que no fuese más que un vanidoso.
—¡El amor sin capital es un non-sens! —le
dije—. Mientras usted vaya de un lado a otro a buscar algo para comer, no podrá
ocuparse de mí, querido mío.
Ese encantador francés me demostró, a guisa de respuesta, que descendía,
por parte de abuela, del Gato con Botas. Además, tenía noventa y nueve maneras
de pedir dinero, y nosotros, dijo, sólo tendríamos una de gastarlo. Por último,
sabía música y podía dar lecciones. En efecto, me cantó, con acentos que
desgarraban el alma, una romanza nacional de su país: Al claro de luna...
En ese momento, varios Gatos y Gatas traídos por Puck fueron testigos
del momento en que, seducida con tantas razones, le prometí a ese querido
Brisquet que lo seguiría en cuanto él fuese capaz de mantener decentemente a su
esposa. Al darme cuenta, exclamé: —¡Estoy perdida!
Al día siguiente, el viejo Puff hizo una denuncia ante los Doctors commons por conversación
criminal. Puff estaba sordo y sus sobrinos abusaron de ello. Puff dijo a los
jueces que una noche, pretendiendo halagarlo, yo lo había llamado ¡Hombrecito mío! Fue uno de los peores
cargos en mi contra, ya que no tuve manera de explicar quién me había enseñado
esas palabras amorosas. Milord, sin quererlo, fue muy malo conmigo, pero yo ya
me había dado cuenta de que estaba chocho. Su Señoría no podía sospechar de qué
bajas intrigas yo era víctima. Algunos jóvenes Gatos que me defendieron en
contra de la opinión pública me han dicho que hay veces en que pregunta por su
ángel, por la alegría de sus ojos, por su darling,
por su sweet Beauty. Incluso mi
madre, que había venido a Londres, se negó a verme y a escucharme, pero me hizo
saber que una Gata inglesa no debía tener jamás una conducta sospechosa y que
yo amargaba en mucho sus últimos días. Mis hermanas, celosas de mi elevación,
apoyaron a mis acusadoras. Por último, la servidumbre declaró en mi contra. Fue
entonces cuando me di cuenta de cuál es la cuestión que hace que en Inglaterra
todo el mundo pierda la cabeza. En cuanto se trata de una conversación
criminal, todos los sentimientos desaparecen, una madre ya no es una madre, una
nodriza querría hacerse devolver su leche y todas la Gatas gritan en la calle.
Pero lo más infame fue que mi viejo abogado, que en una época había creído en
la inocencia de la reina de Inglaterra{5}, al que yo había contado todo
con pelos y señales, que me había asegurado que no había materia ni para azotar
a un Gato{6}, y al que, como prueba de mi inocencia, le confesé que yo
no entendía nada de esas palabras, conversación
criminal (me dijo que se la daba este nombre, justamente, por lo poco que
se hablaba en tales situaciones); ese abogado, digo, sobornado por el capitán
Puck, me defendió tan mal que fue evidente que mi causa estaba perdida. En
tales circunstancias, tuve el coraje suficiente para comparecer ante los Doctors commons.
—Milords —dije—, soy una Gata inglesa y soy inocente. ¿Que se diría de
la justicia de la vieja Inglaterra si...?
Acababa de pronunciar esas palabras cuando espantosos murmullos ahogaron
mi voz, hasta tal punto el público había sido influenciado por el Cat-Chronicle y por los amigos de Puck.
—¡Pone en duda la justicia de la vieja Inglaterra, que ha instaurado el
Jurado! —gritaban.
—Lo que pretende explicar, Milord —exclamó el abominable abogado de
mi adversario—, es cómo se paseaba por los techos en compañía de un Gato
francés con la intención de convertirlo a la religión anglicana. La verdad es
que iba para decirle, a la vuelta, mon
petit Homme a su marido, para escuchar los execrables principios del
papismo y para aprender a menospreciar las leyes y los usos de la vieja
Inglaterra.
Cuando se evocan tales tonterías delante de un público inglés se lo hace
volver loco. Así fue como una tempestad de aplausos acogió las palabras del
abogado de Puck. Fui condenada a la edad de veintiséis meses, cuando hubiese
podido demostrar que yo ignoraba todavía lo que era un Gato. Pero todo eso me
hizo comprender que es a causa de esas chocheces que a la vieja Inglaterra la
llaman Albión.
Caí en una profunda misgatopía,
debida menos a mi divorcio que a la muerte de mi querido Brisquet, a quien
Puck, que temía su venganza, hizo matar aprovechando una revuelta. Es así como
nada me pone más furiosa que oír hablar de la lealtad de los Gatos ingleses.
Ya ven ustedes como, ¡oh
Animales franceses!, al familiarizarnos con los Hombres tomamos de ellos todos
los vicios y todas las malas instituciones. Volvamos a la vida salvaje, en la
que sólo obedecemos al instinto y en la que no encontramos ninguna costumbre
opuesta a los más sagrados designios de la naturaleza. En este momento estoy
escribiendo un tratado político destinado a las clases obreras animales, para
convencerlas de que dejen de hacer marchar las máquinas y que rehúsen que las
unzan a las carretas, ense¬ñándoles al mismo tiempo los medios para liberarse
de la opresión de los grandes aristócratas. Aunque nuestros garabateos ya son
célebres, creo que Mis Harriet Martineau estaría de acuerdo conmigo. En el
continente, ustedes ya saben que la literatura se ha transformado en el refugio
de cuanta Gata protesta contra el inmoral monopolio del matrimonio, resiste a
la tiranía de las instituciones y propone la vuelta a las leyes naturales.
Olvidaba decirles que, a pesar de que Brisquet tuviese el cuerpo atravesado por
una puñalada en la espalda, el Coroner, con una hipocresía infame, declaró que
se había envenenado a sí mismo con arsénico. ¡Cómo si fuese posible que un Gato
tan alegre, tan alocado, pudiera haber reflexionado lo bastante sobre la vida
como para concebir una idea tan seria; y como si un Gato al que yo amaba
hubiera podido sentir el menor deseo de abandonar la existencia! Pero, gracias
al aparato de Marsh{7}, fueron halladas algunas manchas en un plato.
NOTAS:
{1} Elisabeth Inchbald
(1753-1821), novelista popular y autora de comedias de gran éxito.
{2} Tomber de l'eau (dejar o hacer caer
agua, verter agua): orinar.
{3} Término inglés que
designa la jerga propia de una secta o de un grupo social. Sinónimo de
hipocresía.
{4} El 10 de mayo de
1831, en la Plaza Vendôme, el general Lobau disolvió una revuelta sin tirar una
sola bala: únicamente con el agua de las mangueras de los bomberos. La feliz
idea le dio una enorme popularidad y tres meses más tarde el bastón de mariscal
de Francia.
{5} Referencia a la historia de Caroline de Brunswick-Wolfenbüttel (1768-1821). En 1795 se había casado con el Príncipe de Gales, George Augustus Frederick, y pronto se separó de él, conservando una gran popularidad. Su marido la sometió a dos procesos por adulterio que escandalizaron a toda Europa, y cuando fue coronado como Jorge IV de Inglaterra le prohibió usar el título de reina consorte y hasta la entrada a la abadía de Westminster.
{6} Il n'y a pas de quoi fouetter un chat
(no hay con qué o por qué azotar a un gato, no es motivo que justifique azotar
a un gato): se dice de algún asunto de poca importancia.
{7} James Marsh (1789-1843)
inventó en 1836 un test que permitía detectar cantidades ínfimas de arsénico.
El autor
La edición en formato epub de este relato puede descargarse en el sitio de Ediciones De La Mirándola.