viernes, 20 de abril de 2012

EL BIBLIÓMANO


Charles Nodier
(originalmente publicado como Cuento largo en ARR N° 3)

Todos ustedes saben quién fue el buen Teodoro, sobre cuya tumba vengo a arrojar flores, rogándole al cielo que la tierra le sea leve.
Estos dos jirones de frase, que todos ustedes también conocen, declaran suficientemente que mi intención es dedicarle algunas páginas de nota necrológica o de oración fúnebre.
Desde hacía veinte años, Teodoro se había retirado del mundo a fin de trabajar o de no hacer nada: con cuál de estos dos propósitos, era un gran secreto. En algo pensaba, pero nadie sabía en qué pensaba. Pasaba la vida en medio de libros y ocupado solamente con libros, lo que había hecho que algunos pensasen que estaba componiendo uno que haría que todos los demás fuesen inútiles; pero, evidentemente, se equivocaban. Teodoro había sabido aprovechar suficientemente sus estudios como para ignorar que tal libro ya fue escrito hace trescientos años. Es el decimotercer capítulo del Libro Primero de Rabelais.
Teodoro ya no hablaba, ya no reía, ya no se entretenía, ya no comía, ya no iba al baile ni al teatro. Las mujeres que había amado en su juventud ya no atraían sus miradas, o cuando mucho no les miraba más que los pies; y si un elegante par de zapatos de colores brillantes atraía su atención: —¡Ay! —decía, arrancando de su pecho un  profundo gemido—, ¡cuánto cuero fino desperdiciado!
En otros tiempos había seguido la moda: las memorias de aquella época nos dicen  que fue el primero en anudar la corbata del lado izquierdo, a pesar de la autoridad de Garat, que la anudaba del lado derecho, y menospreciando al vulgo, que se obstina aún hoy en anudarla al medio.
Tedoro ya no se ocupaba de la moda. Durante veinte años sólo en un una ocasión se peleó con su sastre: —Señor —le dijo un día—, éste es el último traje que recibo de usted, si vuelven a olvidarse de cortarme los bolsillos in quarto.
La política, cuyas ridículas oportunidades han hecho la fortuna de tantos imbéciles, no logró nunca distraerlo más que un momento de sus meditaciones. Desde que las locas excursiones de Napoleón en el norte hicieron subir el precio del cuero de Rusia, la política lo ponía de mal humor. Sin embargo, había aprobado la intervención francesa contra las revoluciones de España. —Es una buena ocasión —dijo—, para hacer venir novelas de caballería y cancioneros de la península. Pero el ejército francés pensó en todo menos en eso, lo que le molestó profundamente. Cuando alguien decía Trocadero, respondía con ironía Romancero, actitud que terminó haciéndolo pasar por liberal.
La memorable campaña de Monsieur de Bourmont en las costas de África lo llenó de júbilo. —Gracias sean dadas al cielo —dijo frotándose las manos—, podremos pagar barato los tafiletes de Levante; actitud que lo hizo pasar por carlista. El verano último fue visto paseándose en una calle populosa mientras examinaba un libro. Ciudadanos honestos, que salían titubeando de un cabaret, se le acercaron a rogarle, poniéndole el cuchillo en la garganta, que gritase ¡Vivan los polacos! en nombre de la libertad de expresión. —Estoy totalmente de acuerdo —respondió Teodoro, cuyo pensamiento era un eterno grito a favor del género humano—, pero, ¿podrías decirme el porqué? —Porque le declaramos la guerra a Holanda, que oprime a los polacos con el pretexto de que no quieren a los jesuitas —replicó el amigo de las Luces, que era un experimentado geógrafo e intrépido conocedor de la lógica. —Que Dios nos perdone —murmuró nuestro amigo, juntando tristemente las manos—. Entonces, ¿tendremos que resignarnos al pretendido papel de Holanda de Monsieur de Montgolfier?
El hombre eminentemente civilizado le quebró una pierna de un golpe de bastón.
Tres meses Teodoro guardó cama, ocupado en la confrontación de diversos catálogos de libros. Predispuesto, como siempre, a las emociones extremas, esa lectura le inflamó la sangre.
Aun durante su convalecencia, sus noches eran terriblemente agitadas. Su mujer lo despertó una vez en medio de las angustias de la pesadilla. —Llegas justo a tiempo —le dijo besándola— para impedirme morir de espanto y de dolor. Estaba rodeado de monstruos que no me hubiesen dado tregua.
—Pero ¿qué monstruos, querido mío, puedes temer, tú que nunca hiciste mal a nadie?
—Era, recuerdo, la sombra de Purgold, cuyas funestas tijeras mordían pulgada y media en los márgenes de mis Aldo Manuzios cosidos a mano, mientras que la de Heudier hundía implacablemente en un ácido devorador el más hermoso volumen de mis primeras ediciones y lo retiraba completamente blanco; pero tengo buenas razones para pensar que ambos, por lo menos, están en el purgatorio.
Su mujer creyó que estaba hablando en griego, ya que Teodoro sabía un poco de griego, tanto, que tres estantes de su biblioteca estaban repletos de libros en griego cuyas hojas no habían sido cortadas. Por lo tanto, no los abría nunca, contentándose con mostrarlos, a sus conocidos más íntimos, de frente y de perfil, pero indicando nombre del impresor y lugar y fecha de impresión con imperturbable aplomo. Las almas simples llegaban a la conclusión de que era brujo. Yo no lo creo.
Como desmejoraba a ojos vistas, se llamó al médico, que era, por casualidad, hombre de ingenio y algo filósofo. Si ustedes son capaces sabrán de quién estoy hablando. El doctor reconoció que la congestión cerebral era inminente e hizo un lindo informe sobre esta enfermedad en el Journal des sciences medicales, en el que es designada con el nombre de monomanía de los tafiletes, o como tifus de los bibliómanos; pero no se habló de ella en la Academia de Ciencias, ya que se halló en competición con el cholera morbus.
Se le aconsejó que hiciese un poco de ejercicio, y, como esa idea le resultó agradable, al día siguiente, bien temprano, se puso en camino.  Yo me sentía demasiado intranquilo como para dejar que se me alejase más de un paso. Nos dirigimos del lado de los muelles, lo cual me alegró porque imaginé que la vista del agua le haría bien; pero no apartó la mirada de los parapetos, que se encontraban tan carentes de puestos como si esa misma mañana hubiesen sido visitados por los defensores de la prensa que echaron al agua en febrero la biblioteca del Arzobispado. En el Muelle de las Flores tuvimos más suerte. Había allí profusión de libros, pero ¡qué libros! Todos esos libros que fueron elogiados durante un mes por los diarios y que salen, sin excepción, de la oficina de redacción o de la reserva del librero, para caer en el cajón de a cincuenta céntimos. Filósofos, historiadores, poetas, novelistas, autores de todo género y formato, para quienes los más pomposos anuncios no son sino los infranqueables limbos de la inmortalidad, y que pasan, desdeñados, de las estanterías de los depósitos a los bordes de piedra del Sena, profundo Leteo desde el que contemplan, mientras los corroe la humedad, el final indudable de su presuntuoso vuelo. Allí me puse a hojear las páginas satinadas de mis in-octavo, en medio de cinco o seis amigos.
Teodoro suspiró, pero no fue por haber visto las obras de mi mente expuestas a la lluvia, de la que muy mal las protege la oficiosa lona impermeable.
—¿Dónde está —dijo—, la época de los libreros de viejo al aire libre? Sin embargo, aquí fue donde mi ilustre amigo Barbier reunió tantos tesoros que pudo hacer una bibliografía especial con miles de artículos. Aquí fue donde, durante horas, alargaban sus doctos y fructuosos paseos el sabio Monmerqué, camino al Palacio de Justicia, y el sabio Labouderie, cuando salía de la capital. Aquí fue donde el venerable Boulard se hacía cada día con un metro de rarezas, medido con el largo de su bastón, para el que sus seis casas repletas de volúmenes no tenían lugar reservado. ¡Ay, cuántas veces deseó, en tal ocasión, el modesto angulus de Horacio o la elástica cápsula de ese pabellón de hadas que podría haber cobijado, en caso de necesidad, a los ejércitos de Jerjes, y que podía llevarse a la cintura tan cómodamente como la funda de los cuchillos del abuelo de Juanito! Pero ahora, ¡ay, dolor!, no se ven aquí más que las ineptas migajas de esta literatura moderna que no se transformará nunca en literatura antigua, cuya vida se evapora en veinticuatro horas, como la de las moscas del río Hypanís; literatura, en efecto, bien digna  de la tinta de carbón y del papel hecho con trapos que le entregan, no sin lamentarlo, algunos tipógrafos avergonzados, casi tan estúpidos como sus libros. ¡Y es profanar el nombre de libros el dárselo a estos harapos manchados de negro que, abandonando la canasta del trapero, no cambiaron casi de destino! ¡Los muelles del Sena ya no son más que la morgue de las celebridades contemporáneas!
Suspiró una vez más y yo también suspiré, aunque no fue por la misma razón.
Yo tenía prisa por llevármelo, ya que su exaltación, que crecía a cada instante, parecía amenazarlo con una crisis mortal. Seguramente era aquel un día nefasto, puesto que todo se juntaba para agriar su melancolía.
—He aquí —dijo al paso—, la pomposa fachada de Ladvocat, el Galiot du Pré de las bastardeadas letras del siglo diecinueve, librero industrioso y liberal, que habría merecido nacer en una época mejor, pero cuya deplorable actividad ha multiplicado cruelmente los nuevos libros con perjuicio eterno de los viejos; hacedor por siempre imperdonable de la papelería de algodón, de la ortografía ignorante, de la viñeta manierista, tutor fatal de la prosa académica y de la poesía de moda.  ¡Como si hubiesen existido la poesía en Francia después de Ronsard y la prosa después de Montaigne! Ese palacio de bibliópolis es el caballo que ha llevado consigo a todos los que se apoderaron de la estatua de Palas que protegía la ciudad de Troya; la caja de Pandora que le dio entrada a todos los males de la tierra. Aún aprecio a ese caníbal y haré un capítulo en su libro, pero nunca volveré a verlo.
—He aquí —continuó—, el negocio de verdes paredes del digno Crozet, el más agradable de nuestros jóvenes libreros, el hombre de París que mejor distingue una encuadernación hecha por el mayor de los Derome de una hecha por el menor de la familia, y la última esperanza de la última generación de aficionados, si sabe ésta aún elevarse por encima de nuestra barbarie; pero hoy no podré gozar de su conversación, gracias a la cual aprendo siempre algo. Se halla en Inglaterra, donde, por el legítimo derecho a la represalia, les disputa a nuestros ávidos invasores de Soho Square y de Fleet Street los restos preciosos de los monumentos de nuestra bella lengua, olvidados desde hace dos siglos en la ingrata tierra que los vio nacer.  ¡Macte animo, generoso puer!…
—He aquí —dijo aún, volviendo sobre sus pasos—, el Puente de las Artes, cuyo inútil balcón no recibirá jamás en su ridículo parapeto de sólo algunos centímetros de ancho, el noble peso del infolio tres veces secular que halagó los ojos de diez generaciones con sus tapas recubiertas con cuero de marrana y sus cierres de bronce; pasaje, en verdad, profundamente problemático, que conduce del Louvre al Instituto por un camino que no es el de ciencia. No sé si me equivoco, pero la invención de esta especie de puente debe de haber sido para el erudito la flagrante revelación de la decadencia de las buenas letras.
—He aquí —siguió diciendo Teodoro al cruzar la plaza del Louvre—, el blanco cartel de otro librero activo e ingenioso; me hizo latir, durante mucho tiempo, el corazón, pero ya no puedo divisarlo sin una penosa emoción desde que a Techener se le ocurrió la idea de reimprimir con caracteres de Tastu, en un papel deslumbrante y bajo lindas tapas de cartón, las góticas maravillas de Jehan Mareschal de Lyon y de Jehan de Chaney de Aviñón, inhallables fruslerías que él multiplicó con deliciosas copias. El papel de una blancura de nieve, amigo mío, me horroriza, y no hay cosa que no me resulte preferible a no ser cuando, bajo el golpe que recibe de la mano del obrero de imprenta, se transforma en el deplorable emblema de los ensueños y las tonterías de este siglo de hierro.
Teodoro suspiraba cada vez más y empeoraba a ojos vista.
Así fue como llegamos, en la Rue des Bons-Enfants, al rico bazar literario de las ventas públicas de Silvestre, local honrado por los sabios, en el que se han sucedido en un cuarto siglo más curiosidades inapreciables que las que nunca guardó la biblioteca de los Ptolomeos, que quizás no fue quemada por Omar, por más que lo digan nuestros chiflados historiadores. Nunca había visto tantos espléndidos volúmenes juntos.
—Desgraciados los que se desprenden de ellos —le dije a Teodoro.
—Están muertos —dijo—, o el desprenderse de ellos los matará.
Pero la sala estaba vacía. Sólo se veía al infatigable señor Thour, haciendo facsímiles con paciente exactitud, sobre tarjetas cuidadosamente preparadas,  de los títulos de las obras que la víspera habían escapado a su investigación cotidiana. ¡Hombre feliz entre todos los hombres, que posee en sus cajas, por orden de materia, la imagen fiel del frontispicio de todos los libros conocidos! Para él, será en vano que todos las producciones de la imprenta perezcan en la primera y próxima revolución  que los progresos de la perfectibilidad nos aseguran. Podrá legarle al futuro el catálogo completo de la biblioteca universal. Ciertamente había en él un admirable tacto de presciencia en prever desde tan lejos el momento en que deberá establecerse el inventario de la civilización. Algunos años más y de ésta no se volverá a hablar.
—Que Dios me perdone, querido Teodoro —dijo el correcto señor Silvestre—, se ha equivocado usted de fecha. Fue ayer el último día de examen para los expertos. Todos los libros que usted ve están vendidos y esperan a que se los lleven.
Teodoro trastrabilló y se puso pálido. Su frente tomó el color de un tafilete amarillo un poco gastado. El golpe que se abatió sobre él retumbó en el fondo de mi pecho.
—Eso sí que está bueno —dijo con aire abrumado—. Reconozco mi habitual mala suerte en esta horrible noticia. Pero entonces, ¿a quién pertenecen esas perlas, esos diamantes, esas fantásticas riquezas, de los que la biblioteca de De Thou y de los Grolier se hubieran enorgullecido?
—Como siempre, señor —respondió el señor Silvestre—. Esos excelentes clásicos en edición original, esos viejos y perfectos ejemplares autografiados por célebres eruditos, esas interesantísimas rarezas filológicas de las que la Academia y la Universidad no han oído hablar, le correspondían de pleno derecho a sir Richard Herber. Es la parte del león inglés, al que nosotros le cedemos de buena gana el griego y el latín que ya no sabemos. Esas hermosas colecciones de historia natural, esas obras maestras de método y de iconografía, pertenecen el Príncipe de…, cuyos gustos estudiosos ennoblecen aún más, gracias a su empleo, una noble e inmensa fortuna. Esos misterios de la Edad Media, esas moralidades, fénix cuyo sosías no existe en ninguna parte, esos curiosos ensayos dramáticos de nuestros ancestros, irán a engrosar la biblioteca modelo del señor de Soleine. Esos libros humorísticos, tan esbeltos, tan elegantes, tan bonitos, tan bien conservados,  componen el lote de su amable e inteligente amigo, el señor Aimé-Martin. No tengo necesidad de decirle a usted a quién pertenecen esos tafiletes frescos y brillantes, con anchas viñetas, triple filete y fastuosos ornamentos dorados. Es el Shakespeare de la pequeña propiedad, el Corneille del melodrama, el hábil y tan a menudo elocuente intérprete de las pasiones y de las virtudes del pueblo que, tras no haberlos apreciado, por la mañana, a su justo valor, por la tarde los compró a precio de oro, no sin murmurar entre dientes como un jabalí herido de muerte, y no sin volver hacia sus competidores los trágicos ojos ensombrecidos por negras cejas.
 Teodoro ya no lo escuchaba. Acababa de echar mano a un volumen de pasable apariencia que se había apresurado a medir con su elzeviriómetro, es decir, la regla dividida casi al infinito con la cual establecía, ¡ay!, el precio y el mérito intrínseco de sus libros. Diez veces lo acercó al libro maldito, diez veces verificó el abrumador cálculo, susurró unas pocas palabras que no pude entender, nuevamente su tez cambió de color y se derrumbó entre mis brazos. Mucho me costó hacerlo subir al primer coche de alquiler que apareció.
Mis esfuerzos para arrancarle el secreto de aquel súbito dolor fueron por largo tiempo inútiles. No hablaba.  Mis palabras no llegaban hasta él. Es  el tifus, pensé,  el paroxismo del tifus.
Mientras lo abrazaba, yo continuaba con mis preguntas. Pareció ceder a un impulso expansivo.
—En mí puede usted ver —me dijo—, al más desgraciado de los hombres. El volumen aquél es el Virgilio de 1676, de gran formato, del cual yo pensaba posser el ejemplar más grande, y aquél sobrepasa al mío en la tercera parte de un renglón. Mentes enemigas o mal dispuestas podrían encontrar que lo sobrepasa, incluso, en la mitad de un renglón. ¡La tercera parte de un renglón, Dios santo!
Quedé como fulminado por el rayo. Comprendí que el delirio se apoderaba de él.
—¡La tercera parte de un renglón! —repitió, mientras amenazaba al cielo con un puño furioso, como si fuese Ayax o Capaneo. Mi cuerpo entero temblaba.
Poco a poco fue cayendo en la más honda de las pesadumbres. El pobre hombre sólo vivía ya para sufrir. Solamente repetía, de vez en cuando, mordiéndose las manos: —¡La tercera parte de un renglón! Y yo, en voz  baja, decía de nuevo: ¡Al diablo los libros y el tifus!
—Tranquilícese, amigo mío —le susurraba tiernamente al oído cada vez que la crisis volvía producirse—. ¡Poca cosa es la tercera parte de un renglón si se la compara con los más delicados asuntos de este mundo!
—¡Poca cosa —exclamó—, la tercera parte de un renglón del Virgilio de 1676! Es la tercera parte de un renglón la que aumentó en cien luises el precio del Homero de Nerli vendido por el señor de Cotte. ¡La tercera parte de un renglón! ¡Ay! ¿Le parecería a usted que no es nada, acaso, la tercera parte de un estilete que se le hundiese en el pecho?
Su rostro se desfiguró por entero, los brazos se le pusieron rígidos, un calambre le atenazó las piernas con uñas de hierro. El tifus, visiblemente, se apoderaba de sus miembros. Y por nada del mundo hubiera yo querido alargar en la tercera parte de un renglón el corto camino que aún nos separaba de su casa.
Al fin, llegamos.
—¡La tercera parte de un renglón! —le dijo al portero.
—¡La tercera parte de un renglón! —le dijo a la cocinera, que vino a abrirnos.
—¡La tercera parte de un renglón! —le dijo a su mujer, mojándola con su llanto.
—Mi cotorrita se voló —dijo la pequeña, que lloraba como su padre.
—¿Y por qué dejaban siempre la jaula abierta? —respondió Teodoro. —¡La tercera parte de un renglón!
—El pueblo se levanta en el Mediodía de Francia y en la Rue du Cadran —dijo la vieja tía que leía el diario de la tarde.
—¿Por qué diablos se inmiscuye el pueblo? —respondió Teodoro—. ¡La tercera parte de un renglón!
—Su quinta en la Beauce ha sido incendiada —le dijo el doméstico mientras lo ayudaba a acostarse.
—Y habrá que reconstruirla —respondió Teodoro—. Siempre y cuando valga la pena. ¡La tercera parte de un renglón!
—¿Usted piensa que la cosa es seria? —me dijo la nodriza.
—¿Pero no ha leído usted, hija mía, el Diario de las Ciencias Médicas? ¿Qué espera para ir a buscar un sacerdote?
Felizmente, en el mismo instante, entraba el cura, que venía a hablar, de acuerdo con su costumbre, de mil insignificancias bibliográficas y literarias de las que su breviario no lo había hecho distraer jamás por entero; pero, habiéndole tomado el pulso a Teodoro, ya no pensó más en nada de ello.
—¡Ay, hijo mío! —le dijo—, la vida del hombre es sólo pasar; y el mundo mismo no está edificado sobre eternos cimientos. Tendrá que terminar, como todo lo que un día empezó.
—A propósito —respondió Teodoro—, ¿leyó usted el Tratado sobre su origen y su antigüedad ?
—Lo qué yo sé lo aprendí en el Génesis —respondió el venerable pastor—; pero he oído decir que un sofista del siglo pasado, llamado Monsieur de Mirabeau, compuso un libro sobre el tema.
Sub judice lis est —lo interrumpió con brusquedad Teodoro—. En mis Estromatas he probado que las dos primeras partes del mundo son de ese triste pedante de Mirabeau y que la tercera pertenece al abate Le Mascrier.
—Pero ¡Dios santo! —replicó la tía subiéndose los lentes—, ¿quién hizo, entonces, América?
—No es de eso de lo que se trata —continuó el abate—. ¿Crees en la Trinidad?
—¿Cómo podría no creer en el famoso volumen De Trinitate de Miguel Servet? —dijo Teodoro incorporándose en el lecho—, puesto que yo he visto ceder, ipsissimis oculis, por la modesta suma de doscientos quince francos, en la librería del señor de Mac Carthy, un ejemplar por el que éste había pagado setecientas libras en la venta de La Vallière.
—Nada tiene que ver una cosa con la otra —dijo el apóstol un poco desconcertado—. Te pregunto, hijo mío, si crees en la divinidad de Jesucristo.
—Bueno, bueno —dijo Teodoro—, todo es cuestión de entenderse. Yo sostendré, solo y contra todos, que el Toldos-jeschu[1], del que Voltaire, ese bufón ignorante, sacó tantas fábulas estúpidas dignas de las Mil y una noches, no es más que una malvada inepcia rabínica, indigna de figurar en la biblioteca de un erudito.
—¡Alabado sea Dios! —suspiró el digno eclesiástico.
—A menos que, un día, se termine por encontrar —continuó Teodoro—, el ejemplar in charta maxima del que se habla, si mi memoria es buena, en las heteróclitas y confusas páginas de David Clément[2].
 Esta vez el cura se lamentó en voz alta, se levantó consternado de la silla y se inclinó sobre Teodoro para hacerle comprender claramente, sin ambages ni equívocos, que padecía en el más funesto grado el tifus de los bibliómanos del que se habla en el Diario de las Ciencias Médicas, y que  de nada ya tenía que ocuparse fuera de su eterna salvación.
A lo largo de su vida, Teodoro no se había refugiado nunca en esa impertinente negación de los incrédulos que es la ciencia de los tontos; pero el buen hombre había llevado demasiado lejos, en su trato con los libros, el vano estudio de la letra, como para poder ocuparse del espíritu. En plena salud, cualquier doctrina le hubiese provocado fiebre,  y cualquier dogma, el tétanos. En el terreno de la moral teológica no hubiera sido capaz de hacerle frente ni a un sansimoniano.
Se dio vuelta hacia la pared.
Tanto fue el tiempo que pasó sin hablar que lo hubiéramos creído muerto, si, al aproximarme a él, no lo hubiese oído murmurar con voz queda : —¡La tercera parte de un renglón! ¡Dios de justicia y de bondad! Pero ¿dónde podrás Tú devolverme esa tercera parte; y en qué medida Tu omnipotencia podría reparar el error garrafal de ese encuadernador?
Un minuto después llegó uno de sus amigos bibliófilos. Le dijeron que Teodoro había entrado en agonía, que deliraba hasta tal punto que creía que era el abate Le Mascrier quien había hecho la tercera parte del mundo, y que desde hacía un cuarto de hora había perdido el habla.
—Quiero constatarlo por mí mismo —replicó el amante de los libros—. ¿Cuál es el error de paginación gracias al cual reconocemos la verdadera edición del César elzeviriano de 1635? —le preguntó a Teodoro.
—153 por 149.
—Muy bien. Y ¿en lo que respecta al Terencio del mismo año?
—108 por 104.
—¡Caramba —dije—, los Elzevires tuvieron muy mala suerte aquel año con las cifras! ¡Qué suerte que no hayan elegido justo ese año para imprimir la tabla de logaritmos!
—¡Maravilloso! —exclamó sorprendido el amigo de Teodoro—. Si le hubiera prestado oídos a estas personas, te hubiese creído a dos pasos de la muerte.
—¡En la tercera parte de un renglón! —respondió Teodoro, cuya voz se iba apagando poco a poco.
—Conozco tu desventura, pero no es nada al lado de la mía. Imagínate que hace ocho días, en una de esas ventas grises y anónimas de las cuales apenas si uno se entera gracias al cartel pegado en la puerta, me he perdido un Boccaccio de 1527, tan magnífico como el tuyo, con la encuadernación hecha en vitela de Venecia, las aes puntiagudas, testigos casi en cada página y todos los folios originales.
Todas las facultades de Teodoro se concentraban en un único pensamiento:
—¿Estás bien seguro, al menos, de que las aes eran puntiagudas?
—Como la punta de hierro que arma la alabarda de un lancero.
—Entonces, sin dudarlo, ¡era la mismísima vintisettine edición!
—La mismísima. Ese día teníamos una linda cena, mujeres encantadoras,  ostras verdes, personas de ingenio, vino de champaña. Yo llegué a la subasta tres minutos después de la adjudicación.
—¡Señor mío —gritó Teodoro—, cuando se trata de la vintisettine no hay cena que valga!
Ese último esfuerzo terminó con el resto de vida que palpitaba aún en él, y que el calor de esta conversación había sostenido como el fuelle que sopla sobre una brasa agonizante. Sin embargo, sus labios balbucearon una vez más: —¡La tercera parte de un renglón!, pero fueron éstas sus últimas palabras.
Una vez perdida toda esperanza, habíamos arrastrado el lecho hasta la biblioteca, de la cual le bajábamos uno por uno los volúmenes que parecía llamar con la mirada, manteniendo largo tiempo delante de sus ojos aquellos que más lo pudiesen halagar.
Murió a medianoche, entre un Du Seuil y un Padeloup, las manos amorosamente enlazadas sobre un Thouvenin.
Al día siguiente seguimos el cortejo fúnebre, a la cabeza de un sinnúmero de desconsolados propietarios de tafileterías; y sobre la tumba hicimos sellar una lápida con la siguiente inscripción, que el mismo Teodoro había compuesto, parodiando el epitafio de Franklin:

YACE AQUI
EN SU ENCUADERNACION DE MADERA
UN EJEMPLAR IN FOLIO
DE LA MEJOR EDICION DEL HOMBRE
ESCRITO EN UNA LENGUA DE LA EDAD DE ORO
QUE EL MUNDO YA NO ENTIENDE
ES HOY UN LIBRO ARRUINADO
MANCHADO Y DESHOJADO
CON IMPERFECTO FRONTISPICIO
ROIDO POR LOS GUSANOS
Y ATACADO DE PODREDUMBRE
NO OSAMOS ESPERAR PARA EL
LOS INUTILES Y TARDIOS HONORES
DE LA REIMPRESION

© Traducción de Miguel Ángel Frontán 


NOTAS:
[1] El señor Wagenseil nos ha dado la traducción latina de un libro de los judíos intitulado Toldos Jeschu, en el que se nos cuenta que cuando Jeschu estaba en Bethléem de Judea, lugar en que había nacido, se puso a gritar muy fuerte: «¿Quiénes son esos hombres malvados que sostienen que soy bastardo y de origen impuro? Ellos son los bastardos y hombres muy impuros. ¿No fue una madre virgen la que me engendró? Y yo entré en ella por la coronilla.»  Dictionnaire filosophique – Généalogie.
[2] Nota del traductor: se trata de los nueve volúmenes de la Bibliothèque curieuse historique et critique, ou catalogue de livres difficiles à trouver par David Clément, Göttingen, Hannover, J.G.Scmidt, publicados entre 1750 y 1760.


El autor
Novelista, cuentista, dramaturgo, memorialista de la Revolución Francesa y del Imperio, historiógrafo del viejo París, lexicógrafo, entomólogo, Charles Nodier ofrece el perfecto ejemplo del hombre de letras europeo del siglo XIX.
Nacido en 1780, fue en su juventud un ferviente antibonapartista y conoció por ello la prisión y la clandestinidad. La Restauración Borbónica lo nombró director de la Biblioteca del Arsenal. En ese magnífico lugar, aún hoy intacto, Nodier vivió hasta su muerte en 1844. Fue allí donde animó uno de los más célebres salones literarios de la época mientras, pacientemente, continuaba elaborando una obra que sorprende por la vastedad de su inspiración y la inmensa variedad de sus temas.