domingo, 31 de julio de 2011

HISTORIA DE LA BUENA GUDULE

Jean Lorrain
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 2)

Madame de Lautréamont vivía en la casa más bella de la ciudad, edificada en épocas de Luis XV (¡disculpen cosa de tan poca monta!), la misma que fuera, bajo el Antiguo Régimen, sede de la Dirección General de Impuestos, y cuyas altas ventanas, adornadas con escudos y conchas, llenaban de admiración a quienquiera acertase a cruzar por la plaza mayor los días de mercado. El inmueble estaba compuesto por un gran cuerpo que sobresalía flanqueado por dos alas laterales, el todo unido por una alta reja; el gran patio de honor y, detrás del edificio principal, el jardín más bonito del mundo. Éste, que terraplén tras terraplén descendía hasta el borde mismo de las murallas de la ciudad, ofrecía una vista sobre treinta leguas a la redonda y, en el más esmerado orden Luis XV, cobijaba en sus boscajes licenciosas estatuas, acariciadas todas, cual más, cual menos, por las Risas y el Amor.
Con respecto a las habitaciones, tenían todos los muros recubiertos de planchas de madera del más encantador efecto, adornadas con paneles decorativos y cristales; y los pisos de toda la planta baja, llamativamente incrustados con maderas exóticas, brillaban como espejos. Madame de Lautréamont sólo ocupaba el edificio principal; los pabellones los había alquilado a sólidos inquilinos, lo que le daba una buena renta; no había nadie que no deseara vivir en la residencia de los Lautréamont y ése era el sempiterno tema de las conversaciones de la ciudad. ¡Ah, Madame de Lautréamont! Había nacido con las manos llenas y toda la suerte del mundo: un marido con el cuerpo de Hércules sometido por entero a la voluntad de su mujer y que le permitía vestirse en París con el mejor modista; dos hijos a los que les había procurado una muy buena situación —la hija casada con un procurador del Rey, y el hijo ya capitán de artillería o a punto de serlo— ; la mejor casa del departamento, una salud que la mantenía todavía lozana y, habiendo pasado los cuarenta y cinco años, atractiva, por cierto; y, para ocuparse de aquella mansión principesca y de aquella salud casi indecente, una empleada doméstica de las que ya no existen, el fénix, la perla única de las sirvientas, todos los grados de devoción, todos los cuidados, toda la lealtad juntos encarnados en la buena Gudule.
Gracias a esta maravillosa mujer, a Madame de Lautréamont le bastaba con tres empleados domésticos —un jardinero, un ayuda de cámara y una cocinera— para mantener su inmensa casa con sólo sesenta mil libras de gasto. Era, nadie podía dudarlo, el hogar más cuidado de la ciudad: ni una mota de polvo en el mármol de las consolas, pisos que se habían vuelto peligrosos de tan encerados, viejos espejos más claros que el agua de las fuentes, y en todas partes, en cada uno de los aposentos, un orden, una simetría que hacían decir que la antigua sede de la Dirección General de Impuestos ocupaba el primer rango entre los hogares de provincia, con esta frase ya tradicional para designar una casa muy cuidada: "¡Ni que estuviésemos en casa de los Lautréamont!"
El alma de esta sorprendente mansión resultaba ser una buena solterona de mejillas aún frescas y ojitos ingenuos y azulados que, de la mañana a la noche, plumero o escoba en mano, silenciosa, seria, activa, no paraba de frotar, cepillar, plumerear, hacer brillar y relucir, enemiga declarada de cualquier partícula de polvo. Los demás empleados le tenían un poco de miedo: la vigilancia de la buena Gudule era terrible. Consagrada por entero a los intereses de sus patrones, nada escapaba a sus ojitos azules; además, siempre estaba en la casa, ya que aquella solterona solamente salía para asistir a los oficios los domingos y fiestas de guardar; realmente muy poco devota, y nunca asidua asistente a la misa de las seis de la tarde, ese pretexto de todas las viejas sirvientas para salir a diario.
En la ciudad no había elogios suficientes para aquel modelo de criada, y eran muchos los que le envidiaban a Madame de Lautréamont su empleada doméstica. No faltaron almas poco delicadas que, sin escrúpulo alguno, trataron de birlársela. Le tendieron puentes de oro, ya que la vanidad tomó cartas en el asunto; y, en la buena sociedad, se hicieron incluso apuestas para ver quién sería capaz de sacarle aquella buena mujer a su patrona: pura pérdida de tiempo. Gudule, de una fidelidad de otras épocas, hizo oídos sordos a toda proposición, y la insolente felicidad de Madame de Lautréamont siguió su rumbo hasta el día en que la vieja sirvienta, gastada, extenuada por el trabajo, se apagó como una lámpara sin aceite en su fría y pequeña buhardilla, en la que Madame de Lautréamont, hay que confesarlo en su honor, permaneció instalada durante tres días.
La buena Gudule tuvo la dicha de morir con su patrona querida al pie del lecho. Los Lautréamont le brindaron a su sirvienta un digno entierro. Monsieur de Lautréamont encabezó el cortejo fúnebre; Gudule tuvo su concesión en el cementerio, flores frescas en la tumba durante, al menos, ocho meses; luego fue inevitable ponerse a buscarle reemplazante.
No, reemplazante no (la cosa era imposible), sino al menos una mujer que ocupase su puesto. Una simple criada no es algo difícil de encontrar y, luego de algunos desgraciados ensayos, Madame de Lautréamont creyó al fin poder felicitarse de haber hallado una mujer digna de confianza y de una elevada honestidad; la señorita Agathe reinó desde entonces en la antigua sede de la Dirección General de Impuestos. Era una mujer algo robusta, con el pecho en forma de bastión, que, ocupadísima, haciendo grandes gestos, se atareaba por todos los rincones, llevando el delantal de seda tornasolada atado a la cintura y el llavero colgando, con aires de señorita fanfarrona. Su desempeño no era precisamente silencioso; no había, desde la mañana hasta la noche, más que gritos e improperios contra los otros empleados; y la antigua mansión, tan calma y tan muda en tiempos de Gudule, estaba como aturdida. Pero la señorita Agathe sabía hacerse valer, ahí estaba el secreto; todo eran chismes cotidianos sobre las actividades de la despensa y la cocina, disputas malintencionadas con la cocinera: y Madame de Lautréamont, con todas aquellas manifestaciones de una ruidosa abnegación, terminaba dejándose engañar.
¡Ay! No era ya el servicio de Gudule, aquel servicio tan invisible y silencioso que se hubiese dicho ejecutado por una sombra; aquellas delicadas atenciones, casi asustadizas, de una abnegación que se escondía; aquella vigilancia de cada segundo, y las minucias aquellas de solterona que vivía en estado de adoración por el hogar de sus patrones; aquel culto como el de una devota por su parroquia, y todo aquel doméstico fervor que, antaño, esparcía en casa de los Lautréamont algo así como el perfume de los altares.
Ahora, sobre el mármol de las consolas, había motas de polvo, los viejos cristales de los salones ya no imitaban el agua clara de las fuentes, ni habrían podido los pisos pasar por espejos; pero la costumbre es una fuerza tan grande y Gudule había edificado una leyenda tal, que la antigua sede de la Dirección General de Impuestos seguía citándose, con la reflexiones de costumbre, como el hogar que ocupaba el primer rango en todo el departamento.
Ahora bien, unos meses después (los hechos ocurrieron a mediados de noviembre y Gudule había fallecido en marzo), una noche, Madame de Lautréamont, sin encender ni siquiera una vela, despertó bruscamente a su marido: "Héctor,” —le dijo—, “¡qué cosa tan rara! ¡Presta atención! Si parece la manera de barrer de Gudule." Monsieur de Lautréamont, de muy mal humor, como todo hombre aún a medias dormido, la increpó tratándola de loca; pero tan grande era la emoción que embargaba a Madame de Lautréamont y tan grandes eran los temblores que tal emoción le producía, que aquel modelo de maridos accedió a despertarse del todo y a prestar atención a las divagaciones de su mujer. "Te aseguro que hay alguien allí. Allí, en el corredor, junto a la puerta. Oigo los pasos. Pero, ¿a qué se debe que esté barriendo? ¡Escucha! Ahora se aleja, está barriendo el fondo del corredor, y te aseguro que es su manera de barrer. ¡Imagínate si yo la conozco! " Madame de Lautréamont ya no osaba siquiera pronunciar el nombre de la vieja sirvienta, y Monsieur de Lautréamont, que la comprendía, dijo: "Realmente, esa mujer te da vueltas en la cabeza. Querida mía, ¡estás soñando despierta! Te aseguro que no pasa nada; la noche está tan tranquila que no se oye mover ni una hoja. Debe ser la cena que te cayó pesada. ¿No quieres que te prepare una taza de té?” Pero, como movida por un resorte, Madame de Lautréamont, toda temblorosa, abandonó la cama, corrió, descalza, a abrir la puerta y, lanzando un grito atroz, volvió a cerrarla. De un salto, Monsieur de Lautréamont se encontró a su lado, sin entender nada de tanta locura, y la transportó hasta un sillón en el que ella se dejo caer sofocada y sin poder hablar. Al fin, recuperó la voz y dijo, en la habitación cuyas luces estaban ahora plenamente encendidas: "Es ella. La vi como te estoy viendo a ti; estaba allí, barriendo y frotando el piso del corredor, con aquella falda de sayal que le conocías, con el mismo gorro que usaba estando viva, ¡pero tan blanca, tan pálida! ¡Ay, qué aspecto de cementerio! Habrá que hacer decir algunas misas por ella, querido."
Monsieur de Lautréamont trató de calmar a su mujer como pudo, pero no por eso estaba menos inquieto y pensativo: ¡tantas cosas se han visto aún más misteriosas!
La noche siguiente, la alucinación de Madame de Lautréamont volvió a apoderarse de ella. Llena de escalofríos, con los dientes apretados por el terror, esta vez oyó a la difunta sirvienta encerar y sacar brillo en el gran corredor desierto, arrastrando los pies sobre patines de fieltro. ¿Será el miedo algo contagioso? En el silencio de la vasta mansión adormecida, Monsieur de Lautréamont, esta vez, oyó el ruido y, a pesar de la manera en que su mujer se aferraba a él, fue gallardamente a abrir la puerta y echó un vistazo.
Todos los pelos se le erizaron en la piel cubierta de sudor: la silueta dislocada de la difunta sirvienta se movía y se agitaba, fúnebre marioneta, en medio del corredor desierto; la ventana que iluminaba la escalera la bañaba en un lunar resplandor y, a la luz de aquel rayo azul, la muerta pasaba y volvía a pasar, cepillando, frotando, presa de febril agitación; se hubiera dicho la labor de una condenada; y Monsieur de Lautréamont, al verla pasar a su lado, vio claramente gotas de sudor sobre el cráneo ya desnudo. Violentamente cerró la puerta, aterrado y convencido. "Tienes razón," —dijo simplemente al regresar junto a su mujer— "tenemos que hacer decir algunas misas por esta muchacha".
Diez misas se dijeron por la difunta, diez misas rezadas a las cuales asistieron Monsieur y Madame de Lautréamont y todos los miembros de su casa, y la buena Gudule ya no volvió a hacer el trabajo de la señorita Agathe en las noches de luna llena de noviembre.

Traducción de Miguel Ángel Frontán



El autor
Poeta y novelista, Jean Lorrain (seudónimo de Paul Alexandre Martin Duval, 1855-1906) fue, en la historia de la literatura francesa, algo así como el equivalente menos trágico de Oscar Wilde: el autor decadente y fin de siècle, de costumbres equívocas y prosa exquisita. Aquel normando alto y corpulento, de brillantes ojos azules ("los más bellos ojos azules de los que haya podido vanagloriarse un hombre", decía Colette, quien se honraba con su amistad), las manos cubiertas de anillos vistosos, el rostro demasiado maquillado, el pelo demasiado teñido, llegó a batirse a duelo con Marcel Proust y ganarse, gracias a su pluma acerba y a menudo cruel, la póstuma e inesperada admiración de André Breton, quien consideraba su novela negra Monsieur de Phocas (1901) como una verdadera obra maestra.

domingo, 24 de julio de 2011

EL VAMPIRO Y EL REY / LA PRINCESA Y LA ARVEJA

Somadeva / Hans Christian Andersen
(originalmente publicados como Cuentos Paralelos en ARR Nº 2)

EL VAMPIRO Y EL REY

A orillas del Godavari hay un lugar llamado Pratisthana. Antaño reinaba allí un rey famoso llamado Trivikramasena, hijo de Vikramasena, el igual, por su poderío, del dios Indra. Ahora bien, todos los días, cuando el Rey se hallaba en la Sala de Audiencias, un mendigo llamado Kshantishila se le acercaba y le hacía presente de un fruto. Y todas las veces el Rey tomaba el fruto y lo depositaba entre las manos del Tesorero del Palacio, que se encontraba siempre a su lado. Así pasaron diez años; pero un día, después que el mendigo le hubo hecho presente del fruto acostumbrado, y una vez que aquel hubo dejado la Sala, el Rey se lo dio a comer a un mono domesticado que se encontraba allí por casualidad. Aquel mono había burlado la guardia. En cuanto el simio hincó los dientes, el fruto se abrió en dos y una joya de inmenso valor apareció ante los ojos atónitos del Rey. Este, apoderándose de la joya, le preguntó al Tesorero que estaba siempre a su lado: "¿Dónde has guardado los frutos que día tras día me dio el mendigo y que yo te he confiado?" El Tesorero tembló al escuchar estas palabras. "Los he tirado", dijo, "por la ventana del granero, sin tan siquiera abrir la puerta; pero si Su Majestad así lo ordena, iré a ver qué encuentro." Con el permiso del Rey, el Tesorero del Palacio dejó la Sala y, a su regreso, tan sólo unos instantes más tarde, dijo lo siguiente: "¡Oh, Señor mío!, no he visto fruto alguno en el granero, deben haberse podrido; pero lo que sí he visto en el piso es un montón de piedras preciosas de un brillo enceguecedor." Cuando el Rey oyó estas palabras, se dio por suficientemente satisfecho y le regaló al tesorero todas las joyas. Al día siguiente, habiéndose presentado el mendigo como de costumbre, el Rey le preguntó: "¿Por qué me rindes homenaje de esta forma, día tras día, y gastas en ello una fortuna? En adelante, no volveré a aceptar tus frutos si no me brindas una explicación satisfactoria." Así dijo el Rey . Entonces el mendigo pidió hablarle a solas. -"Majestad, yo debo llevar a cabo un ritual mágico que requiere la asistencia de un hombre de gran coraje. Su Majestad es el más valiente de cuantos seres existen, es por eso que, humildemente, yo imploro su ayuda." El Rey se la prometió, diciendo: "Sí. Así he de hacerlo"; y el mendigo Kshantishila, satisfecho, agregó: "Pues entonces, el décimo cuarto día de la luna menguante, a la llegada de la noche, Su Majestad irá a buscarme. Yo lo esperaré al pie de un banián situado en el interior del gran cementerio." "Así he de hacerlo", dijo el Rey; y el mendigo volvió a su casa, con el corazón henchido de alegría.
Cuando llegó el décimo cuarto día, el más valiente de los reyes se acordó de la promesa hecha al mendigo y, a la caída de la noche, salió de palacio sin que nadie lo viese, vestido de negro y con una marca negra en la frente, y con la espada en la mano se dirigió al cementerio. La mirada era incapaz de atravesar la masa compacta de las tinieblas; los últimos rescoldos de las hogueras fúnebres parecían terribles ojos en la oscuridad. Aquel cementerio tenía un espantoso aspecto con sus huesos, cráneos y esqueletos innúmeros; con sus fantasmas y vampiros merodeando en los alrededores; con el eco que respondía siniestramente al aullido de los chacales. Se hubiese dicho que todo aquello era una de las manifestaciones del terrible Dios Exterminador. El Rey, impertérrito, seguía sin embargo su camino. Pronto encontró al mendigo que, al pie del gran banián, trazaba un círculo mágico. "Aquí estoy, oh mendigo", dijo el Rey. "Explícame ahora en qué puedo ayudarte." El mendigo, que había visto venir al Rey, le dijo lleno de alegría: "Si Su Majestad quiere concederme un insigne favor, deberá caminar siempre hacia el sur hasta que encuentre un árbol shimshapá. De ese árbol han colgado a un reo. Que Su Majestad me traiga ese cadáver y me habrá prestado suficiente ayuda." "Así he de hacerlo", dijo el Rey, fiel a su promesa; y partió en dirección al sur. El Rey caminó, pues, en medio de la noche, atravesando los restos de las hogueras fúnebres. Y luego de haber caminado largo tiempo, encontró el árbol shimshapá. Las llamas de las hogueras habían chamuscado su follaje y el árbol despedía un fuerte olor a carne quemada. Entonces el rey vio cómo un cadáver que parecía un fantasma colgaba de la rama más gruesa. Trivikramasena, el Rey, trepó ágilmente al árbol, cortó la soga y el cuerpo cayó al suelo. Un gritito casi imperceptible se escapó de ese pobre cuerpo como si aún sufriese. Entonces el Rey, pensando que el ahorcado estaba todavía vivo, comenzó a friccionar, lleno de compasión, el cuerpo inerte, intentando con ello devolverle la vida. Una risa siniestra se dejó oír y el Rey comprendió que ese cadáver estaba poseído por un vampiro. "¿Por qué ríes?", dijo el Rey. "Vamos, ya es hora de irnos." Pero al hablar el Rey, el cuerpo se desvaneció en el suelo. El Rey levantó los ojos y vio que el cuerpo colgaba otra vez de la rama más gruesa del árbol shimshapá. Una vez más trepó al árbol; una vez más el cuerpo cayó al suelo. Sería más fácil doblegar el diamante que el corazón de un héroe. El rey Trivikramasena se echó, pues, el cadáver poseído por el vampiro al hombro y, tranquilamente, retomó su camino. Pero como el Rey guardaba ahora silencio, el vampiro le dijo al oído: "Majestad, voy a contarte un cuento para hacerte corto el camino. ¡Escucha! En el país de los Angas hay un gran feudo brahmánico llamado Vriksaghata. Antaño vivía allí un rico brahmán llamado Vishnusvamin, que cumplía religiosamente con todos y cada uno de los sacrificios rituales. Su esposa, que por su rango era el igual de su marido, le había dado, uno tras otro, tres hijos, los tres dotados de sentidos finísimos y de una penetración sobrehumana. Un día su padre los envió a buscar una tortuga que le era imprescindible para llevar a cabo un sacrificio. Los tres hermanos se marcharon rumbo al mar. Una vez que encontraron la tortuga, el hermano mayor le dijo a los otros dos: 'Que cualquiera de ustedes agarre esa tortuga que nuestro padre exige. A mí me es imposible tocar esa cosa pringosa y maloliente.' 'Si tú te sustraes a tu deber con esa excusa, ¿por qué no haríamos nosotros otro tanto? Levanten esa tortuga', dijo el hermano mayor, 'de lo contrario nuestro padre no podrá llevar a cabo el sacrificio como es debido y ustedes dos irán a dar, sin lugar a dudas, al infierno.' Los otros dos se echaron a reír. '¿Conoces tan bien cuál es nuestro deber y desconoces el tuyo propio, que al fin y al cabo es el mismo?' El hermano mayor replicó: 'Pero, ¿no saben, acaso, hasta qué punto soy delicado? Sobre todo en lo que respecta a la comida. ¿Cómo podría tocar siquiera algo tan asqueroso?' El que le seguía en edad dijo a su vez: 'Delicado, yo lo soy mucho más, ya que soy experto en cuestión de mujeres y mi exigencia en tal materia es proverbial.' 'Bueno', dijo el hermano mayor, 'que sea nuestro hermano menor el que levante esa tortuga.' Este último dijo de inmediato, frunciendo el ceño: '¿Han perdido la razón? Yo también soy delicado en grado sumo; y en todo lo que concierne a la forma y a la calidad de una cama lo soy más que cualquiera de ustedes dos.'
Allí estaban los tres hermanos, parados y peleándose. Pero como pretendían obtener una rápida solución al diferendo, dejaron, pues, la tortuga, que tranquilamente los miró alejarse, y se fueron en busca de uno de los reyes vecinos, famoso por su sabiduría: Prasenajit, rey de Vitankapura. El chambelán anunció la llegada de los tres hermanos y, una vez en presencia del Rey, los tres contaron, casi al mismo tiempo, cuál era el motivo de su disputa. 'Quédense aquí', dijo el rey Prasenajit, 'al menos hasta que yo pueda hacerme una idea de cada uno de ustedes.' Los tres hermanos estuvieron de acuerdo.
Cuando llegó el momento de la cena, el Rey le concedió a cada uno de ellos un lugar de honor y ordenó que se les sirviese una comida digna de un príncipe. Mientras todos los comensales degustaban los manjares, el hermano que era delicado en cuestiones de comida se abstuvo de tocarlos y su rostro se contrajo como si algo le repugnase. '¿Por qué no comes, oh brahmán?' le preguntó con dulzura el Rey. 'La comida es soberbia y está aderezada con toda clase de especias.' 'Majestad, este arroz huele realmente mal y ese olor proviene de la incineración de un muerto. Por más sabroso que sea me es imposible llevármelo a la boca.' El Rey ordenó entonces que cada uno de los comensales oliese el plato del joven brahmán y diese su opinión. Todo el mundo dijo que aquel arroz blanquísimo estaba muy bien aderezado y que nada podía reprochársele. Sin embargo, el delicado joven insistía en no querer comer, y ahora, incluso, se tapaba la nariz. El Rey ordenó que se procediera a una rápida investigación y sus oficiales descubrieron que el arroz que se usaba en ese momento en las cocinas reales había crecido en los prados que están al lado del cementerio. Sorprendido y satisfecho, el rey le dijo entonces al mayor de los hermanos: 'Realmente eres alguien muy delicado en lo que concierne a la comida. Te autorizo a elegir otro plato.'
Una vez finalizada la cena, el rey Prasenajit dejó que los tres brahmanes se fueran a descansar a los magníficos aposentos que les habían sido reservados e hizo llamar del gineceo a la más bella de sus cortesanas. La belleza de aquella joven era perfecta. Perfumada y cubierta de joyas, el Rey la envió al segundo brahmán, aquel que se decía delicado en cuestión de mujeres. Escoltada por los servidores del Rey, la joven se puso en camino; su rostro brillaba como brilla la luna llena en medio de la noche, se hubiera dicho la suave, la exquisita antorcha del dios del Amor. Pero cuando esa maravilla entró en los aposentos, el joven delicado casi se desmaya. Tapándose la nariz con su mano izquierda, con la derecha señalaba con desesperación a los servidores del Rey: '¡Sáquenmela de aquí o me muero al instante! ¡Dios mío, cómo apesta a macho cabrío!' La escolta volvió con la confundida cortesana a contarle al Rey lo ocurrido. Este mandó llamar al joven delicado y le dijo severamente: 'Esta cortesana fue a buscarte perfumada con sándalo, con alcanfor, con áloe obscuro, con almizcle y con otros tantos perfumes excelentes, ¿y tú osas decir que huele a macho cabrío?' El delicado brahmán permaneció impertérrito y sostuvo lo dicho. Entonces el Rey comenzó a dudar y, llamando aparte a la cortesana, le hizo algunas preguntas. Y de la boca misma de aquella maravillosa joven el rey Prasenajit se enteró de que, de niña, no pudiendo ser amamantada por su madre, la joven había mamado la leche de una cabra. El Rey, atónito, hizo el elogio de la perspicaz cualidad de aquel joven brahmán tan delicado en todo lo que concierne a las mujeres. Entonces el Rey dispuso que se le brindase al más joven de los hermanos un lecho magnífico en todo de acuerdo con sus gustos. Aquella cama tenía siete colchones. El delicado joven se preparó, pues, a pasar la noche en un espléndido aposento, acostado en un lecho con sábanas muy suaves y muy blancas y con mantas muy ligeras. Sólo una hora y media había transcurrido cuando el joven se levantó apretándose el costado y pegando gritos como un hombre presa de grandes dolores. Los oficiales del Rey que se encontraban presentes vieron entonces cómo el joven brahmán tenía en el costado una marquita curva y roja, profundamente hundida en la carne, del tamaño de un pelo. Los oficiales fueron rápidamente a darle cuenta al Rey de lo ocurrido. Este ordenó que se examinase el lecho con extremo cuidado. Al fin, tras levantar el último de los colchones, sobre la madera misma de la cama se descubrió que había un pelo. El Rey lo examinó y constató que la marquita que tanto había hecho sufrir al menor de los tres hermanos correspondía perfectamente a aquel pelo en tamaño y grosor. Lleno de admiración y de estupor, el Rey exclamó: '¿Cómo es posible que este pelo le haya dejado una marca a través del grosor de siete colchones?' Y el resto de la noche el Rey no pudo conciliar el sueño y continuó, atónito, pensando en lo mismo. Al alba, el rey Prasenajit concluyó que aquellos jóvenes brahmanes eran de una extraordinaria delicadeza. A cada de uno ellos le hizo presente de cien mil monedas de oro; y ellos, olvidándose por completo de la tortuga, vivieron allí felices el resto de sus vidas, a pesar de haber cometido un pecado mortal al impedir que su padre llevase a cabo el sacrificio."
Una vez que el vampiro hubo terminado este cuento maravilloso, le dijo al oído al rey Trivikramasena: "Tú eres el más inteligente de los seres. Si, sabiendo la respuesta, prefieres guardar silencio, te aseguro, oh Rey, que tu cabeza estallará en mil pedazos. Dime, pues, ¿cuál de esos jóvenes es el más delicado?" Trivikramasena, temiendo la maldición, le respondió entonces: "Me parece que el más delicado es el menor de los hermanos, ya que no le hubiese sido posible fingir: la marca de aquel pelo podía verse bien hundida en su carne. Los otros dos, en cambio, bien pudieron haber obtenido su información por otros medios."
Como el Rey, al responder estas palabras, aunque su respuesta fuese la correcta, había roto el silencio, el ahorcado se desvaneció de sobre sus hombros y, gracias a la fuerza mágica del vampiro que lo habitaba, volvió a pender del mismo árbol del cual Trivikramasena lo había descolgado. Pero el Rey, de indómito corazón, dio la vuelta en dirección al sur, sin desánimo alguno, a fin de rehacer el camino que conducía al árbol shimshapá, sin que nada ni nadie pudiese perturbarlo.

Traducción del francés de Miguel Ángel Frontán


LA PRINCESA Y LA ARVEJA
Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa; pero tenía que ser una verdadera princesa. Viajó por todo el mundo para buscarla, pero en ningún lugar pudo encontrar lo que quería. Princesas había de sobra, pero era difícil descubrir si eran verdaderas. Siempre tenían algo que no era como debía ser. De modo que regresó a casa sintiéndose triste, porque le hubiera gustado muchísimo tener una verdadera princesa. Una noche se desató una terrible tormenta; había truenos y rayos, y llovía a cántaros. De repente alguien golpeó a las puertas de la ciudad, y el viejo Rey fue a abrir. De pie frente a la puerta había una princesa. Pero, ¡Dios mío, en qué estado la habían puesto la lluvia y el viento! El pelo y la ropa le chorreaban; el agua se le metía en los zapatos y volvía a salir por los talones. Y aún así dijo ser una verdadera princesa. "Muy bien, pronto lo sabremos", pensó la vieja reina. Pero no dijo nada, se fue al dormitorio, sacó toda la ropa de cama y el colchón y puso abajo de todo una arveja; después puso veinte colchones encima de la arveja y veinte edredones encima de los colchones.

Fue allí donde la princesa tuvo que yacer toda la noche. A la mañana siguiente le preguntaron qué tal había dormido. "Espantosamente", respondió. "Apenas pude pegar un ojo en toda la noche. Dios sabe lo que había en la cama, pero lo cierto es que era algo duro y ahora tengo todo el cuerpo magullado. ¡Es horrible!" De este modo supieron que era una verdadera princesa, porque había sentido la arveja a través de los veinte colchones y los veinte edredones. Sólo una verdadera princesa podía ser tan sensible.

Entonces el príncipe la tomó por esposa, porque ahora sabía que tenía una verdadera princesa; y a la arveja la guardaron en el museo, donde todavía se la puede ver, si nadie la ha robado. Esta es una historia auténtica.



Traducción del inglés de Carlos Cámara




Los autores

Somadeva
Entre 1063 y 1081, un poeta bramán llamado Somadeva, protegido del rey Kashala de Cachemira, escribe en sánscrito una inmensa compilación de cuentos en verso: el Kathásaritságara" - "El océano de los cuentos" o, más exactamente, "El océano en el que confluyen los ríos de los cuentos". Muy poco es lo que inventa; pero casi en cada página se imponen la elegancia de su lengua, una refinada versificación y su constante y delicioso sentido del humor. El Kathásaritságara se compone de dieciocho libros o "ríos", compuestos, a su vez, de capítulos u "olas". A lo largo de los siglos, estos cuentos se han diseminado tanto en Oriente como en Occidente. Los hallamos en "Las mil y una noches", en los fabliaux franceses del Medioevo, en el "Decamerón", en Andersen y hasta en Thomas Mann.




Hans Christian Andersen

Una infancia miserable y una adolescencia ansiosa de abrirse camino en las artes marcaron los comienzos de un hombre destinado a la fama universal. Gracias al interés que despertaron sus primeros versos, Andersen obtuvo una beca para estudiar en la Universidad de Copenhague y a los veintidós años publicó un primer libro de versos. Finalizados sus estudios, viajó por Alemania, Francia e Italia y comenzó, a su regreso a Dinamarca, una brillante carrera de dramaturgo y novelista. Pero la fama mundial la deberá a sus Cuentos, publicados entre 1835 y 1872. En ellos la sátira y el sentido del humor se aúnan con lo fantástico y con la profundidad filosófica, reflejando su propia experiencia del sufrimiento humano y su aguda sensibilidad.