martes, 11 de mayo de 2010

LA MONTAÑA DE NIEVE

de Sei Shonagôn, forma parte del Nº 1 de A Rascal Rat, cuyas versiones en formato pdf para lectura en pantalla o en e-reader de 6" pueden descargarse de los sitios de Scribd y calaméo, haciendo clic en estos mismos enlaces o en los que aparecen en la columna de la derecha de esta página.

sábado, 8 de mayo de 2010

LA LIEBRE DORADA / LA LIEBRE FANTASMA

Silvina Ocampo / Louis Pergaud
(originalmente publicados como Cuentos paralelos en ARR N° 5)

LA LIEBRE FANTASMA

Sin duda se iba por algún lado, a menos que se derritiese y se desvaneciera como un puñado de nieve al sol primaveral, ese rey de los liebrazos de las tierras del Fays, ese maestro orejudo que conocía todas las triquiñuelas, ese príncipe de las liebres macho que embaucaba, desde hacía innumerables temporadas, a generaciones de perros.
Esta vez le andaban detrás Miraut, el mejor perro de todo el cantón, y Lisée, el cazador furtivo, escopeta certera, que a pesar de sacar permiso cazaba en toda época; y los dos mocetones se la iban a hacer ver negras.
La lucha comenzó una mañana de noviembre, una hermosa mañana helada de tierra cubierta de escarcha que sonaba bajo los pies, cuando el sabueso encontró a su presa a cincuenta saltos de la madriguera y, sin perder el tiempo en vano, como sus compañeros menos experimentados, hurgando en los pastizales, fue, tras algunas sabias zambullidas, a meterle sin miramientos la nariz en el trasero.
Roussard, la liebre, comprendió que tenía que vérselas con un maestro y que lo mejor sería poner pies en polvorosa. Entonces, abandonando de un salto su escondite, salió como un rayo, estirado en toda su longitud, con el vientre a ras del suelo, los ojos en blanco, las orejas gachas y los bigotes hacia adelante, mientras que la usual andanada de ladridos seguía su huida.
Por más que Miraut tenía buenas patas, no pudo sostener por mucho tiempo la carrera sin perder de vista a su presa, tanto más cuanto que Roussard, que conocía a los hombres y no ignoraba el significado de los escopetazos, ponía buen cuidado en aprovechar, para escabullirse, todos los refugios y escondrijos utilizables.
Al cabo de cinco minutos de ese ritmo infernal, el ladrido del perro se encontraba a un kilómetro detrás de él... Roussard tenía tiempo.
El sol se levantaba. En los hombros de la cresta nevada que dibuja el Gep, en donde algunos árboles viejos, aquí y allá, yerguen sus ramas endebles, los rayos rojos pasaban, implacablemente rectilíneos, como hoces sangrientas que parecían tronchar las mieses de penumbra acumulada en la garganta de los valles; o, también, semejantes a gendarmes que vigilasen el día, horadaban con sus sondas de oro los bosques cautivos de la tierra, como si hubiesen querido expulsar violentamente de ellos el venenoso contrabando de misterio y horror que, con cada crepúsculo,  la noche trata de introducir furtivamente en el mundo.
En el extremo de las lanzas de las altas hierbas, en las puntas de las picas de los arbustos, su fuego desafilaba sin ruido el temple frágil de acero diamantino que la humedad y el hielo habían fijado allí de consuno, mientras que, bajo las patas de ambos corredores, una banda de un verde más vivo, como ahondada por su mirada ardiente, mostraba la estela que iban dejando en la plateada grisura de las hierbas bajas.
Ni uno ni otro se daban cuenta de todo aquello. Pero el viejo Roussard, mientras iba complicando su camino con fintas y desvíos, reflexionaba en lo que tenía que hacer.
No conocía a Miraut; sin embargo, en el poco tiempo que éste había puesto entre dar el primer ladrido y descubrir la madriguera, había podido juzgar que era un adversario de envergadura y que, por consiguiente, el melenudo abigarrado que lo acompañaba era también alguien de temer. No obstante, como ese quemador de pólvora debía ser nuevo en la zona, decidió en su fuero interno que podía emplear la vieja táctica sin vacilar.
Por eso, después de dar un rodeo razonable, lo bastante largo como para probar su vigor, volvió a descender, por uno de los caminos que llevaban a las tierras bajas del Fays, a la encrucijada en que esos humanos imbéciles solían esperarlo, pero por donde se cuidaba mucho de pasar.
En cuanto estuvo a una distancia igual a dos tiros de escopeta de ese lugar peligroso, se detuvo, se sentó, hizo girar las orejas hacia los cuatro vientos, volvió a saltar hacia el bosque, se escabulló hacia lo alto de los jóvenes árboles cortados y desapareció.
Cuando Miraut, que no había perdido el tiempo con los esquives de Roussard, llegó unos instantes más tarde y retomó la nueva pista, siguiéndola hasta la zona alta de los árboles talados, del otro lado de la cañada del bosque, encontró algunos indicios que, según su vieja táctica, no siguió; se quedó, en cambio, dando vueltas en el lugar para recuperar la pista correcta, y no encontró nada.
Estrechó el círculo..., y nada; lo hizo dos veces más grande: nada de nada; siguió uno tras otro y minuciosamente todos los indicios... Ni rastros de su presa.
Furioso, entonces, se puso a gañir, a ladrar, a aullar con todas sus fuerzas contra ese maldito animal, y Lisée, sin tardanza, vino a su encuentro, estupefacto al ver por primera vez desorientado a su compañero, ese animal sin par, esa nariz imposible de engañar, ese astuto entre los astutos.
No había un solo arbusto a la vista, y el área de tala, que los leñadores acababan de limpiar, estaba tan despejada como un campo de rastrojos.
El perro y el hombre costearon por ambos lados el muro de madera, examinando cada piedra, cada escondrijo; inspeccionaron la base de todos los tocones y de todos los árboles que aún quedaban, perdonados por el hacha o abatidos por el viento, jóvenes y viejos... ¡Nada, nada, nada!
Se fueron con las manos vacías; sin embargo, la cosa no quedaría allí.
Dos días después, Miraut volvió a perseguir al orejudo, al que esta vez Lisée esperó en el camino por donde había pasado el primer día, pero Roussard tomó por otro y fue a perderse, como la primera vez, en el mismo lugar.
Dos días más tarde, la cosa volvió a empezar. Y así siguió todo el mes de noviembre.
Finalmente, Lisée, desde el principio de la jornada de caza, subió a ese puesto extraordinario para salir de dudas. Ese día, Roussard, que era lo bastante viejo como para no fiarse tan sólo de su oído, pero que también sabía ver y olfatear, se aproximó bastante a la zona de tala pero no entró, y fue a perderse lejos, lejos, muy lejos...
Era algo realmente humillante.
Y Miraut y Lisée, durante toda la temporada, se encarnizaron en perseguir a esa liebre fantasma, a ese liebrazo hechicero que nunca nadie había logrado ver ni alcanzar, que hacía reventar los perros más fuertes y derrotaba a los mejores.
Pero cada vez que Lisée subía a lo alto de la zona de tala, Roussard no venía, y cada vez que se apostaba en otra parte, Miraut, aullando de rabia, enloquecido, con los ojos desorbitados y el pelo erizado, volvía a perderlo en ese mismo lugar, y regresaba con la cabeza gacha y la cola entre las patas, enfermo de despecho y de rabia hacia su amo, que juraba y blasfemaba como el cazador furtivo que era, pero que no podía hacer nada.
Por último, un día de febrero, Lisée, apostado a doscientos pasos del lugar maldito y escondido detrás de una enorme encina, dio con la clave del enigma. Con el pecho palpitante de emoción, vio a Roussard salir del bosque de un salto, hacer sus fintas y zambullidas, volver a su centro de operaciones y, de un solo envión, saltar en el aire con un loco impulso, como si se trepase al cielo para volver a caer... Pero, ¡el campo estaba limpio! ¿Dónde diablos había caído? Lisée, desde atrás de su árbol, miraba con ojos así de grandes. ¡No vio nada, nada, lo que se dice nada! Roussard había desaparecido.
—¡Esa sí que estaba buena!
Miraut, bramando de rabia, pues ya no eran ladridos los que daba, llegó justo en ese momento y se encontró cara a cara con su amo. Éste, seguro o casi de no haber sido víctima de un espejismo y pálido de emoción, miraba de nuevo por todo el suelo y examinaba metódicamente cada centímetro cuadrado del terreno en el que Roussard pudiera hallarse.
Debía ser al pie de ese tocón. Pero no, nada. A menos que se hubiese ido volando al cielo. Lisée tembló. Alzó instintivamente la mirada para interrogar el firmamento y... esto es lo que vio:
En lo alto del viejo tronco podrido, que los leñadores habían desdeñado, a casi metro y medio del suelo, entre algunos brotes grises como el lomo del animal que se confundía completamente con ellos, Roussard, la liebre, se aplastaba, inmóvil, con las orejas gachas, sin respirar, sin despedir olor alguno, y tan tronco como el tronco mismo.
¡Cuántas veces el cazador, escopeta en mano, había estado a un paso de él, inspeccionando la base del tronco, sin pensar en mirar arriba; tanto se dice que las liebres no viven en la copa de los sauces!
—Ustedes creerán quizás que lo maté —les dijo Lisée a cuatro o cinco compañeros a quienes contaba sus desdichas—. ¡Miren qué suerte la mía! Justamente ese día no había salido con mi escopeta, porque la caza de la liebre estaba cerrada, y el viejo Martet, el guarda forestal, que no se la anda con bromas, hacía su ronda en los alrededores. Entonces, en el momento en que yo recogía un leño para tirárselo al orejudo, él, que las otras veces no se había movido..., de repente, antes de que yo hubiese siquiera levantado el brazo..., ¡piiiiiing!, salió volando con Miraut atrás, pisándole los talones, y jamás, ¿me oyen?, jamás volvió por allí y jamás se lo volvió a ver. ¡Y no me digan que no era brujo, semejante bribón!

Traducción de Miguel Ángel Frontán



LA LIEBRE DORADA
En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no son iguales, Jacinto, y no era su pelaje, créeme, lo que la distinguía de las otras liebres, no eran sus ojos de tártaro ni la forma caprichosa de sus orejas; era algo que iba mucho más allá de lo que nosotros los hombres llamamos personalidad. Las innumerables transmigraciones que había sufrido su alma le enseñaron a volverse invisible o visible en los momentos señalados para la complicidad con Dios o con algunos ángeles atrevidos. Durante cinco minutos, a mediodía, siempre hacía un alto en el mismo lugar del campo; con las orejas erguidas escuchaba algo.

El ruido ensordecedor de una catarata que ahuyenta los pájaros y el chisporroteo del incendio de un bosque, que aterra a las bestias más temerarias, no hubieran dilatado tanto sus ojos; el antojadizo rumor del mundo que recordaba, poblado de animales prehistóricos, de templos que parecían árboles resecos, de guerras cuyas metas los guerreros alcanzaban cuando las metas ya eran otras, la volvían más caprichosa y más sagaz. Un día se detuvo, como de costumbre, a la hora en que el sol cae a pique sobre los árboles, sin permitirles dar sombra, y oyó ladridos, no de un perro, sino de muchos, que corrían enloquecidos por el campo.
De un salto seco, la liebre cruzó el camino y comenzó a correr; los perros corrieron detrás de ella confusamente.
—¿Adónde vamos? —gritaba la liebre, con voz temblorosa, de relámpago.
—Al fin de tu vida —gritaban los perros con voces de perros.
Este no es un cuento para niños, Jacinto; tal vez influida por Jorge Alberto Orellana, que tiene siete años y que siempre me reclama cuentos, cito las palabras de los perros y de la liebre, que lo seducen. Sabemos que una liebre puede ser cómplice de Dios y de los ángeles, si permanece muda, frente a interlocutores mudos.
Los perros no eran malos, pero habían jurado alcanzar la liebre sólo para matarla. La liebre penetró en un bosque, donde las hojas crujían estrepitosamente; cruzó una pradera, donde el pasto se doblaba con suavidad; cruzó un jardín, donde había cuatro estatuas de las estaciones, y un patio cubierto de flores, donde algunas personas, alrededor de una mesa, tomaban café. Las señoras dejaron las tazas, para ver la carrera desenfrenada que a su paso arrastraba con el mantel, con las naranjas, con los racimos de uvas, con las ciruelas, con las botellas de vino. El primer puesto lo ocupaba la liebre, ligera como una flecha; el segundo, el perro pila; el tercero, el danés negro; el cuarto, el atigrado grande; el quinto, el perro ovejero; el último, el lebrel. Cinco veces la jauría, corriendo detrás de la liebre, cruzó el patio y pisó las flores. En la segunda vuelta, la liebre ocupaba el segundo puesto, y el lebrel siempre el último. En la tercera vuelta, la liebre ocupaba el tercer puesto. La carrera siguió a través del patio; lo cruzó dos veces más, hasta que la liebre ocupó el último puesto. Los perros corrían con la lengua afuera y con los ojos entrecerrados. En ese momento empezaron a describir círculos, que se agrandaban o se achicaban a medida que aceleraban o disminuían la marcha. El danés negro tuvo tiempo de levantar un alfajor o algo parecido, que conservó en su boca hasta el final de la carrera.
La liebre les gritaba:
—No corran tanto, no corran así. Estamos paseando.
Pero ninguno la oía, porque su voz era como la voz del viento.
Los perros corrieron tanto, que al fin cayeron exánimes, a punto de morir, con las lenguas afuera, como largos trapos rojos. La liebre, con su dulzura relampagueante, se acercó a ellos, llevando en el hocico trébol húmedo que puso sobre la frente de cada uno de los perros. Éstos volvieron en sí.
—¿Quién nos puso agua fría en la frente? —preguntó el perro más grande—, y ¿por qué no nos dio de beber?
—¿Quién nos acarició con los bigotes? —dijo el perro más pequeño—. Creí que eran las moscas.
—¿Quién nos lamió la oreja? —interrogó el perro más flaco, temblando.
—¿Quién nos salvó la vida? —exclamó la liebre, mirando a todos lados.
—Hay algo distinto —dijo el perro atigrado, mordiéndose minuciosamente una pata.
—Parece que fuéramos más numerosos.
—Será porque tenemos olor a liebre —dijo el perro pila rascándose la oreja—. No es la primera vez.
La liebre estaba sentada entre sus enemigos. Había asumido una postura de perro. En algún momento, ella misma dudó de si era perro o liebre.
—¿Quién será ése que nos mira? —preguntó el danés negro, moviendo una sola oreja.
—Ninguno de nosotros —dijo el perro pila, bostezando.
—Sea quien fuere, estoy demasiado cansado para mirarlo —suspiró el danés atigrado.
De pronto se oyeron voces que llamaban:
—Dragón, Sombra, Ayax, Lurón, Señor, Ayax.
Los perros salieron corriendo y la liebre quedó un momento inmóvil, sola, en el medio del campo. Movió el hocico tres o cuatro veces, como husmeando un objeto afrodisíaco. Dios o algo parecido a Dios la llamaba, y la liebre acaso revelando su inmortalidad, de un salto huyó.



 
Los autores

Louis Pergaud

Entre los escritores a cuya vida puso fin esa guerra monstruosa que fue llamada la Gran Guerra, ninguno tan desconocido en castellano como Louis Pergaud (1882-1915), salvo por su varias veces traducida novela infantil La guerre des boutons. De las montañas del Franco Condado, donde nació, sacó la materia de sus pocos libros, que le dieron una fama repentina con la obtención del premio Goncourt en 1910 por De Goupil à Margot, en tiempos en que tal galardón era considerado el primer premio literario de Francia. Un mundo personal, una lengua peculiarísima, áspera y refinada al mismo tiempo, que supone una tarea casi desesperada para cualquier traductor, hacían presagiar la carrera brillante de uno de los mejores escritores de la primera mitad del siglo XX . Pero eran aquellos tiempos recios, y Louis Pergaud murió en el campo de honor a los treinta y tres años, dejando inconcluso su último libro de cuentos.
 
Silvina Ocampo
Nació y murió (a los noventa años) en Buenos Aires, junto a ese río de aguas barrosas que ella prefería a las aguas más prestigiosas del Ródano o del Sena, en esa ciudad a la que amaba infatigablemente. Su marido fue célebre, su hermana fue célebre, sus amigos fueron célebres; Borges dijo de ella dos o tres frases ciceladas y célebres también; pero ella, Silvina O., como firmaba, sólo lo fue discretamente. Sin premura, como quien cuenta con innumerables lectores futuros. Será por eso que sus poemas y sus cuentos inimitables están acostumbrados a la espera.

domingo, 2 de mayo de 2010

LA TUMBA DEL GATO

Natsume Soseki
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR Nº 5)

Desde que nos instalamos en Waseda el gato ha comenzado a decaer a ojos vista. No muestra nada de ganas de jugar con los niños. Duerme en la veranda, cuando la calienta el sol. Estira bien las patas de adelante y apoya en ellas su hocico anguloso; y allí se queda, sin moverse, indefinidamente, con los ojos fijos en las plantas del jardín. Ignora a los niños que se agitan en vano a su alrededor. Ellos, por su parte, han renunciado desde el principio a ocuparse de él; con el pretexto de que no les sirve como compañero de juegos, lo dejan tranquilo. Pero no sólo ha dejado de interesarles a los niños: también la criada se contenta con dejarle un plato con leche en un rincón de la cocina, tres veces al día; aparte de esto, prácticamente no se ocupa de él. Además, lo que le dan de comer se lo devora casi siempre un gatazo de la vecindad, de pelo negro, blanco y marrón. Pero el interesado no parece querer enojarse. Nunca lo he visto pelear. No hace más que dormir, en una inmovilidad perfecta. Hasta cuando está acostado uno siente que no tiene el menor margen para ganar. No es para estar a sus anchas que se ha echado en el rincón en que da el sol, no; es sólo que, para él, ni hablar de moverse... Me doy cuenta de que mi descripción es insuficiente. Digamos que da la impresión de haber pasado los límites de la indolencia; sí, debe decirse a sí mismo que, si bien es triste permanecer quieto, más triste se sentiría ante la idea de hacer un movimiento, y, por lo tanto, soporta su estado con paciencia. Uno tiene la impresión de que clava la mirada en las plantas del jardín, pero la conciencia de las hojas de los árboles o de las formas de los troncos ni siquiera lo debe de haber rozado. De una vez y para siempre, ha clavado sus pupilas verdeamarillas en un punto. Así como mis hijos no reconocieron su existencia, él no reconoce la existencia del mundo.

A pesar de todo, de cuando en cuando le da por salir, como si tuviera algo que hacer. Entonces lo persigue el gatazo del vecindario. Como le tiene miedo, se sube de un salto a la veranda, atraviesa, rasgándolo, el papel de algún shoji1, y va a esconderse en el irori2. Es sólo en esos momentos cuando nos damos cuenta de su existencia. En cuanto al gato, quizás sea la única ocasión en que tiene plena consciencia de que existe.
De tanto repetir estas experiencias, los pelos de su larga cola han comenzado a ralear. Al principio tenía lamparones por acá y por allá; más tarde, de tantos pelos que perdía, quedó al desnudo la piel enrojecida. Daba pena verlo. Parecía extenuado, y se lamía los sitios sensibles sin parar, hecho un ovillo.

—¿No te parece que le pasa algo al gato? —le preguntaba yo a mi mujer. —Sí, es cierto. Pero, ¿qué se le va a hacer? ¡Debe ser la edad! —respondía con indiferencia mi mujer. Así que dejé las cosas como estaban, sin preocuparme más. Al cabo de cierto tiempo, el gato se puso a vomitar. Olas enormes le recorrían la garganta, de la que brotaban sonidos dolorosos que no eran ni hipo ni estornudos. Parecía sufrir y, sin embargo, en cuanto lo veíamos con una de sus crisis, pese a todo, lo echábamos afuera. De no hacerlo, emporcaba las esterillas o las camas. Así se ensució un almohadón de seda que le habíamos puesto a una visita.

—¡Qué fastidio! ¡Habrá que hacer algo! Debe tener algún desarreglo en los intestinos o en el estómago; tendrías que tratar de darle un poco de Hotan3 diluido en un poco de agua.

Mi mujer no replicó. Dos o tres días más tarde, le pregunté si le había dado al gato el polvo en cuestión. —¡Bien que traté, pero por nada del mundo abre la boca! —me contestó. Luego me explicó: —¡Vomita cuando le doy de comer espinas de pescado! —¡Pues entonces no hay que dárselas! Seguí leyendo después de reprender severamente a mi mujer.

Cuando no vomitaba, el gato dormía apaciblemente, como de costumbre. En los últimos tiempos se había ido encogiendo y, como si no hubiera tenido otro apoyo que la veranda que sostenía su peso, se acurrucaba para reducir al máximo la longitud de su cuerpo. La mirada le había cambiado imperceptiblemente. Al principio, a la manera de los ojos que terminan perdiéndose en el vacío de tanto concentrarse en un punto remoto, tenía la mirada llena de una especie de serenidad, mientras permanecía inmóvil, pero poco a poco fue cambiando de manera inquietante. Al mismo tiempo, el iris se le fue enturbiando. Su mirada se parecía a la caída de la tarde cruzada por un débil resplandor. Sin embargo, no moví ni un dedo. Tampoco mi mujer se ocupaba de él, al parecer. Y ni hablemos de los niños, que hasta habían olvidado su existencia.
Una noche, mientras estaba acostado en la cama de los niños, el gato soltó un gemido parecido al que dejaba oír cuando uno trataba de sacarle de las fauces un pescado del que había logrado apoderarse. Fui el único, en ese momento, en percibirlo e inquietarme. Los niños dormían tranquilamente. Mi mujer estaba absorta en sus trabajos de costura. Un instante después, el gato soltó un nuevo gemido. Mi mujer acabó por abandonar la aguja. Dije: —¿Qué le pasa? ¿Te parece que podría darle por morder a los niños, qué sé yo, en la cabeza, por ejemplo? —¡Las cosas que se te ocurren! Y mi mujer siguió cosiendo las mangas de un kimono de entrecasa. De cuando en cuando, el gato soltaba otro gemido.

Al día siguiente se trepó al borde del irori y no se movió de allí, maullando todo el tiempo con voz quejumbrosa. Parecía sentirse molesto cuando servíamos el té o asíamos el hervidor. Llegada la noche, mi mujer y yo habíamos olvidado totalmente al gato. Para decir la verdad, fue esa noche cuando murió. A la mañana, cuando la sirvienta fue a buscar leña en el cobertizo que se encuentra detrás de la casa, lo descubrió encima de un viejo horno de barro, ya tieso.

Mi mujer quiso ver el cadáver del gato y con tal fin fue a la cochera. Ella, que hasta ese momento sólo había mostrado frialdad, se puso a dar gritos. Llamó a un chofer que ya nos había prestado servicios, lo mandó a comprar una placa funeraria de madera y luego vino a pedirme que escribiera algo en ella. De un lado escribí: Aquí yace el gato, y del otro, De esta tierra saldrá, acaso, un destello en la noche naciente. El chofer preguntó si podía enterrarlo sin más. La sirvienta se burló diciéndole: —¿Querría usted que lo incinerasen, tal vez?
Uno tras otro, los niños se mostraron llenos de consideración por el gato. Pusieron flores a ambos lados de la placa funeraria, ramos de lespedezas en frascos de vidrio. Depositaron frente a la tumba un bol lleno de agua. Las flores y el agua fueron renovadas al día siguiente, y al otro también. El tercer día, hacia el atardecer, mi hija, que va para los cuatro años —yo, en ese momento, me encontraba en mi despacho, mirando por la ventana—, se acercó, solita, y fue a pararse frente a la tumba, donde permaneció un momento contemplando la placa de madera blanca. Luego sacó una pequeña paleta de arroz, echó en ésta el agua del bol destinada al gato y bebió. Las gotas de agua en que se mezclaban los pétalos de las flores de lespedezas, caídas en el silencio del fin del día, saciaron varias veces la sed infantil de Aiko. En cada aniversario de la muerte del gato, mi mujer no olvida nunca poner frente a su tumba un trozo de salmón y un bol de arroz espolvoreado con katsuobushi4. Hasta el presente no ha dejado de hacerlo ni una sola vez. Simplemente, en los últimos tiempos, en lugar de ir al jardín se conforma, según parece, con depositar sus ofrendas en la cómoda de la sala de estar.

Traducción del francés de Carlos Cámara



1tabique corredizo de las casas japonesas
2depresión de forma cuadrada del piso de las casas japonesas
3remedio contra las migrañas, las náuseas y el mareo
4condimento a base de carne de atún bonito seca.


El autor
Natsume Soseki (1867-1916) es uno de los mayores escritores de la literatura japonesa. Un compartido rechazo del naturalismo, un fino y aun extremo análisis psicológico teñido de melancólico escepticismo, aproximan en mucho el particularísimo mundo de Soseki al particularísimo mundo de Proust. Kokoro (El pobre corazón de los hombres), novela publicada en 1914, es considerada universalmente su obra maestra.

sábado, 1 de mayo de 2010

DIPLOMACIA

Lafcadio Hearn
(originalmente publicado como Cuento corto en ARR N° 3)

Se había dado la orden de que la ejecución se llevase a cabo en el jardín del yashiki* . De modo que el hombre fue llevado allí, y se lo hizo arrodillar en un amplio espacio cubierto de arena que atravesaba una línea de tobi-ishi, piedras del tipo de las que aún se pueden ver en los grandes jardines japoneses. Tenía las manos atadas a la espalda. Unos criados trajeron agua en baldes y sacos de arroz llenos de guijarros; y amontonaron los sacos alrededor del hombre arrodillado, calzándolo de modo tal que no pudiera moverse. El amo acudió y contempló los preparativos. Le parecieron satisfactorios, de modo que no hizo ninguna observación.
Repentinamente, el condenado le gritó:
—Honorable señor, no fue a sabiendas que cometí la falta por la que se me condena. Fue sólo mi gran estupidez la responsable. Habiendo nacido estúpido, por motivo de mi Karma, no siempre pude evitar cometer errores. Pero matar a un hombre por ser estúpido es un error, y ese error será expiado. Tan cierto como que tú me matas ahora, seré vengado; del resentimiento que provocarás saldrá la venganza; y el mal será la recompensa del mal…
Si se mata a alguien mientras siente un fuerte resentimiento, el espíritu de esa persona será capaz de vengarse de su asesino. El samurai lo sabía. Respondió con suavidad, de una manera casi acariciante:
—Te autorizamos a que nos asustes cuanto te plazca, después de muerto. Pero es difícil creer que realmente te propongas hacer lo que dices. ¿Podrás darnos algún signo de tu gran resentimiento, una vez que se te haya cortado la cabeza?"
—Claro que podré —respondió el hombre.
—Muy bien —dijo el samurai, sacando su larga espada—; ahora voy a cortarte la cabeza. Justo frente a ti hay una piedra. Una vez que te haya cortado la cabeza, trata de morder la piedra. Si tu espíritu colérico puede ayudarte a hacer eso, algunos de nosotros podrán asustarse… ¿Tratarás de morder la piedra?"
—¡La morderé! —gritó el hombre, encolerizado—. ¡La morderé! ¡La morderé!
Hubo un destello, sonó un silbido, se oyó el ruido sordo de un golpe: el cuerpo atado se dobló sobre los sacos de arroz, mientras dos largos chorros de sangre brotaban del cuello cortado; y la cabeza rodó en la arena. Rodó pesadamente hacia la piedra: entonces, rebotando repentinamente, agarró el borde superior de la piedra con los dientes, se aferró desesperadamente por un momento, y cayó inerte.
Nadie habló; pero los criados contemplaron a su amo horrorizados. Éste parecía enteramente indiferente. Se limitó a tender la espada al asistente más próximo, que, con un cucharón de madera, vertió agua sobre la hoja desde la empuñadura hasta la punta, y luego secó varias veces el acero con hojas de papel… Y así terminó la parte ceremonial del incidente.
Durante los meses que siguieron, los criados y los domésticos vivieron con el miedo incesante de una visita fantasmal. Ninguno de ellos dudaba de que la prometida venganza llegaría; y su constante terror hacía que viesen y oyesen muchas cosas que no existían. Les daba miedo el viento entre las cañas de bambú, les daba miedo incluso la agitación de las sombras en el jardín. Por último, luego de consultarse unos a otros, decidieron elevar a su amo una petición para que se celebrase un servicio de Segaki** en honor del espíritu vengativo.
—Es totalmente innecesario... —dijo el samurai, cuando el criado principal le expresó el deseo de todos—. Comprendo que el afán de venganza de un hombre que va a morir sea una causa de temor. Pero en este caso no hay nada que temer.
El criado miró a su amo con ojos de súplica, pero dudó en preguntarle la razón de esa confianza alarmante.
—Oh, la razón es muy simple —declaró el samurai, adivinando la duda inexpresada—. Sólo la última de las intenciones de ese individuo podía haber sido peligrosa; y cuando lo desafié a darme la señal, desvié su mente del deseo de venganza. Murió con el firme propósito de morder la piedra; y fue capaz de cumplir ese propósito, pero ninguna otra cosa. Todo lo demás debe de haberlo olvidado… De modo que ya no hay por qué preocuparse por este asunto.
Y ciertamente el muerto no volvió a dar problemas. Nada sucedió.

Traducción de Carlos Cámara



Notas
*Casa solariega que un noble, cabeza de buena familia, poseía en la ciudad.
**Ritual budo-shintoísta durante el cual se ofrecen alimentos y otras ofrendas a los espíritus de los muertos que regresan a la tierra por tres días, para salvarlos de los círculos inferiores del infierno.


El autor

Lafcadio Hearn (1850-1904) nació en Grecia, de madre griega y padre irlandés. De regreso a Europa, fue criado por una tía en Irlanda, se educó en Inglaterra y Francia, emigró en 1869 a los Estados Unidos y, en 1890, viajó al Japón, donde encontró por fin la calma su vida itinerante y saciedad su fascinación por lo distinto y remoto. Allí se estableció, se casó, trabajó y murió, convertido, de 1896 en adelante, en el ciudadano japonés Koizumi Yakumo. Fue periodista, traductor, escritor, profesor (tuvo a su cargo la cátedra de literatura inglesa de la Universidad Imperial de Tokyo). Gracias a sus numerosos libros, escritos con rigor y llenos de amor por el nuevo antiguo mundo que lo había acogido, legó a Occidente un conocimiento más profundo de la cultura y la civilización japonesas. Entre sus obras podemos citar: Chita (1889), Kokoro (1896), Kotto (1902), El Japón: intento de interpretación (1904), Kwaidan (1904). De ésta última hemos tomado el relato publicado.