viernes, 30 de abril de 2010

ACERCA DE LAS SERPIENTES DE ISLANDIA

Uno von Troil
(originalmente publicado como Minicuento en ARR N° 6)



No hay serpientes en Islandia.


Traducción del inglés de Carlos Cámara


El autor
Uno von Troil, arzobispo de Upsala (1746-1803) 

El verdadero cuento está en la explicación del cuento.
Es famosa en el mundo anglosajón la cita de todo un capítulo de cierto libro, cuyo texto se limita a declarar la inexistencia de las serpientes anunciadas en el título. En su ensayo The English Mail-Coach, De Quincey atribuye la obra y el escueto capítulo, erróneamente, a von Troil. El doctor Johnson había citado con más acierto, al jactarse de ser capaz de recitar de memoria todo un capítulo de un libro. Se refería a The Natural History of Iceland, de Niels Horrebow (1712-1760), cuyo capítulo LXXII, intitulado Concerning snakes, se reduce a la frase "No snakes of any kind are to be met with throughout the whole island." (la cita de Johnson fue ya, sin embargo, más breve y algo incorrecta: "There are no snakes to be met with throughout the whole island.")
Nos parece mejor conservar la falsa atribución de De Quincey, mejorada, en lo que a concisión se refiere, por la colaboración del doctor John E. Jordan, responsable de la edición de la Everyman's Library de 1961. (Cierta página de internet va más lejos aún: atribuye la cita al obispo Pontippidan, autor de una Historia Natural de Noruega; von Troil, al menos, escribió efectivamente sobre Islandia.)

miércoles, 28 de abril de 2010

LA MANO / EL ENCAJE ROTO

Colette / Emilia Pardo Bazán
(originalmente publicados como Cuentos paralelos en ARR N° 3)

LA MANO

Se había adormecido reclinado sobre su joven esposa y ella soportaba con orgullo el peso de esa cabeza de hombre, rubia y arrebolada, de ojos cerrados. Él había deslizado su brazo enorme bajo el torso ligero, bajo la cintura adolescente, y su fuerte mano descansaba abierta sobre las sábanas junto al codo derecho de la joven. Ella sonrió al ver aquella mano de hombre que aparecía allí, solitaria y alejada de su dueño. Luego dejó errar la mirada por la habitación en penumbras. Una lámpara velada dejaba caer sobre el lecho su luz carmesí.
"Demasiado feliz como para dormir", pensó.
Demasiado conmovida, también, y sorprendida de a ratos por la situación nueva en que se hallaba. Sólo hacía quince días que llevaba la vida escandalosa de las recién casadas, que saborean la dicha de vivir con un desconocido del cual se enamoraron. Conocer a un hermoso muchacho rubio, viudo reciente, experto aficionado al tenis y al remo, casarse con él un mes después: su aventura conyugal no tenía casi nada que envidiarle a un rapto sentimental. Todavía, mientras permanecía despierta al lado de su marido, como esta noche, solía cerrar los ojos largamente y luego abrirlos para disfrutar, sorprendida, con el color azul de los cortinajes novísimos en lugar de aquel rosa suave que, en su habitación de soltera, dejaba pasar la luz del nuevo día.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo dormido que descansaba junto a ella, y ella, con la encantadora autoridad de los seres débiles, cerró aún más el brazo izquierdo alrededor del cuello de su marido. Él no se despertó
"¡Qué largas tiene las pestañas!”, pensó.
Y, también para sus adentros,  elogió la boca, graciosa y fuerte, la tez de ladrillo rosa, y hasta la frente, ni ancha ni noble, pero todavía libre de arrugas.
La mano derecha de su marido, junto a ella, se estremeció a su vez, y ella sintió, bajo el arco de su cintura, el viviente brazo derecho sobre el que descansaba.
"Soy pesada… Querría levantarme y apagar la luz. Pero duerme tan bien…"
El brazo se torció una vez más, débilmente, y ella ahuecó la espalda para hacerse más ligera.
"Es como si estuviese acostada sobre un animal", pensó.
Dio vuelta la cabeza sobre la almohada y miró la mano que descansaba a su lado.
"¡Qué grande es! Es cierto que yo apenas le llego al hombro."
La luz, deslizándose en los bordes de una corola de cristal azulino, chocaba contra esa mano y hacía visibles los más pequeños relieves de la piel, exageraba los poderosos nudos de las falanges y las venas hinchadas por la compresión del brazo. En la base de los dedos, un vello rojizo se curvaba como espigas bajo el viento; y las uñas chatas, cuyas estrías no habían sido borradas por la lima, brillaban bajo una capa de barniz rosado.
"Le diré que no se ponga barniz en las uñas", pensó la joven. "El barniz, el carmín, no le van a una mano… a una mano… tan…"
Un eléctrico sacudón atravesó la mano y dispensó a la joven de encontrar un adjetivo. El pulgar, horriblemente largo, en forma de espátula, se puso rígido y se alineó estrechamente junto al índice. De tal manera que la mano tomó, de pronto, una expresión simiesca y crapulosa.
—¡Oh! —dijo en voz baja la joven esposa, como si se encontrase delante de algo vergonzoso.
La bocina de un automóvil que pasaba hirió el silencio con un clamor tan agudo que pareció ser algo luminoso. El durmiente no se despertó, pero la mano ofendida se incorporó, se crispó en forma de cangrejo y se puso a esperar, lista para el combate. El sonido desgarrador se fue apagando y la mano, distendiéndose poco a poco, dejó caer sus pinzas, se transformó en un blando animal, doblado de través, agitado por débiles espasmos semejantes a los de una agonía. La uña chata y cruel del pulgar demasiado largo brillaba. Una desviación del meñique, que la joven nunca había notado, se hizo visible, y la mano tendida mostró, como un vientre rojizo, su palma carnosa.
—¡Y yo besé esa mano!… ¡Qué horror! Entonces, ¿nunca la había mirado?
La mano, turbada por un mal sueño, pareció responder a aquel sobresalto, a aquel asco. Juntó todas sus fuerzas, se abrió por entero, extendió sus tendones, sus nudos y su vello rojizo como un bárbaro ornamento de guerra. Luego, replegándose lentamente, agarró la sábana, hundió en ella sus dedos curvos y apretó, apretó con el metódico placer de un estrangulador…
—¡Ah! —gritó la joven.
La mano desapareció; el brazo enorme, liberado de su carga, se transformó al instante en cinturón protector, muralla tibia contra todos los terrores nocturnos. Pero a la mañana siguiente, a la hora de la bandeja sobre la cama, del chocolate espumoso y del pan tostado, ella volvió a ver aquella mano, pelirroja y colorada, y el abominable pulgar curvado sobre el mango del cuchillo.
—¿Quieres esta tostada, querida? La estoy preparando para ti.
La joven se estremeció y sintió que se le erizaba la piel en la parte alta de los brazos y a lo largo de la espalda.
—¡Oh!, no… no…
De inmediato ocultó su miedo, se doblegó a sí misma con valentía; y, dando comienzo a su vida de duplicidad, de resignación, de diplomacia vil y delicada, se inclinó y, humildemente, besó la mano monstruosa.


Traducción de Miguel Ángel Frontán


 
EL ENCAJE ROTO 
Convidada a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente —la ceremonia debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia— que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Arce si recibía a Bernardo por esposo, soltó un "no" claro y enérgico; y como reiterada con extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las convivencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de Órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se adivinaba el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el altar la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso —detalles que corren de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a Valencia a pasar su luna de miel. En un grupo de hombres me representaba al novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que le dirigen...
Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje, mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo nupcial... Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los padrinos, la cándida Figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver amigos y curio-sos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los circunstantes..., el obispo formula una interrogación, a la cual responde un "no" seco como un disparo, rotundo como una bala. Y —siempre con la imaginación— notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la pregunta transmitida en un segundo: "¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto mala? ¿Que dice "no"? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!..."
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el "sí" no hubiese partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta ei momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escándalo, referían que estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por nadie. Datos eran estos para oscurecer más el extraño enigma que por largo tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a explicarlo desfavorable-mente.
A los tres años —cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas de Micaelita—, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.
—Fue la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las "pequeñeces" más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; sólo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter, algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que adoptara apariencias destinadas a engañarme y a encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera para la cual... es un imposible seguir los pasos a su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza —los únicos que me tranquilizarían. Intenté someter a varias pruebas a Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho —una maravilla—, de un dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuinjuria... No llegó a tanto porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios, impetuosa, terrible.. Aquel "no" brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí propia..., ¡para que lo oyesen todos!
—¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?
—Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...


Las autoras  

Colette  
Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954) transformó en uno de los principales nombres de la literatura francesa, o de la literatura simplemente, el apellido paterno. La joven provinciana recién llegada a París, obligada a escribir por su primer marido, llegó a ser uno de esos escritores que, como dijo de ella Truman Capote, recibieron el inestimable e imprevisible don del estilo. Actriz itinerante, luego de un divorcio que la obligó a ganarse duramente la vida, mimo de gran talento, periodista, vendedora de productos de belleza, novelista refinada y popular, avezada cuentista (el lector juzgará leyendo nuestra traducción de La mano),  ensayista aguda, la maravillosa Colette, soberanamente indiferente a los avatares políticos y a las emociones patrióticas, se nos presenta hoy, sin embargo, como una de las más perfectas encarnaciones del escritor y de la sociedad franceses. Admirada por Proust, por Claudel, por Gide, disfrutó, al mismo tiempo, del amor casi reverencial de su pueblo, y aún del "petit peuple", para quien era simplemente, inolvidablemente, Madame Colette.
 
Emilia Pardo Bazán 
La Biblia, el Quijote y la Ilíada fueron los entretenimientos de la infancia de Pardo Bazán; una infancia tan fascinada por la literatura que ya a los nueve años escribió sus primeros versos. Su familia, todos los inviernos, dejaba La Coruña por Madrid, donde la pequeña condesa estudió en un colegio francés la lengua y la literatura galas. En aquellas aulas matritenses aprendió a amar a Racine y a La Fontaine. En 1868 se casó con José Quiroga, de quien se separaría luego de que éste le exigiera renunciar a la literatura a raíz del escándalo producido por la publicación de su ensayo La cuestión palpitante. El joven matrimonio vivió en Francia y viajó por Europa. Así fue como doña Emilia se familiarizó con la literatura francesa, Hugo y el naturalismo, que tanta influencia tendría en su propia obra, y aprendió el inglés y el alemán. Luego de su separación, una larga relación amorosa la unió por más de veinte años a Benito Pérez Galdós. La tribuna, su tercera novela, publicada en 1882, es considerada como la primera novela naturalista española. De 1886 data la que generalmente es reconocida como su obra maestra, Los pazos de Ulloa. E. Pardo Bazán murió en Madrid, a los setenta años, en 1921.

sábado, 24 de abril de 2010

MADEMOISELLE STÉPHANIE

Georges Clemenceau
(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 6)

En los tiempos de mi más tierna infancia, el reinado sobre mi pueblo pertenecía, sin lugar a dudas, a Mademoiselle Stéphanie. Esa soberanía, como se adivinará, era puramente moral, ya que Léopold Lacour no había introducido aún en la ley la humanidad integral llamada a completar la tiranía masculina con el despotismo femenino.
Pese a eso, Mademoiselle Stéphanie era reina gracias a su autoridad personal. No por su belleza, ya que era gibosa, deforme, desgarbada, amarilla como un membrillo bajo la pequeña cofia de seda negra con bordes de puntilla blanca. No por su bondad, ya que era demasiado fastuosa como para dedicar su tiempo a ocuparse de los pobres de otra manera que no fuese por intermedio del señor cura. Tampoco por la vastedad de sus conocimientos, ya que no sabía leer. Para decirlo en pocas palabras: reinaba, simplemente, gracias al poder del dinero. Y, sin embargo, distaba mucho de ser la más rica del pueblo. Simplemente, gastaba sin contar, y si eso le granjeaba el desprecio discreto de las viejas familias burguesas que se enorgullecen de acumular, también le ganaba la estima del vulgo que quiere que lo deslumbren.
Mi pueblo, sin embargo, no es uno de esos terruños perdidos que se maravillan con cualquier cosa. Si vienen ustedes a visitar los peñascos, les mostraré cierta encina al pie de la cual dos chuanes fueron fusilados durante las guerras..., al menos de acuerdo con la leyenda. Y mientras se encuentran ustedes en lo alto, les haré ver, entre las retamas y las encinas, las casas blancas de Réaumur, donde nació el famoso fabricante de termómetros que no inventó la escala centígrada. No es fácil impresionar fácilmente a gente que tiene semejantes recuerdos.
Eso no es todo. Es bueno que sepan, además, que en ese rincón de la Vendée un hálito poético pasa no se sabe cómo por los caminos profundos bordeados de altos montes. Podrán leer en el cementerio —letras de oro en el mármol negro— el poema que compuso el médico local para la muerte de su hija, y, al pasar junto a la fuente, tendrán la dicha de descifrar en ella la siguiente inscripción:

                                Brotaba del soberbio Helicón Hipocrena.
                                Yo soy fuente también, aunque aquella no sea, 
                                Mi actual belleza debo al alcalde, Bruneau,
                                Quien quiso hacerme útil y me reconstruyó.

¡Que haga otro tanto quien pueda! Y, sin embargo, hay algo aún mejor. Era casi de mi pueblo el vicepresidente del Círculo de Labradores que, en 1848, mucho antes que Marx, Lassalle, Jules Guesde y Thivrier, encaró de lleno la cuestión social y la resolvió con estos versos sencillos :
 
                                ...los unos a los otros tenemos que ayudarnos.
                                Que uno labre la tierra y el otro la posea.

¿Qué piensa tu socialismo agrario, oh Jaurès, de este hallazgo?
Valgan estas breves explicaciones para dar mayor realce al maravilloso poderío que hizo que Mademoiselle Stéphanie reinase sobre todo un pueblo. El caso es tanto más notable cuanto que nada parecía designar en principio a la rústica soberana para tan alto destino. Era evidente que había nacido solterona, torcida, desde el primer día, como un caracol. Además era pobre, muy pobre, aunque perteneciese a la pequeña burguesía de la región, ya en el límite de la plebe campesina cuya cofia siempre conservó.
Vivía, solitaria, en una casita llena de musgo y de siemprevivas, en la esquina de la plaza de la iglesia. Se pasaba el día, clavada en la silla por su horrible cojera, mirando por la ventana cómo vivía ese mundo que le estaba vedado. ¡Cuántas veces, al pasar por un pueblo, he visto esas blancas cabezas arrugadas asomándose por entre las cortinas, llenas de curiosidad por la vida lejana! Los pies junto al brasero, delante de la mesita en que se amontonan hilo, agujas, tijeras, ovillos de lana, la anciana que cose, borda o remienda interroga con la mirada los movimientos de afuera, piensa en la carreta que pasa, en el rebaño que ya tendría que haber pasado, en un transeúnte inesperado. Estrecho horizonte, suficiente para quien siente cómo la jaula terrestre se va estrechando hasta los límites cercanos de la tumba. Pero esa mujer acaso fue joven: habrá vivido épocas de alegría y de sufrimiento. Para Mademoiselle Stéphanie, nada.
Allí vivía desde siempre, inmóvil, aceptando el destino, sin desear tener piernas sólidas más de lo que hubiese deseado tener alas, ni buena ni mala, por incapacidad de hacer nada, entretenida con los escándalos cotidianos y sin murmurar nunca del prójimo como no fuese para distraerse. Los domingos, sin que nadie supiese cómo, se arrastraba hasta la iglesia en que poseía su asiento. Después del oficio se sucedían las visitas. Todo un clan de solteronas.
El Imperio, con sus grandes matanzas, hizo mucho por la virginidad burguesa, que, según se dice, abre de par en par las puertas del Cielo. Mi pueblo, por aquellos tiempos, estaba atestado de vírgenes sin uso. Me aseguran que, desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Estaba Mademoiselle Roy, quien me enseñó el arte de escribir con buena letra después de ser la austera iniciadora de dos generaciones precedentes. Estaba Mademoiselle Soulet, quien paseaba por los caminos una cara rojiza batida por los alerones de una cofia en forma de rueda. Estaban, sobretodo, las señoras Bruneau, las primas del reconstructor de la fuente que no es Hipocrena: Henriette, embebida de biliosa piedad; Julie, rebosante de devoción sanguínea. Una, triste y muda, pronunciando por aquí y por allá, con su voz nasal, alguna frase agria; la otra dándole rienda suelta a las intemperancias de su buen humor.
Todo esa gente, que, ignorándolo todo de la vida, tenía ideas muy estrictas sobre todas las cosas, se mantenía estrechamente unida por los prejuicios comunes en que residía a sus ojos todo el valor de la existencia. A falta de amarse profundamente, toda esa gente se estimaba de manera superficial. Es un bien que no debe desdeñarse. Todos los gestos, las inflexiones de voz de la amabilidad campechana, de la bondad afectuosa, se encontraban allí a plena luz, rematados en la sombra con gestos de dureza que aún recuerdo. En ciertos días establecidos de antemano se reunían para jugar a la lotería, en la que yo me sentía dichoso de ocupar un lugar, sobre todo por las galletas cuya receta lamento tanto que se haya perdido. El grupo se completaba con otra solterona; una campesina sordomuda que se ganaba la vida cosiendo y que gastaba su magro sueldo en hacer ofrendas a todos los santos del paraíso, delante de cuyas imágenes elevaba sus plegarias gesticulando y con ladridos inconscientes que me daban miedo.
Así vivía Mademoiselle Stéphanie, sin añorar nada, sin esperar nada: dichosa, creo yo. Y entonces, precisamente, le ocurrió algo que no se esperaba. Recibió una herencia: cien mil francos que un tío bisabuelo le dejó para burlarse de sus herederos, los que, según pensaba, lo habían cuidado demasiado bien como para hacerlo de manera desinteresada.
¡Qué acontecimiento en aquel pueblo! Durante todo un año las lenguas no tuvieron descanso. Mademoiselle Stéphanie fue la única en resistir el golpe sin pestañear. Durante dos meses permaneció encaramada en su silla, siempre atenta a cuanto ocurría en la plaza de la iglesia, pero echando sobre el mundo miradas de revancha que inquietaban a sus visitas.
El cura, desde el primer día, había acudido, súbitamente enamorado de la lotería. Justamente se encontraba en negociaciones con Roma por un lote de reliquias, para las cuales ya se había edificado una capilla suplementaria. Por desgracia, no se había logrado obtener más que dos brazos de santo con un pie en la punta: una miseria. Ofreciendo el dinero necesario se podía llegar a conseguir el cráneo y, quizás, las costillas. ¡Qué gloria! Ocurrirían milagros, seguramente. Pero hacía falta dinero. ¿Dónde encontrarlo? Mademoiselle Stéphanie, mientras escuchaba sin decir una palabra, sembraba su cartón de garbanzos que servían como fichas, y gritaba "cartón lleno" una y otra vez. Un golpe de suerte  nunca viene solo.
Sin embargo, Mademoiselle Stéphnaie abandonó de pronto su modesto alojamiento. En ocho días los viejos muros cayeron bajo los picos y pronto se alzó una magnífica casa nueva, con una escalinata —adornada con un pasamanos de hierro llegado, según se rumoreó, de París— que daba a la plaza. La locura del reino daba comienzo. Había en esa mujer ignorada algo de Napoleón, sin los excesos de Sarah Bernhardt. Sordamente rabiosa debido a su inacción, quería ahora deslumbrar, dominar. Y deslumbró; y dominó. Su universo, felizmente más pequeño que el del Corso, le resultó suficiente. Primera ventaja con respecto al hombre de Austerlitz: darse cuenta de que el imperio de Carlomagno y la plaza del pueblo, vistos desde la vía láctea, tienen exactamente la misma importancia. Por fin, gracias a un favor del hado, ella evitó Santa Elena y, como desconocía el abecedario, no nos dejó ningún libro de memorias.
La destrucción de unas cuantas casuchas le dejó a la nueva casa espacio para un jardín bastante amplio, en el que los alcauciles, las dalias, los claveles de China y los repollos mezclaban lo útil con lo agradable. Un hermoso gallinero pintado de verde mostraba en letras doradas la siguiente inscripción: "Pájaros del cielo, bendecid al Señor". Ni las gallinas ni la propietaria hubieran podido leer la piadosa recomendación. Sin embargo, con la bendición divina, las gallinas engordaban y se reproducían, asociadas a la humanidad en el acto de adoración hasta el día en que el apetito del adorador más fuerte llevaba las de ganar.
En su jardín, Mademoiselle Stéphanie, apoyándose en una muleta, tomó la costumbre de caminar dando saltitos y, llena ahora de coraje, se aventuró a salir de su casa. ¡Oh, sorpresa! Los que antaño se burlaban de ella ya no se reían. Incluso muchos hallaban que su cojera no carecía de encanto. Es cierto que una cruz de diamantes, cuya aparición trastornó el pueblo, se balanceaba sobre su pecho. Milagro de la piedad empedrada.
Nos estaban reservadas otras sorpresas. En lugar de recibir a las visitas en su dormitorio, como todo el mundo, y de mantener la sala cerrada para preservar la frescura de las flores artificiales, que constituyen, debajo de la campana de vidrio, el adorno de la penumbra, Mademoiselle Stéphanie se instaló en una gran sala llena de luz, de cara a la iglesia, y dominaba con altanería la plaza y las modestas casas de los alrededores.
Y, adivinen ustedes, ¿qué se vio en esa sala? Un faisán dorado, embalsamado, colocado sobre un extraño mueble, una especie de gran caja de caoba de la que salía una manivela. Ahora bien, sepan que ese mueble era ni más ni menos que un organito. Mademoiselle Stéphanie había revelado ser música y, sin necesidad de profesor, se instalaba delante de su máquina y, con todas las ventanas abiertas, inundaba el pueblo de armonía. Era una alegría verla con su aparato musical, muy seria, sin una sonrisa, mientras la mano temblorosa le daba a la manivela, con un bamboleo de todo su cuerpo informe, mientras miraba cómo saltaba el faisán que bailaba con los movimientos del aparato.
Un coche, tirado por dos caballitos bretones, llevó al colmo la estupefacción pública. Campanitas colgadas por todas partes y chasquidos de los latigazos que el cochero tenía orden de dar mientras atravesaban el pueblo. El emperador, en su gran París, hacía, en comparación, mucho menos ruido con la artillería de los Inválidos. Cada uno hace el ruido que puede.
La cumbre suprema de todo esto fue la donación de vitrales a la iglesia, con un panel especial en el que figuraba la imagen de la donadora. Ya no contrahecha y feamente torcida, sino derecha a más no poder y rosada de juventud debajo de su pequeña cofia blanca. Había que oírla decir, al señalar la imagen: "Ya ve usted, soy yo misma."
A partir de ese momento no tuvo más oposición, y se ganó, sin vueltas, el favor de "la opinión pública".
Y luego, casi en seguida, con una muestra de filosofía poco común, Mademoiselle Stéphanie, juzgando que su ambición estaba satisfecha, se murió. Su iglesia le hizo funerales espléndidos.
Desgraciadamente, el inventario reveló que en diez años había devorado toda la herencia y que, encima, debía unos cien mil francos. Pero a nosotros, ¿qué puede importarnos? El Señor tenía su vitral, y, a pesar de la factura sin pagar, quiero creer que habrá querido, allá en lo alto, aprovechar las dotes de Mademoiselle Stéphanie, poniéndola al servicio de los órganos celestiales que rigen la armonía de las cosas.

Traducción de Miguel Ángel Frontán

El autor


El nombre de Georges Clemenceau (1841-1929) resume buena parte de la historia de la República Francesa. Republicano radical, pero opuesto tanto al socialismo como a la política de expansión colonial de la izquierda llevada a cabo en nombre de la civilización, defensor del capitán Dreyfus desde las páginas de su diario Aurore, durante la "Gran Guerra" Clemenceau se transformó en la encarnación del nacionalismo francés y pasó a ser para siempre el "Viejo Victoria", como lo apodó el pueblo con cariño. Este polemista de talento, temible orador, notable anticlerical, dejó a su muerte un libro de recuerdos de su infancia en la muy católica Vendée que puede hacer lamentar que su nombre sólo subsista entre las grandes figuras de la República y no entre los escritores de Francia.

jueves, 15 de abril de 2010

DOS HACEDORES DE MILAGROS

Giacomo da Varazze / Cuento agádico
(originalmente publicados como Cuentos paralelos en ARR N° 4)

I) El milagro cristiano

La hija de San Hilario, Apia, quería casarse, pero un sermón de su padre la decidió a permanecer en estado de virginidad. Entonces San Hilario, temiendo que llegase un día en que Apia flaquease en su resolución, rogó al Señor que se la llevase consigo, en vez de dejarla vivir por más tiempo en la tierra; y así fue como ocurrieron los hechos, ya que, pocos días después, la joven murió e Hilario la enterró con sus propias manos. Entonces su ex mujer, madre de la bienaventurada Apia, le rogó al obispo que obtuviese para ella la misma gracia que había obtenido para su hija. Así lo hizo San Hilario y, con su plegaria, la envió derecho al cielo.





II) El milagro judío
Rabba y el rabí Zera festejaron juntos el día de Purim*. Rabba se emborrachó tanto que mató al rabí Zera.
Habiendo cobrado conciencia de lo que había hecho, Rabba, al otro día, imploró al cielo con tal fuerza que rabí Zera resucitó.
Al año siguiente, Rabba le pidió a rabí Zera que volviese a celebrar con él el festín de Purim. Y el otro le respondió:
—Lo siento por este año, pero los milagros no ocurren todos los días.

*El Pourim es una fiesta que conmemora el salvamento providencial de los judíos de Persia, gracias a Esther. Según los Sabios, se recomienda embriagarse en ese día.

Traducción del francés de Miguel Ángel Frontán

 
 
Las fuentes
 
I) Giacomo da Varazze (Santiago de la Vorágine)
 
No fue su Chronica Civitatis Ianuensis, tan apreciada por los historiadores italianos, la que hizo que Giacomo da Varazze (1228 - 1298), arzobispo de Génova, fuese uno de los escritores europeos más leídos durante más de tres siglos, sino la Legenda sactorum ("lo hay que leer sobre la vida de los santos"), que muy pronto fue conocida, simplemente, como Leyenda Dorada. Desde Juan Luis Vives en adelante, todo se ha escrito contra un libro sin el cual, demasiado a menudo, no sabríamos de qué tratan tantos cuadros de Hans Memling o de Carpaccio, sin contar con innumerables escenas de los pórticos de las catedrales góticas. Redescubierta hacia fines del siglo XIX, esa obra, escrita en un honesto latín de cocina con sus etimologías disparatadas y su ingenuidad de colores vivos e inolvidables, tan dignos de los pintores primitivos italianos, esconde, en sus poco frecuentadas páginas, un perdurable encanto.
 
II) Cuento agádico
La Agadá es un conjunto heteróclito de cuentos, fábulas morales, anécdotas, máximas morales, leyendas, episodios biográficos de las vidas de los sabios que, en la tradición hebrea, cumplen la función de transmitir enseñanzas de manera amena. Constituyen el material no legal del Talmud, pero no se detienen con él, ya que continuaron desarrollándose durante tres siglos una vez que el texto de aquél quedó fijado en el siglo V. Es en el Talmud, precisamente, donde figura el cuento reproducido aquí.

sábado, 10 de abril de 2010

ZORRO MALO CAZÓ GALLINA COLORADA

Saki
(originalmente publicado como Cuento escondido en ARR N° 2)

Era una tarde fresca en que, tras una mañana por momentos sofocante, por momentos torrencialmente húmeda, finalmente no había llovido; el tipo de tarde que induce a la gente a hablar afablemente del efecto bienhechor de la lluvia, cuyo mérito principal acaso fuese, a sus ojos, el reconocimiento del arte de la moderación. Era, además, una tarde que invitaba a la actividad física luego de la convaleciente languidez de la primera parte del día. Instintivamente, Elaine se había puesto el traje de montar y había hecho llegar sus órdenes a la cuadra —oasis bendito que aún olía agradablemente a caballo y a heno y a limpieza en un mundo que apestaba a petróleo, y su yegua la llevaba ahora a buen paso por una sucesión de largos senderos campestres. Tenía cita a cierta hora de la tarde para un garden-party, pero avanzaba con determinación en la dirección opuesta. En primer lugar, ni Comus ni Courtenay irían a la fiesta, circunstancia que parecía eliminar cualquier razón válida para que la invitasen a la misma; en segundo lugar, habría allí, reunidos, un centenar de seres humanos, y las reuniones humanas no eran en ese momento su necesidad más acuciante.
Desde el último encuentro con sus dos pretendientes, bajo los cedros de su jardín, Elaine había llegado a la conclusión de que era muy feliz o cruelmente infeliz, aunque no podía establecer con precisión cuál de las dos cosas. Le parecía tener a sus pies todo lo que más quería en el mundo, y en sus momentos de más intensa reflexión no podía decidir, cosa que la atormentaba, si realmente quería estirar la mano para tomarlo. Todo se parecía tanto a una escena de Las Mil y una Noches o a una historia de la pagana Hélade, que una joven educada según los metódicos principios de la Cristiandad Victoriana no podía menos que sentirse confusa y desconcertada. Su tribunal de apelaciones estaba en sesión permanente desde hacía algunos días, pero no dictaba sentencia, al menos ninguna que ella pudiera acatar. Y el paseo solitario en su yegua de paso ágil y ligero, que la llevaba, por senderos perfumados y umbríos, hacia tierras inexploradas, parecía ser precisamente todo lo que quería por el momento. De manera delicada y discreta, la yegua dio indicios de su carácter asustadizo, aunque no se trataba del estúpido nerviosismo alerta que se manifiesta en una irritante tendencia a recular ante cada conspicua aparición de un objeto a la vera del camino, sino del estremecimiento nervioso de un animal imaginativo que se traduce meramente en un vivo sacudón de la cabeza y en un salto hacia adelante más rápido aún. Elaine podía haber parafraseado del modo siguiente la actitud mental del inmortal Peter Bell:


 Un cesto bajo un árbol
Es para mí un tigre amarillo,
Si no es algo más.*


Los episodios más realmente alarmantes de la ruta, como el bocinazo y el bullicio de un automóvil que pasaba o el fuerte y vibrante zumbido de una trilladora al borde del camino, eran recibidos con indiferencia. Al doblar en una esquina en que un estrecho sendero bordeado de arboledas desembocaba en un camino más amplio al pie de una colina, Elaine pudo ver, viniendo hacia ella a una distancia no muy grande, una hilera de carromatos amarillos, tirados en su mayor parte por caballos pintos o cebrunos. El aspecto un tanto bohemio de los carruajes los señalaba como pertenecientes a un circo itinerante, engalanado con el rico colorinche primitivo que el gusto de la infancia habría privilegiado antes que la instrucción le revelase el valor artístico de la insipidez. Era un encuentro imprevisto y claramente inoportuno. La yegua había dado inicio ya a un séxtuple escrutinio con narices, ojos y orejas primorosamente erguidas; una oreja hacía pequeños y presurosos movimientos hacia atrás para oír lo que Elaine estaba diciendo acerca de lo eminentemente bonita y respetable que era la caravana que se acercaba, pero incluso Elaine sentía que sería incapaz de explicar satisfactoriamente los elefantes y camellos que ciertamente formarían parte de la procesión. Dar la vuelta parecería más bien cobarde, y la yegua podría asustarse con la maniobra y desbocarse; un portón entreabierto en la entrada de una granja proporcionó una conveniente salida a la dificultad. Al pasar por él pudo ver, de pie en el camino que conducía a la casa, a un hombre que se adelantó para abrirle el portón.
—Gracias. Me aparté de mi camino sólo para evitar un circo —explicó Elaine—; mi yegua tolera los motores y los vehículos de tracción, pero debe de haber camellos y... ¡vaya! —se interrumpió, reconociendo en el hombre a un viejo conocido suyo—, oí decir que usted se había mudado a una granja en algún lugar del campo. Qué sorpresa encontrarlo de este modo.
En los días no muy lejanos de su primera adolescencia, Tom Keriway había sido un hombre al que todos consideraban con cierta envidia y gran respeto; por cierto, el atractivo de su errante carrera hubiera inflamado la imaginación de muchos jóvenes ingleses, suscitando un melancólico deseo de imitarlo. Parecía la materialización adulta de los juegos infantiles en las noches de invierno, y de los sueños que alimentaban los libros de aventuras favoritos. Habiendo establecido su cuartel general —casi su hogar— en Viena, su deseo lo había llevado a deambular por tierras del Oriente Cercano y del Medio Oriente, tan ociosa y exhaustivamente como almas más domésticas podrían explorar París. Había vagabundeado por ferias equinas húngaras, había cazado animales ariscos y astutos en las laderas de los montes balcánicos, se había dejado caer, a la manera de un guijarro, en las estancadas aguas humanas de cierto monasterio búlgaro, se había abierto paso por entre el extraño mosaico racial de Salónica, había escuchado con regocijada cortesía las opiniones superficiales y ultramodernas de un gárrulo editor o abogado en cierta retirada ciudad rusa, o había aprendido la sabiduría de los labios de un casual compañero de taberna, una de las partículas del atareado hormiguero de hombres y mercancías que circula infatigablemente a orillas del Mar Negro. Y, sin importar cuán largos o vastos fuesen sus vagabundeos, siempre se las ingeniaba para estar presente, a intervalos regulares, en bailes, cenas y veladas teatrales, en el alegre Haupstadt de los Habsburgo, para frecuentar sus cafés y sus bodegas favoritos, para hojear sus periódicos predilectos, para saludar a viejos conocidos o a amigos que iban de embajadores a zapateros remendones en la escala social. Rara vez hablaba de sus viajes, pero podría decirse que sus viajes hablaban de él; producía una impresión que un diplomático alemán resumió una vez en esta frase: "un hombre olfateado por los lobos". Y, entonces, dos cosas ocurrieron, que no estaban previstas en su ruta; una severa enfermedad le arrebató la mitad de la vida y toda la energía de que disponía, y una fuerte pérdida de dinero lo puso casi a las puertas de la indigencia. Con algo, quizás, del impulso que empuja a un animal enfermo a alejarse de la manada, Tom Keriway dejó los sitios que frecuentaba, y en los que había conocido tanta felicidad, y se retiró al refugio de una granja apartada; más que nunca se transformó para Elaine en una personalidad "de oídas". Y ahora el encuentro casual con la caravana la había empujado a las puertas de su retiro.
—¡Qué rinconcito tan encantador tiene usted! —exclamó Elaine con cortesía instintiva, y luego miró inquisitivamente en torno y descubrió que había dicho la verdad; era realmente encantador.
La granja tenía ese aspecto intensamente inglés que rara vez se ve fuera de Normandía. Sobre la escena entera de parvas de heno, jardín, cobertizos, abrevaderos y huerto, flotaba ese aire que parece pertenecer con pleno derecho a las granjas fuera de lo común, un aire de ensoñación de ojos abiertos que sugiere que allí hombres y animales se han despertado tan temprano que el resto del mundo no los ha atrapado y nunca los atrapará.
Elaine desmontó y Keriway condujo la yegua hasta un pequeño potrero junto al enorme granero gris. Al otro extremo del sendero pudieron ver cómo pasaba la caravana del circo, una hilera de pesados carromatos y animales que avanzaban a grandes pasos, que parecía unir los vastos silencios del desierto con los ruidos e imágenes y olores, las llamaradas de nafta y los carteles publicitarios y las pisoteadas cáscaras de naranja de una interminable sucesión de ciudades.
—Hará mejor en esperar a que la caravana se aleje antes de volver a ponerse en camino —dijo Keriway—; el olor de los animales puede hacer que la yegua se ponga inquieta.
Luego llamó a un muchacho, que se afanaba con una azada entre unos matorrales desafiantemente prósperos, para que le fuera a buscar a la señora un vaso de leche y una tajada de pan con pasas.
—No recuerdo haber visto nunca algo tan absolutamente encantador y apacible —dijo Elaine, apoyándose en un asiento que un peral había amablemente diseñado en la curva fantástica de su tronco.
—Encantador, por cierto —dijo Keriway—, pero demasiado lleno de la tensión de su propia y pequeña lucha por la vida como para ser apacible. Desde que vivo aquí he aprendido, tal como siempre lo sospeché, que una granja aislada en su mundo propio es uno de los estudios más maravillosos de acontecimientos y tragedias entretejidos que uno pueda imaginar. Es como las viejas crónicas de la Europa Medieval en los días en que reinaba una especie de ordenada anarquía entre señores feudales y soberanos, y burgraves, y abades mitrados, y príncipes obispos, barones salteadores y gremios de mercaderes, y Electores y todas esas cosas, todos lidiando y batallando y complotando unos contra otros, e interfiriendo mutuamente según cierto vago código de reglas aplicadas sin mucho rigor. Aquí uno ve todo eso reproducido ante sus propios ojos, como la página mohosa de un incunable que cobrase vida. Considere una pequeña sección de este mundo, la vida de las aves. Aves de corral, aburridas incubadoras, registros de cuántas onzas de comida comen y del equivalente en peniques de los huevos que ponen, nada de eso le da una idea de la asombrosa vida de estas aves; sus rencores y rivalidades, sus prerrogativas cuidadosamente defendidas, sus despiadadas tiranías y persecuciones, su coraje y sus calculadas bravatas o su cobardía perseverantemente disimulada, todo eso podría ser un capítulo humano en los anales de la antigua Renania o de la Italia medieval. Y, además, fuera de sus propios altercados y odios, los enemigos inflexibles que surgen del bosque y se dirigen hacia ellas; el halcón que se precipita sobre el gallinero como un soldado de caballería que cruza la frontera, consciente de que una perdigonada puede hacerlo pedazos en cualquier momento. Y el armiño, un reptante trozo de piel parda de unas pocas pulgadas de largo, que avanza resuelta e inquebrantablemente en busca de sangre. Y el maestro de todos, diplomado por el hambre: el zorro rojo, que tal vez haya pasado media tarde esperando su oportunidad, mientras las aves se daban su baño de tierra bajo el seto, y en el preciso instante en que volvían al patio a comer una se detuvo un momento para sacudir las plumas por última vez y encontró la muerte que saltó sobre ella. Sabe usted —continuó, mientras Elaine compartía trozos de pan con pasas con su yegua—, no creo que ninguna tragedia de la literatura de las que conozco me haya impresionado tanto como la primera de la que tengo memoria, y que me conté lentamente a mí mismo con palabras escuetas: el zorro malo cazó a la gallina colorada. Había en aquello algo tan dramáticamente completo: la maldad del zorro, sumada a todas las tradicionales mañas de su raza, parecía aumentar el horror del destino de la gallina; y en la palabra "cazó" había una tal sugestión de magistral malignidad... Uno podía sentir que toda la población del campo en armas no hubiera sido capaz de arrebatarle aquella gallina al zorro malo. Me creían un alumno lento y tonto porque no aprendía mi lección, pero yo me pasaba todo el tiempo sentado, imaginándome la gallina colorada que sacudía inútilmente las alas, chillando en una protesta aterrada; o quizás, si el zorro la había asido del cuello, con el pico abierto de par en par y muda y con los ojos desorbitados, mientras abandonaba la granja para siempre. He visto en mis tiempos derramamientos de sangre y aplastamientos y derrotas abyectas aquí y allá, pero la gallina colorada se ha grabado en mi mente como el modelo mismo de la tragedia desvalida.
Permaneció un momento en silencio, como si reflexionase en el drama de palabras escuetas que tanto había impresionado su imaginación infantil. "Cuénteme algo de lo que vio en sus tiempos," fue el pedido que casi salió de los labios de Elaine, pero rápidamente se contuvo y lo reemplazó por otro:
—Hábleme de la granja, por favor.
Y entonces él le habló de todo un mundo, o más bien de varios mundos entremezclados, aislados en aquella soñolienta hondonada entre los cerros, del conocimiento de animales y bosques y del trabajo de la granja, que llegaba a veces al límite de la brujería —asunto sobre el cual pasó rápidamente, no con la aguda ansiedad de los que nada saben sino apartando la mirada como los que temen ver demasiado. Le habló de las cosas que dormían y de las que merodeaban al caer la tarde, de extraños gatos cazadores, de los cerdos en la porqueriza y del ganado en el establo, del personal mismo de la granja, tan extraño y remoto en su comportamiento, en sus ideas y temores y necesidades y tragedias, como las bestias y las aves que cuidaba. A Elaine le parecía como si una mohosa colección de antiguos libros infantiles hubiesen sido bajados de algún desván lleno de telarañas y hubieran cobrado vida. Sentada allí, en el potrerito lleno de altas malezas y pastos exuberantes, a la sombra del viejo cobertizo gris deteriorado por la intemperie, mientras oía esa crónica de cosas maravillosas, a medias fantástica, a medias muy real, apenas podía creer que a pocas millas de distancia hubiese un garden-party en pleno apogeo, con vestidos elegantes y conversaciones elegantes, refrescos de moda y música de moda, y una febril corriente subterránea de esfuerzos y desaires sociales. ¿Era que (se preguntó) Viena y las Montañas Balcánicas y el Mar Negro le parecían igualmente distantes e inverosímiles al hombre que estaba sentado a su lado, que había descubierto o inventado aquel maravilloso mundo de hadas? ¿Es por un auténtico y piadoso acuerdo del destino y de la vida como las cosas del presente expulsan el regusto de las cosas pasadas? Había allí alguien que en el hueco de la mano había tenido muchas cosas de valor incalculable y las había perdido, y se sentía feliz y pleno y satisfecho con el pequeño rincón del mundo al borde del camino en el que se había refugiado. Y Elaine, que tenía tantas cosas deseables en el hueco de la mano, no podía resolverse a ser ni siquiera moderadamente feliz. Ni siquiera sabía si debía bajar de su pedestal a ese héroe de su niñez, o colocarlo en uno más alto; más bien se sentía inclinada a censurar que a aprobar la idea de que la mala salud y el infortunio pudiesen someter y domesticar tan completamente un espíritu antaño atrevido y errante.
La yegua dejaba ver delicados signos de impaciencia; el potrero, con sus insectos molestos y su pasto de mala calidad, no había desalojado de su imaginación la imagen de su propia cuadra provista de buen pienso. Elaine sacudió de su traje las últimas migajas de pan y montó ágilmente. Mientras avanzaba por el sendero, alejándose de la casa, acompañada por Keriway que la escoltó hasta el portón, volvió la vista hacia lo que le había parecido, poco antes, sólo una vieja y pintoresca granja, un lugar de colmenas y geranios y cobertizos con techos de dos aguas; ahora todo eso se presentaba a sus ojos como una ciudad mágica, con una corriente subterránea de realidad bajo la magia.
—Es usted una persona digna de envidia —le dijo a Keriway—; ha creado un mundo de hadas y vive en él.
—¿Envidia?
Keriway disparó la pregunta con amargura repentina. Ella bajó los ojos y vio la melancólica desdicha que había aparecido en su cara.
—Una vez —le dijo—, en un diario alemán, leí un cuento sobre una cigüeña mansa y tullida que vivía en el parque de cierta pequeña ciudad. He olvidado qué ocurría en el cuento, pero había en él una línea que siempre recordaré: "era coja, por eso era mansa".
Había creado un mundo de hadas, pero indudablemente no vivía en él.


Traducción de Carlos Cámara


* Parodia de estos versos de Wordsworth: A primerose by a river's brim/A yellow primerose was to him,/And it was nothing more.



Saki (seudónimo de Hector Hugh Munro)
(Burma, 1870 – Francia, 1916)
Refinado, mordaz, cruel, inquietante, paradójico, homosexual, deliciosamente inglés (en fin, escocés...), Saki es un maestro indiscutido del cuento corto. Hermano espiritual (y montaraz) de Oscar Wilde y precursor de Evelyn Waugh, escribió en apenas 46 años de vida muchos clásicos del género, para escarnio eterno de sus tías y deleite de innumerables lectores. Quienes hayan leído Sredni Vashtar, The Open Window, Tobermory, Laura, Gabriel Ernesto, Cross Currents, The Peace of Mowsle Barton, (por nombrar unos pocos), indudablemente nunca los olvidarán. Pero Saki es también el autor de una magnífica novela, The Unbearable Bassington (El insoportable Bassington), en la que se respira la atmósfera inigualable de sus cuentos. El texto que publicamos figura en ella como capítulo VIII.